La decisión del juez Griesa a favor de los fondos buitre y en contra de nuestro país tiene dos consecuencias muy graves. La primera es que introduce un elemento de absoluta incertidumbre en los procesos de reestructuración de deuda por los que poco menos que inevitablemente habrán de pasar algunos países europeos en un futuro no muy lejano. La segunda es que la plena aplicación del fallo presupondría la aceptación del principio de que el dictamen de un tribunal extranjero tiene preeminencia jurídica por sobre nuestras leyes dictadas con arreglo a la Constitución.
Desde el punto de vista de sus proyecciones mundiales, el fallo pone en crisis algunas de las reglas de juego básicas del mundo financiero al situar a los acreedores que participaron en dos etapas de dura negociación y se avinieron a sus resultados, en un plano equivalente a los que se quedaron voluntariamente fuera del acuerdo: difícilmente algún país podría, de sostenerse el fallo en otras instancias, negociar exitosamente su deuda pública en un futuro avizorable. A esta altura queda claro que el juez Griesa tiene una escala de valores un poco problemática: el derecho a cobrar las acreencias (el 100 por ciento de ellas) se coloca por encima de las más elementales consideraciones de prudencia que involucran el futuro de la estabilidad financiera mundial y la suerte de sociedades enteras, mucho de cuya vida dependerá de la naturaleza política que adquiera el balance de la dura crisis económica que vive el mundo. Más que ante un fallo judicial estamos ante un mensaje político de extremada gravedad en lo que hace al equilibrio de fuerzas entre la democracia y el capital financiero.
La otra cuestión, la de la soberanía nacional, reactualiza dramáticamente un gran debate de época durante los años noventa, el tema de la vigencia de lo nacional en un mundo globalizado. La utopía globalista postulaba entonces la definitiva caducidad de los atributos históricos del Estado nacional. Las fronteras estatales ya no tienen la consistencia suficiente para ponerle freno alguno al movimiento mundial de capitales; es la época de la desterritorialización del mundo y, consecuentemente, el ocaso definitivo de los estados nacionales y de su fundamento ideológico. Esto no era patrimonio exclusivo de las derechas; desde el territorio intelectual del progresismo, Jürgen Habermas postulaba (en un volumen de nombre muy significativo: La constelación posnacional) la necesidad de terminar con la simbiosis histórica entre republicanismo y nacionalismo. Es decir que, para sobrevivir en la actual etapa, la democracia republicana necesitaría otros anclajes que ya no coincidirían con los actuales estados nacionales. La globalización “realmente existente” terminó por no encajar plenamente en el relato de la prosperidad general asegurada por la desaparición del Estado y de la política (o la reducción de ambos al estatuto de administración burocrática funcional al paraíso de la libertad económica) ni tampoco en la utopía romántica de una gradual marcha hacia una federación democrática mundial. Desde el atentado a las Torres Gemelas, y a través de las distintas etapas de la crisis del capitalismo globalizado, todo lo que vemos a nuestro alrededor es el esplendor de las más diversas formas de nacionalismo, con su inevitable doble carga de esperanzas en la lucha por la autoafirmación soberana y de temores y terrores ante lo diferente, que alimentan la xenofobia y el racismo y están indiscutiblemente en la base ideológica de la política guerrera desplegada por la principal potencia mundial después de aquel gigantesco crimen terrorista. Hay nacionalismo (extremo) en las sucesivas guerras contra Irak, en la invasión a Afganistán, en la doctrina de las guerras preventivas y el unilateralismo. Lo hay también en el antirrepublicano endurecimiento del trato legal a los inmigrantes por parte de los gobiernos europeos. Y hay también nacionalismo en las luchas defensivas de grandes sectores populares de países europeos contra los ajustes sistemáticos ordenados por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI, y en los que se nota la decisiva influencia del Estado alemán. Y lo hay, sin duda, en el discurso práctico de una serie de gobiernos surgidos en América del Sur como respuesta a la crisis del neoliberalismo. Es muy probable que, para las derechas y las izquierdas de la etapa mundial que se insinúa, el discurso posnacional ya no tendrá la misma seducción.
En nuestro país, la provisoria decadencia de las ideas de patria y nación tuvo como telón de fondo la revisión profunda, que hicimos desde la recuperación de la democracia, acerca de los usos que de esas expresiones había hecho nuestra historia política inmediatamente anterior. El sustrato de ese clima era el sentimiento de derrota nacional –y de vergüenza por esa derrota– después de la guerra de Malvinas. Pero también el uso de lo nacional en la verborragia dictatorial para identificar al país en su conjunto con el ominoso régimen terrorista entonces vigente. Fue el uso de los mundiales de fútbol para acorazar a la dictadura del asedio mundial por el feroz ataque a los derechos humanos en el país, en nombre de un supuesto orgullo identitario frente al ataque de los extranjeros. Los argentinos vivimos el auge de la globalización en medio de una profunda interrogación sobre nuestra propia historia, en la que lo nacional y el nacionalismo como ideología había tenido un lugar central. Los ecos de ese clima de época todavía pueden percibirse en la sistemática sospecha sobre el nacionalismo que a veces degenera en sistemáticas opciones deliberadamente contrarias a lo que la mayoría interpreta como interés nacional.
Volvamos a Griesa. El fallo de este juez es una profunda pregunta intelectual y moral para los ciudadanos de este país. Se produce en un momento innegablemente tenso de nuestra vida política: es el momento posterior a dos importantes manifestaciones callejeras de oposición al Gobierno y pocos días antes de la vigencia plena de una ley de medios de comunicación muy resistida por el principal oligopolio mediático y por sus importantes aliados del poder económico concentrado. Visto como “problema del gobierno”, el fallo-amenaza del juez norteamericano se presenta para las oposiciones como una oportunidad en la dirección de un debilitamiento del actual gobierno. Desde el Gobierno podría ser visto como una ocasión propicia para galvanizar el entusiasmo popular ante una gesta patriótica en ciernes. Cualquiera de esos rumbos –sobre todo si se lo llevara al extremo– tendría como resultado un debilitamiento político del país, un triunfo del cálculo chico sobre el horizonte político. ¿Hace falta entonces que la coalición de gobierno y la hoy dispersa oposición renuncien a sus proyectos propios? Más bien lo contrario: el único modo en que un proyecto político puede triunfar es que logre expresar el interés nacional, tal como lo interpreta la mayoría del pueblo. El ataque judicial a nuestra soberanía tiene envergadura y proyecciones suficientemente graves, tanto a nivel nacional como mundial, como para que su rechazo y la movilización en su contra alcancen la condición de una necesidad colectiva. Claro que “colectiva” no quiere decir “de todos”: hace rato que puede observarse la existencia de un sector muy minoritario, pero a la vez muy influyente, de nuestra sociedad que está dispuesto a asumir como positivo cualquier acontecimiento que deteriore la imagen y la autoridad de la presidenta Cristina Kirchner. Casi no hace falta decir, a esta altura, que ese sector tiene su centro de coordinación en las grandes empresas mediáticas, dispuestas en una actitud de guerra sin cuartel contra el Gobierno. Es cierto que la sociedad argentina ya ha adquirido importantes dosis de inmunidad frente a la sistemática prédica apocalíptica del Grupo Clarín y sus adyacencias, pero en estos pocos días que faltan para el 7-10 de diciembre la ofensiva llegará, con seguridad, a inopinables extremos. Ese sector considera a Griesa como un aliado natural.
El fallo de Griesa y las tensiones alrededor de los artículos que obligan a la adecuación de los grandes medios a los límites legales tienen un punto en común: está en juego la vigencia de la ley, la soberanía de la ley. Los argentinos ya sabemos que esa soberanía es la garantía esencial y última de nuestra convivencia civilizada. Así lo aprendimos después de la experiencia de haber puesto en su lugar la razón de las armas. Después de haber convivido bajo el régimen del abuso y la barbarie que puso sobre la ley la normativa de un “estatuto” que habilitó toda suerte de crímenes. Muchas leyes aprobadas ya en democracia disgustaron profundamente a muchos de nosotros; sin embargo, todo el pueblo respetó esas leyes, aunque algunos sectores se movilizaran en su contra. Fue una ley dictada por el Congreso argentino la que dispuso, en dos oportunidades, que quienes quedaran afuera del acuerdo no cobrarían sus acreencias. Solamente una nueva ley podría alterar la situación. También sabemos los argentinos lo que es discutir nuestras leyes con la espada de los poderosos en nuestro cuello. Haría falta que la política argentina dé una contundente prueba de madurez y de sentido nacional con una expresión institucional de pleno rechazo al fallo a favor de los fondos buitre.
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