“Si piensan así, actúen, si no, nos hundimos todos, van a hacer votar a los bebés apenas dejen el chupete, después a los extranjeros, a las palomas y después a los animales domésticos con tal de aferrarse al poder. No más K. No al cambio de nombre de la avenida Córdoba por Néstor Kirchner.” Los rompeweb están inundando las redes con mensajes de este corte. Convocan a una “marcha de la libertad” para oponerse al proyecto que otorga el derecho optativo al voto a los 16 años.
Esos textos parecen estúpidos, pero están pensados, no son ingenuos, están trabajados igual que los textos publicitarios, para generar una reacción. Apelan siempre a un arsenal de prejuicios tribales que acechan la oportunidad para salir de la oscuridad con la apariencia de normales y civilizados.
Sería igual de equivocado pensar que ese pequeño colectivo abarca a todos los que se oponen al voto a los 16 años. Sin embargo, no está de más, como en todas las discusiones, señalar las zonas periféricas de cada posición, los vasos comunicantes que establecen algunas ideas. Y sobre todo, la forma como juegan una vez que están dispuestas en el escenario de la política.
Porque esta discusión es imposible fuera de ese marco. Los procesos de inclusión y ampliación de derechos se dan en el territorio de la política que es donde se encuentra la fuerza para concretarlos. Hablar en términos abstractos de justicia y derechos es imposible. El solo hecho de intentarlo tiene un efecto reaccionario en contra de esos derechos. Y las políticas miden su progresividad, menos por la enumeración programática que por la medida en que son capaces de reunir una masa crítica suficiente para concretar esas transformaciones.
En ese sentido, el que impulsa el voto a los 16 años tiene también un interés político, como lo tienen los que están en contra. Pero de allí a denunciar que en ese voto se juega la posibilidad de una potencial re-reelección de la Presidenta es merecedor de un cero en matemáticas. El universo de jóvenes entre los 16 y los 18 años es de un millón y medio, dos millones, de los que seguramente votarían muy pocos, y muchos menos en esta primera vez. De ese universo podría decirse, con toda la furia, que votará menos de la cuarta parte (seguramente será mucho menos todavía) con lo cual, aun cuando todos votaran al mismo candidato, no le sumarían más de un punto y fracción. O sea: no definen ninguna elección.
La mirada que tiene la sociedad sobre sí misma va cambiando con ella. De esa manera el voto dejó de ser elitista, después las mujeres accedieron a ese derecho y finalmente los jóvenes y adolescentes también, o están en el umbral de obtenerlo. No se sabe si alguna vez votarán los animales domésticos, como dicen los de la “marcha de la libertad”, pero hay que convenir que jóvenes y adolescentes no son animales.
El efecto que sí produce la propuesta es reafirmar una pertenencia, un rol como partícipe creador de un campo de acción progresiva; reafirma una identidad desde donde convoca. Si gana pocos votos con los adolescentes de 16 años, tracciona a otros sectores más amplios de la juventud y de la sociedad porque muestra que no teme a la apertura, a la irrupción de nuevas ideas e intereses. Eso es más democrático que oponerse con cualquier motivo.
Otros sectores de la oposición habían presentado la misma propuesta. Pero el oficialismo tiene mayoría desde que ganó las elecciones y actúa con una filosofía restrictiva: siempre presenta sus propios proyectos aunque existan otros iguales o parecidos. Asume que como es la mayoría, tiene la capacidad de instalar el debate y por lo tanto también quiere capitalizarlo como propio porque cimenta su identidad y destiñe la de los otros. Es una lógica amarreta, de mano cerrada, pero está en consonancia con la que tiene la oposición de no reconocerle nada al oficialismo.
Los que habían presentado los mismos proyectos quedan así en la disyuntiva de respaldar la propuesta u oponerse a lo que ellos mismos habían impulsado en forma intrascendente. Es una demostración de la importancia que tiene la política por encima de los programas. El que presentó primero el proyecto sin preocuparse por juntar la fuerza para aprobarlo tiene que respaldar o rechazar el proyecto del que lo presentó teniendo el consenso suficiente. Finalmente, el que opera el cambio que mejora la realidad es el que se ha esforzado por generar un cambio en la relación de fuerzas. La respuesta a cuál es la fuerza progresista, si la que tiene el programa o la que lo ejecuta, surge de esa ecuación, lo demás son puras palabras. Es un dilema que se ha presentado una y otra vez en la historia, sobre todo desde el surgimiento del peronismo.
No se trata de despreciar la idea, la conciencia, que de alguna manera puede estar expresada en el programa, pero el objetivo y el consenso necesario para alcanzarlo van unidos. No es que el fin justifica los medios, sino que la declamación sola del objetivo termina por ser una mentira. Una mentira que muchas veces sirve también para tranquilizar la conciencia sin modificar nada ni afectar los intereses de nadie.
La ampliación del derecho al voto a los jóvenes de entre 16 y 18 años revela además una mirada renovadora sobre la sociedad. De alguna manera esa capacidad de mantener la mirada abierta ha sido la mayor virtud del kirchnerismo y la que le permitió a Néstor Kirchner ampliar la estrecha base de sustentación con que había llegado a la presidencia.
La polémica sobre la ampliación del derecho al voto a los adolescentes de entre 16 y 18 años primero provocó rechazo, más que nada por el peso de la costumbre. Luego fue una idea que se abrió a la consideración de la sociedad y se la trató con menos desprecio. En ese momento, radicales y socialistas informaron que ya habían presentado proyectos con ese mismo contenido y algunos adelantaron que se iban a oponer al que había presentado el kirchnerismo porque ocultaba intereses político-partidarios. Lo cual es cierto, pero al mismo tiempo legítimo, al igual que los intereses político-partidarios que tienen los proyectos que presentaron ellos.
Se le ha criticado al kirchnerismo que la propuesta no estaba en su programa ni fue mencionada en la campaña electoral. En realidad se trata de una propuesta que no se escuchó en la campaña de ninguna fuerza, pero que tiene coherencia con la trayectoria y los planteos de varias de ellas. Si algo no se puede decir, después de diez años de gobierno kirchnerista, es que esa propuesta no encaja en esa experiencia. Se le ha criticado también que se quiere sacar la aprobación del proyecto a las apuradas sin dar tiempo para un debate más extendido en la sociedad. La hiperactividad parlamentaria del kirchnerismo en estos dos años tiene que ver con las elecciones, pero no en el sentido de que con esos proyectos logrará más votos. Después del 2013, la actividad política estará regida por las presidenciales del 2015 y nadie sabe cuál será la dinámica que se instalará en el Congreso.
La discusión real no discurre por esos andariveles que llevan a callejones sin salida. La discusión real es la que se da en la calle sobre si se abren o no y cómo, formas de contención ciudadanas para esos adolescentes en transición, que ya están tomando decisiones por sí solos. Hay debates legales sobre la homogeneización de las edades límite para derechos y obligaciones. Y hay debates sobre la madurez de un adolescente. Se dice que no está maduro ni tiene educación como para tomar ese tipo de decisiones. Lo real es que ese adolescente ya está tomando decisiones lejos de sus padres en la vida real. Son decisiones que rondan posibles adicciones o situaciones de ilegalidad y marginalidad, que también afrontan los adultos, con la diferencia de que para ellos es la primera vez. Frente a esas opciones, la comunidad tiene la posibilidad de permanecer cerrada o abrir puertas y crear formas de contención. Son nuevas realidades que requieren nuevos abordajes.
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