Existe una confusión en la que participan economistas ortodoxos, heterodoxos, funcionarios y la oposición sobre el tipo de cambio. Unos dicen que hay que devaluar la moneda porque la paridad con el dólar está atrasada, mientras otros reaccionan a la defensiva afirmando que no habrá ningún ajuste cambiario. Lo desconcertante de esta polémica es que una de las características distintivas de la política cambiaria argentina es que ha mantenido una permanente y deliberada estrategia de devaluación del peso en estos años. Decisión que transita a contramano de otras economías de la región que han estado registrando un agudo proceso de apreciación cambiaria con primarización de la producción, siendo la brasileña el caso más destacado. Argentina devalúa en forma constante su moneda, lo que implica una fuente de tensión inflacionaria desdeñada en los análisis convencionales sobre el problema de los precios. Los miniajustes casi diarios de la paridad buscan preservar grados de competitividad y protección de la producción local a través del frente cambiario. El debate puede plantearse con más precisión si las posiciones en disputa se dividen entre quienes sugieren variaciones más aceleradas dentro del régimen de flotación administración del tipo de cambio y los devaluacionistas seriales que proponen una fuerte e inmediata alteración de la paridad.
Esta última reúne respaldos de diferentes vertientes, cuyo origen puede descubrirse en protagonistas de crisis pasadas, conocedores que una devaluación brusca provoca alteraciones en la estabilidad política, económica y social derivados del shock inflacionario del ajuste. O sea, la devaluación que proponen es profundamente regresiva. Pese a ser parte de experiencias traumáticas, mantienen una permanente prédica sobre el atraso cambiario y la necesidad de una fuerte devaluación. Tanta es la insistencia en la consigna que terminan abrumando hasta debilitar ciertos análisis de heterodoxos que pasan a repetirla sin exigir, al menos, datos rigurosos que respalden el slogan.
La única referencia que exponen es la relación del tipo de cambio nominal con la evolución de la inflación. Como esta última variable es motivo de controversias porque el índice de precios del Indec ha quedado deslegitimado, las estimaciones son frágiles como los dibujos de los índices de las consultoras. Es notable la estabilidad de esos indicadores privados en los últimos cuatro años por encima del 20 por ciento, ahora estacionado en el 25 por ciento anual, cifra que muchos repiten sin exigir la más mínima información sobre cómo se arribó a ese número en cuanto a metodología estadística, tipo de canasta encuestada y cantidad de comercios alcanzados. Los precios han tenido una volatilidad que ni el IPC del Indec ni el garabato de las consultoras han mostrado. Por ejemplo, durante los últimos cuatro años, la evolución del índice de precios mayoristas se movió del 10 al 16 por ciento anual, mientras que el de precios implícitos del PIB (cociente entre el Producto Interno Bruto a precios corrientes y el PIB a precios del año base) osciló en un rango del 10 al 20 por ciento, medido al cuarto trimestre de cada año. Cuando se utilizan estos indicadores, el tema cambiario adquiere rasgos diferentes.
Las presiones devaluacionistas de varios sectores, desde industrias exportadas hasta productores agropecuarios pasando por economistas con contratos en dólares con organismos internacionales e instituciones privadas del exterior, encontraron en la pérdida de credibilidad del Indec el terreno abonado para avanzar con la consigna del atraso cambiario. Cualquier manual básico enseña que la competitividad del tipo de cambio de una economía no se mide exclusivamente con respecto a la evolución de sus precios internos. Si bien el tipo de cambio real ya no se encuentra en los niveles de 2003-2007 porque los ajustes periódicos de la paridad fueron por debajo de la marcha de los precios, esto no significa atraso cambiario por varias razones, entre ellas, que otras variables también intervienen en ese proceso, que había habido una megadevaluación en 2002 y, un dato no menor, que durante todos estos años la moneda siguió devaluándose dentro del régimen de flotación administrada.
Una prueba contundente ignorada por los devaluacionistas cuando ponen como ejemplo otras economías de la región, en especial la brasileña, es que las cuentas externas argentinas son favorables. En estos años el resultado de la cuenta corriente ha sido levemente superavitaria o neutra. El saldo de la balanza comercial se ha mantenido con un importante signo positivo en un contexto internacional muy complicado, situación enfrentada con una política de administración del comercio más intensa. En otros países de la región, cuyas monedas se han apreciado en ese período, los niveles de déficit de cuenta corriente alcanzan magnitudes inquietantes, sobresaliendo Brasil.
El desequilibrio externo brasileño en 2012 alcanzó el 2,4 por ciento del PIB, equivalente a 54.246 millones de dólares, y las proyecciones del propio Banco Central prevén para este año un peor resultado, del 2,8 por ciento del Producto, unos 67 mil millones de dólares. El déficit de esta cuenta es cubierto por la inversión extranjera, directa y de cartera (financiera especulativa). Esta última fue incentivada durante años por tasas de interés muy elevadas, que si bien el gobierno de Dilma Rousseff disminuyó algunos escalones igual se han mantenido positivas en relación con la inflación y, fundamentalmente, a la paridad cambiaria. En esto último se encuentra la clave para entender la casi nula observación al impresionante atraso cambiario del real: tasas altas y moneda apreciada ha estado ofreciendo en una década una ganancia fabulosa en dólares, motivo suficiente para que bancos, calificadores y la ortodoxia local omitan que el país puesto como modelo registra un desequilibrio impresionante, que para cualquier otra economía regional la definirían como una bomba a punto de estallar. Una pregunta que facilitaría la discusión sobre el dólar en Argentina es por qué en Brasil con el megaatraso cambiario y el agudo déficit externo los “brasileños” no salen corriendo del real para refugiarse en el billete verde. Un interesante desafío de explicación para la ortodoxia.
En cambio, la actual paridad cambiaria argentina permite mantener en equilibrio las cuentas externas, y pese a ello aquí es imperturbable el sermón sobre el atraso cambiario como motivo para justificar las presiones sobre el mercado cambiario, que no comenzaron con el nuevo régimen de administración y control de acceso a la moneda extranjera, sino que se iniciaron en julio de 2007. Al evaluar con datos duros, ya no con subjetividades puestas al servicio de la disputa política-mediática, el tipo de cambio en su versión multilateral como bilateral respecto del dólar, y cuando se ajusta por salarios, se ubica en niveles por encima de los registrados en los noventa. Además con condiciones de la economía mucho más robustas que los vigentes en esos años: disminución de la deuda pública en relación con el PBI, baja deuda privada, mejores términos de intercambio, mayores niveles de productividad laboral, más reservas en el Banco Central y, además, apreciación cambiaria en los países vecinos.
A partir de esa base se abre la posibilidad de analizar con más rigurosidad el nivel del tipo de cambio real y el necesario sendero dinámico a transitar de la competitividad de la economía argentina.
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