Morales Solá dice en una muy reciente columna (“Expresión de impunidad y resentimiento”, La Nación, 22 de diciembre de 2012) que, según la Cepal, un 30 por ciento de los niños argentinos son pobres y sus padres también lo son. Es mentira. Y así lo puede comprobar cualquier persona que invierta unos pocos segundos de su tiempo en buscar los indicadores que realmente publica esa comisión. Según esos indicadores, entre 2002 y 2010 la pobreza en la Argentina bajó del 45,4 al 8,6 por ciento de su población (http://www.eclac.cl/prensa/noticias/comunicados/8/45168/tabla- pobreza-indigencia-18paises-es.pdf). La referencia no se propone un juicio sobre el autor de la mentira ni sobre las pautas éticas con las que se rige su actividad periodística, lo que, claro está, sería un interesante objeto de investigación. El propósito es otro y consiste en ejemplificar una matriz constitutiva del accionar de la derecha política coordinada por las grandes empresas mediáticas.
Vale aclarar que el artículo al que hacemos referencia está dedicado a “explicar” los acontecimientos de puro y simple vandalismo políticamente orquestado que construyeron en estos días una burda parodia de la explosión social que estremeció al país hace justamente once años. Se necesita adulterar irresponsablemente la realidad del actual mapa de la pobreza –y de hacerlo acudiendo de modo mendaz a una institución prestigiosa– para abrirle paso a un argumento central, el que atribuye los desórdenes recientes a una espontánea explosión de resentimiento de los pobres. No se trata de una circunstancia aislada; la escuálida manifestación sindical del pasado miércoles fue reconvertida en una “protesta masiva”, la multitudinaria concentración de festejo de la democracia del 9 de diciembre última en una movilización del “aparato kirchnerista”. Y la lista puede seguir hasta el infinito: en el último año habríamos pasado, según la sistemática manipulación periodística de este mismo signo, por un conjunto de episodios críticos en los que el país se situó en el borde mismo del caos y la disolución. La maquinaria manipuladora no reconoce límites éticos ni políticos. No se detiene ni siquiera frente a casos como los ataques de los fondos buitre a esa gran conquista de nuestro país que fue la negociación digna y beneficiosa de nuestra deuda defaulteada a fines de 2001.
El hilo conductor de la construcción mediática es la inminencia del desastre. No se sabe si lo que nos conducirá a ese inexorable destino será la corrupción, la incompetencia o la brutalidad del actual gobierno, pero se sabe que ocurrirá más temprano que tarde. Mucho se habla entre nosotros de las carencias de liderazgo, organización y propuestas de las oposiciones; acaso sea la hora de preguntarse si detrás de esas visibles carencias no está la plena hegemonía discursiva de esta visión aterradora de nuestra realidad. Si lo que se acerca de modo inminente es el caos, ¿para qué construir una propuesta política alternativa capaz de desarrollarse en forma gradual y de disputar el sentido común mayoritario de nuestra sociedad? Esa construcción debería esperar el estallido, la revuelta, el caos para emerger desde las cenizas, una vez que la catástrofe estalle finalmente.
Lo característico de estos últimos meses ha sido una especie de remake paródica del derrumbe nacional de fines de 2001. Los cacerolazos de septiembre y noviembre fueron su expresión política más significativa y exitosa. Aun así, no puede dejar de decirse que, en ausencia de corralitos y corralones, el temario de la furia de sectores de las clases medias y altas lució un poco demacrado, anclado en la libertad para comprar dólares y en vagas consignas republicanas y éticas, todas ellas sacadas casi literalmente de los textos que diariamente aparecen en las tapas de los diarios y en las pantallas y micrófonos de los grandes medios dominantes. El punto aquí fue la cacerola como símbolo y como emblema. La esperanza subyacente fue y es que la reproducción de las formas abra paso a la repetición de la historia. De modo análogo, los discursos de los líderes sindicales en la raleada plaza que Micheli alucinó “desbordada” reprodujeron la retórica del desamparo y la desesperación popular propias de ese arquetipo de la crisis política que es para los argentinos el diciembre de hace once años. Muchas de las banderas gremiales, e incluso algunos de los nombres que encabezaron la marcha reciente estaban presentes en las diversas formas de protesta callejera de aquel fin de año incendiario. Pero, para usar la muy transitada expresión que Marx atribuyera a Hegel, los hechos y personajes de aquella tragedia reaparecieron como farsa. Procuraron presentar este final de año atravesado por la angustia de los trabajadores y los jubilados, en el contexto de un gobierno que aplica a rajatabla las recetas del Fondo Monetario Internacional. Basta para revelar el costado farsesco de esta descripción, el hecho de que los principales dirigentes del acto comparten hoy la mesa de los acuerdos políticos con aquellos que despotrican contra el exceso de gasto público y colocan la relación de nuestro país con el FMI como señal de nuestro aislamiento del mundo. Parafraseando a Borges, podría decirse que estos líderes, “a fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que ésta debe justificarse”. Y como último acto, de gestación intelectual todavía no plenamente conocida, pero de trama discursiva fácilmente identificable, asistimos a los violentos saqueos de supermercados. Otra vez la apuesta a que las formas convoquen al contenido, la creencia de que una pueblada puede ser recreada como una performance artística o la ilusión paleoizquierdista de que una chispa surgida al margen de las condiciones sociales puede mágicamente desatar el incendio tan anunciado. No se trata de la contraposición de lo espontáneo con lo organizado: también aquellos episodios del derrumbe de la sociedad diseñada por el neoliberalismo contaron con organizadores y operadores, no todos ellos animados por la solidaridad social y el deseo de cambios. Todo acontecimiento social de masas contiene elementos de previsión, cálculo y organización. La diferencia real pasa entre el levantamiento popular y la provocación desestabilizadora.
Cualquier relato con pretensiones de seriedad debe reconocer que nuestro año 2012 fue un período difícil y complejo. La idea de que nuestro país podía “blindarse” respecto de la crisis mundial del capitalismo financiarizado y abstraerse de sus consecuencias se reveló ilusoria. A ese contexto mundial debe sumarse la índole que ha asumido nuestra vida política, la sistemática conflictividad que la atraviesa. Claro que los conflictos argentinos no son fruto del capricho de ninguno de sus protagonistas. No hubiera habido conflicto agrario si no existiese la cuestión de las rentas extraordinarias de origen particularmente granífero y una manera específica de tratarlo por parte del Gobierno. No habría ningún conflicto con el Grupo Clarín si no hubiera una ley antimonopólica sancionada hace tres años y demorada todavía en los estrados judiciales. No tendríamos conflicto con los fondos buitre si no hubiera habido una masiva negociación de la deuda en default favorable a los intereses del país. Un relato sensato y realista de 2012 no debería dejar de incluir en el balance los logros de nuestro país en materia de protección del empleo, la actividad económica y la balanza comercial, así como la exitosa defensa de nuestra moneda contra los intentos de ataque especulativo al servicio de la desestabilización política. Todo eso en el contexto de una profundización de la dinámica de las reformas estructurales como la nacionalización de la mayoría accionaria de YPF, la reforma de la carta orgánica del Banco Central y la regulación del mercado de capitales, entre otras iniciativas de ese porte. Claramente los argentinos no vivimos en el mejor de los mundos; pero la intención de convencernos masivamente de que estamos en el mismo punto al que llegamos cuando estuvimos en el borde de la disolución de nuestra comunidad política se revela como una construcción propia del resentimiento, promovida por quienes han sido afectados en sus posiciones de privilegio, en sus rentas monopólicas y en su poder político.
Tal vez tenga que convivir el deseo de paz y concordia –intenso en estos días de rituales de nuevos inicios familiares y sociales– con la aceptación del conflicto como premisa de nuestro crecimiento como sociedad. Fue el más grande de los pensadores republicanos, Nicolás Maquiavelo, quien dijo en su “Discurso sobre la primera década de Tito Livio”: “En toda república hay dos espíritus contrapuestos: el de los grandes y el del pueblo, y todas las leyes que se hacen en pro de la libertad nacen de la desunión entre ambos”.
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