¿De qué hablamos cuando hablamos de juventud? ¿Es posible ensayar un retrato colectivo de los jóvenes de nuestro país? El rasgo central de la juventud argentina, como la de otros países en desarrollo, es la fragmentación social. Así, bajo el mismo amplio concepto de juventud conviven realidades completamente diferentes: los jóvenes de clase media, que como en el primer mundo retrasan cada vez más el salto a la adultez (postergan el casamiento y la paternidad, estudian muchos años antes de insertarse en el mercado laboral), y los jóvenes de los sectores populares, con un ciclo de vida acelerado, de paternidad temprana, menos años de escolaridad e ingreso prematuro al primer empleo. Esta acumulación de desventajas demuestra que la desigualdad no es sólo estática sino también dinámica y de paso desmiente, como señala Susana Torrado, la leyenda que proclama que todos somos iguales ante la muerte: aquellos que tuvieron la desgracia de nacer en una familia pobre están condenados a vivir rápido y morir antes.
Pese a estas diferencias, todos los jóvenes argentinos, pobres o ricos, varones o mujeres, porteños o santiagueños, comparten la pertenencia a una misma generación, no por una simple coincidencia en cuanto a una fecha de nacimiento sino en el sentido de haberse socializado en un mismo entorno histórico. Cada generación constituye una especie de hermandad frente a los estímulos de una época; en cierto modo, vive en un mundo diferente a las demás.
Y como de política se trata, señalemos que la generación de la que se ocupan estas líneas, la de los jóvenes de hoy, tiene poco que ver con la “generación del ’70”, sesentones que cargan con sus derrotas, sus siglas misteriosas (FAP, FAR, ERP) y su tecnojerga (“bufoso”, “Taco Ralo”, “orga”). Tampoco nos referimos a la “generación del ’83”, la que vivió la primavera alfonsinista pero antes atravesó parte de su adolescencia en dictadura, los cuarentones y cincuentones estilo Andrés Calamaro:
“Me parece que soy de la quinta que vio el mundial ’78
Me tocó crecer viendo a mi alrededor paranoia y dolor”
Hablamos aquí de otra cosa. Arbitrariamente, podría definirse a la juventud actual como compuesta por todos aquellos que tienen menos de 36 años, simplemente porque el autor de este libro tenía esa edad al momento de escribir estas líneas. Más simbólicamente, es la edad aproximada de los nietos recuperados, la mayoría de ellos nacidos alrededor del ’76, que constituyen el corazón de los reclamos de justicia y un puente, actual en su dolorosa persistencia, entre pasado y presente.
Se trata, en todo caso, de una generación que conserva de la dictadura recuerdos directos muy vagos, o ninguno, y que comparte el hecho de haber crecido en un contexto democrático, de creciente respeto por los derechos humanos, revalorización del pluralismo y paz. Y a la que al mismo tiempo le tocó atravesar un proceso de transformación económica y social severísimo, que no sólo incluyó el quiebre de la sociedad integrada y la reforma neoliberal de los ’90 sino también la aparición de la cuestión de la inseguridad, la crisis de la ciudad, el malestar institucional. Una generación que creció en plena consolidación de la “sociedad del riesgo” (al desempleo, la pérdida de vivienda, un robo), atormentada por la hiperinflación y la precariedad laboral, saltando de crisis en crisis.
Y que, sin embargo, está demostrando una energía militante que no se veía desde los primeros años del alfonsinismo.
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La novedosa repolitización de la juventud argentina se produce en clave kirchnerista y tiene como actor principal a La Cámpora, cuyos líderes han sido acusados entre otras cosas de abusar de la infraestructura del poder mediante el uso por ejemplo de teléfonos BlackBerry. La crítica es puntualmente absurda (los smartphones ya son una herramienta de trabajo habitual de buena parte de la clase media, se consiguen desde los 800 pesos y pueden ser interpretados como un lujo tanto como un signo de compulsión al trabajo) y encierra todo tipo de prejuicios: la juventud kirchnerista no es un invento del Gobierno sino el resultado de un proceso de mediano plazo que comenzó en los ’90, con la formación de núcleos de resistencia al menemismo como las organizaciones piqueteras, el Movimiento 501 o HIJOS, y que explotó en diciembre del 2001, cuando el clima anti-político del “Que se vayan todos” coincidió paradójicamente con un fuerte impulso de repolitización juvenil. En sentido estricto, la juventud K es un movimiento desde abajo luego capturado –y amplificado– desde arriba.
Pero reconocer las raíces y complejidades de este movimiento no supone, no debería suponer, caer en una idealización boba de la juventud kirchnerista, que ya exhibe límites que vale la pena revisar. Algunos son derivaciones del modo en que el gobierno administra el poder: la concentración de las decisiones, la escasa propensión a someter a la deliberación pública sus medidas más importantes y el hermetismo como contracara de la sobrevalorada sorpresa kirchnerista constituyen tics políticos negativos que se contagian a la forma en la que opera la juventud.
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Pero, más allá de sus evidentes debilidades y sus defectos, la oportunidad de los jóvenes kirchneristas, y en particular de La Cámpora, es única. En primer lugar, porque están prácticamente solos. El resto de los partidos carece de sectores juveniles significativos que los acompañen, a excepción de la microizquierda trotskista, que vive en sus mundos de fantasía de siempre, y, aunque más minoritariamente, del PRO, que cuenta con algunos jóvenes no sólo entre su dirigencia sino entre sus, digamos, bases, muchos de ellos provenientes de esa forma tecnocrática de relacionarse con los asuntos públicos que es la participación en las ONG eficientistas surgidas en los ’90, tipo Cippec. Pero, más allá de estas excepciones puntuales, lo cierto es que, con el radicalismo convertido nuevamente en un partido de gente mayor y el resto de la oposición arrinconada, el kirchnerismo es la única fuerza capaz no sólo de nuclear a un sector de la juventud sino de seguir conmoviéndola.
Pero hay más. Así como está prácticamente sola en comparación con las escuálidas juventudes opositoras, la juventud K también está sola –o casi– al interior del mismo kirchnerismo, que asume más bien la forma de una “suspensión coloidal”, según la feliz metáfora química de Ricardo Sidicaro, en el sentido de una serie de elementos sólidos que flotan en un medio fluido sin contacto entre sí. El kirchnerismo es, en efecto, un universo complejo integrado por sectores del más diverso origen y orientación ideológica, cuya identificación con el rumbo oficial no es difícil adivinar en muchos casos producto de la conveniencia coyuntural: en este contexto frágil, un núcleo de militancia juvenil que se muestre genuinamente consustanciado con el programa del oficialismo cobra especial valor. Y es en este punto donde el lugar de los jóvenes se hace especialmente difícil: si, por un lado, resulta esencial evitar un disciplinamiento absoluto que termine sofocando cualquier energía desafiante, no menos crucial es consolidar su lugar de “corazón ideológico” de un kirchnerismo cuyas alianzas sociales y políticas son muchas veces precarias y oportunistas.
Una salida virtuosa a esta aparente encerrona quizá pase por la construcción de una agenda propia. Hasta el momento, los esfuerzos de La Cámpora se orientaron, por un lado, al desarrollo territorial y, por otro, a la formación (o cooptación) de jóvenes capaces de desempeñar puestos de alta responsabilidad pública. El primer objetivo, de inevitable largo plazo, avanza en diferentes lugares del país, gracias al entusiasmo de muchos militantes y, por supuesto, a la amplia disponibilidad de recursos estatales. En cuanto al segundo objetivo, también se cumple con éxito, como confirma el repaso de los espacios de poder obtenidos por la agrupación.
Ambas cosas son cruciales pero insuficientes. Consolidar una organización en el territorio es importante para cualquier corriente interna, pero no muy diferente a lo que hacen otros referentes del peronismo tradicional (gobernadores, intendentes, punteros), mientras que los cuadros técnicos pueden provenir de canteras tan diversas como la academia, los estados provinciales (origen de la mayor parte de los altos mandos kirchneristas) o incluso los medios de comunicación y el espectáculo. En suma, el diferencial de La Cámpora no puede limitarse a la construcción territorial o la disponibilidad de buenos gestores.
Su oportunidad, insisto, pasa por la elaboración de una agenda propia, que hasta el momento no ha aparecido. Quizá porque es muy pronto, porque sus mecanismos internos no están lo suficientemente aceitados o por el modo en que se ha ido insertando en el Estado, La Cámpora no ha mostrado, al menos públicamente, cuáles son los temas, propuestas o ideas que la diferencian de otras corrientes que forman parte del enorme entramado oficialista. ¿Cuál es, por ejemplo, la agenda legislativa de La Cámpora? ¿En qué difiere de la de Agustín Rossi? Quiero ser cauteloso y entonces insisto: puede que aún sea muy pronto y que con el paso del tiempo la vayamos viendo. De hecho, decisiones como la reestatización de YPF o el plan de viviendas Pro.Cre.Ar., cuyo autor intelectual es el joven camporista Axel Kicillof, parecen avanzar en este sentido.
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Además de la posibilidad de arriesgar nuevas propuestas, el éxito de los jóvenes kirchneristas dependerá de su capacidad para relacionarse con las generaciones anteriores, lo que a su vez implica construir una mirada nueva, y propia, sobre el pasado. Y en este sentido resulta interesante la elección de El Nestornauta como símbolo de La Cámpora, elección que considero sintomática. Digámoslo así: en los ’70 a nadie se le hubiera ocurrido transformar a Perón o Evita en un personaje de historieta, e incluso los que forzaron la interpretación de la historia casi hasta el absurdo, como la izquierda peronista que convirtió a Evita en una líder revolucionaria y sacudió a Perón de sus componentes más fascistoides, se privaron de jugar gráficamente con su imagen. Los dos soportes biológicos del peronismo conservaron siempre su forma natural. El Nestornauta, en cambio, utiliza como base a El Eternauta, un personaje que ya tiene medio siglo, cuyo padre se encuentra desaparecido y que ha sido un símbolo de la militancia de los ’70, lo reescribe con las técnicas de moda, el esténcil y el Photoshop, para sobreimprimirle luego la imagen de Kirchner. Y en un gesto que ha pasado desapercibido pero que resulta notable, le quita el fusil. Producto de una operación simbólica a la vez ambiciosa y liviana, El Nestornauta resume de manera especialmente gráfica las tensiones que enfrenta la juventud kirchnerista.
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La idea central de este texto es que la reactivación política de un sector de la juventud argentina se produce en el contexto más amplio de un resurgimiento juvenil global. ¿Cuáles son los puntos en común entre la juventud kirchnerista y los movimientos juveniles de Egipto, España, Estados Unidos o Chile? ¿Hay, más allá del hecho de vivir un mismo tiempo histórico, elementos en común?
Se pueden encontrar varias pistas. Uno de ellas es el despliegue de nuevos modos de participación política caracterizados por un repertorio más amplio de acción: a las tradicionales marchas, huelgas y piquetes, los jóvenes han agregado operaciones de alto impacto mediático como el escrache y las teatralizaciones, y recuperado de los ’60 la idea de la ocupación permanente del espacio público (desde la plaza Tahrir de El Cairo a la Puerta del Sol o el Colegio Mariano Moreno). Por otra parte, el uso intensivo y natural de las nuevas tecnologías permite no sólo la denuncia instantánea a través de las fotos y videos captados por los celulares (cruciales en sucesos como la muerte de Mariano Ferreyra o las violentas represiones árabes), sino también la “militancia virtual” a través de las redes sociales. Sin caer en las falacias de una imposible “Revolución Twitter”, hay que reconocer la novedad que implican las convocatorias espontáneas que ya no recurren a las redes de microconfianza personal, construidas cara a cara, típicas del pasado, y que se organizan y gestionan a través de la red.
Hay más elementos en común. Pero en el análisis comparativo quizá lo más notable sea que, en contraste con lo que sucede en casi todos los países, la juventud argentina no se plantea en términos anti-poder sino que se incorpora a un dispositivo de poder ya en funcionamiento. ¿Cómo se explica esta diferencia? Mi tesis es que en Medio Oriente, España o Inglaterra, por citar sólo algunos ejemplos, el poder político y el poder económico se encuentran identificados o incluso fusionados, mientras que en Argentina el kirchnerismo ha establecido una tensión entre ambos, que es justamente la que conmueve a los jóvenes. En cierta forma, el kirchnerismo puede ser visto como un movimiento anti-poder. ¿Discutible? Seguro, pero la idea quizá podría precisarse señalando que a la hora de conectar con las nuevas generaciones no importa tanto si el kirchnerismo es efectivamente un movimiento de estas características: lo central es que los jóvenes así lo creen, y alcanza con revisar sus posiciones en los actos públicos, los medios de comunicación y las redes sociales para comprobarlo.
La clave es generacional. Los jóvenes de hoy, aligerados del recuerdo de etapas que no vivieron, derrotas que no sufrieron y tragedias que no atravesaron, no cargan la mochila de plomo que a menudo arquea las espaldas de los mayores y se muestran, casi por naturaleza, más proclives a enfrentar lo desconocido, empujar lo nuevo y ejercer la libertad en un sentido amplio. Quizás ésta sea justamente la mejor definición de juventud: la que la identifica con el cambio. Expresión local de un fenómeno más amplio, los jóvenes kirchneristas gozan de una serie de ventajas inéditas, desde el contexto plenamente democrático en el cual se mueven al manejo innato de las nuevas tecnologías y el apoyo de un gobierno que ha decidido confiar en ellos. Tienen la oportunidad de rejuvenecer la política, de ellos depende aprovecharla.
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