“El director del Colegio Militar, Videla, firme, cuadrado, seguía haciendo la venia a su superior (…) El helicóptero presidencial estaba ya a setenta metros del suelo y el (entonces dictador) Lanusse, que miraba achicarse la figura inmóvil de Videla le dijo a su acompañante (…) ¡‘Mire qué pelotudo! ¡Vamos a llegar hasta las nubes y va a seguir haciendo la venia!”. El dictador, de María Seoane y Vicente Muleiro
“Ante esta realidad que aceptamos con patriotismo y espíritu de servicio, miramos consternados a nuestro alrededor y observamos con pena, pero con la sana rabia del verdadero soldado, las incongruentes dificultades en las que se debate el país sin avizorarse solución”... “El Ejército Argentino, con el justo derecho que le concede la cuota de sangre generosamente derramada por sus hijos héroes y mártires, reclama con angustia pero también con firmeza una inmediata toma de conciencia para definir posiciones. La inmoralidad y la corrupción deben ser inmediatamente sancionadas. La especulación política, económica e ideológica., deben de dejar de ser los medios utilizados por grupos de aventureros para lograr sus fines (…) “El orden y la seguridad de los argentinos deben vencer al desorden y la inseguridad. (…) “Así no cejaremos hasta el triunfo final y absoluto que será, a despecho de injustificadas impaciencias o intolerables resignaciones, el triunfo del país.” Jorge Rafael Videla, discurso en Tucumán, 24 de diciembre de 1975.
“En el ambiente militar, su apodo afectuoso es ‘el cadete’. ¿Por qué? Porque en la vida interna del Ejército el cadete es aquel que, pese al ascenso en su carrera, no abandona las austeras y correctas costumbres del Colegio Militar. El cadete Videla (…) es siempre igual: serio, preciso, pulcro, correcto, estudioso y firme. El cadete perfecto”. Bernardo Neustadt en la revista Extra, enero de 1978. Tomado del libro Decíamos ayer de Eduardo Blaustein y Martín Zubieta.
El Comandante en Jefe, Jorge Rafael Videla, habló desde Tucumán, donde estaba en acto de servicio. En la Nochebuena del ’75 pronunció el discurso que se extracta en el epígrafe. La arenga fue difusamente promocionada por los medios y se tradujo como un ultimátum de noventa días al gobierno de la presidenta María Estela Martínez de Perón. La relectura no incluye el plazo pero corrobora la interpretación. La ristra de autoelogios de la casta militar y el diagnóstico político no dejaban dudas. En cualquier caso, el golpe se produjo, no más, a los tres meses.
La Junta Militar asumía el mando. Por cojones, el presidente debía ser un integrante del Ejército, como lo serían sus sucesores. Adornar a Videla con las virtudes del soldado y reconvertirlas a dotes de estadista fue luego tarea de expertos: Neustadt fue uno de ellos, la cita indica cual fue su breviario.
Videla era hierático, prodigaba tics por todos lados, la sonrisa rehuía adornar su rostro y tenía visos de mueca. No era sencillo “venderlo” salvo adornándolo con una serie de virtudes genéricas e impersonales, corporativas le diríamos ahora. Calidades impostadas, copiadas de Billiken, varias de ellas francamente pavotas aunque funcionales para endulzar la moralina de “la opinión pública”. Y para contraponer a la desmesura, la chabacanería y la ambición que se atribuían a la dirigencia política. Hasta la verborragia podía ser pecado capital y el laconismo (consecuencia de la falta de ideas) podía difundirse como mérito. Las clases dominantes, si se mira bien, hacen lo mismo con sus integrantes.
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Uno de ellos: Mirado en perspectiva, Videla fue un protagonista preponderante de la dictadura pero jamás llegó a ser un líder, un político con alguna proyección ni nada semejante. Compararlo con otros dictadores criminales odiados pero también con seguidores como Francisco Franco o Augusto Pinochet sería imposible. Otra su dimensión, otra su proyección. ¿Habrán sido mayores sus ambiciones, alguna vez? El cronista intuye que sí y cree que no importa para la lectura histórica ulterior.
Las preguntas contrafactuales, podrá alegarse, son siempre interesadas e incomprobables sus respuestas. Así es, asume el cronista, y propone otra. ¿Hubiera sido muy distinto el devenir si el primer presidente del “Proceso” hubiera sido otro general, digamos Viola, Galtieri o Bignone? La repuesta subjetiva es que poco hubiera cambiado en sustancia. Algo pesan, siempre, las características del que comanda desde arriba… pero lo esencial de la dictadura hubiera quedado invicto.
En el contexto actual, que tipifica a ese régimen como una dictadura cívico-- militar, el cadete fue un engranaje de la máquina, tan esencial cuan reemplazable por otra pieza.
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Los pactos de sangre: La personalidad del represor Emilio Eduardo Massera fue su contracara. El entonces Comandante de la Armada era fanfarrón, mujeriego, con la ambición política a flor de piel, desbocado, soez. El dictador Leopoldo Fortunato Galtieri también fue extrovertido, borracho y tuvo lo que jamás lograron sus colegas de armas: un baño de multitudes, tan fervoroso como efímero.
Las diferencias personales son palmarias pero se diluyen en la perspectiva, supone el cronista: con el tiempo serán comidilla para contemporáneos o para especialistas. Prevalecerán en la memoria las características integrales de la dictadura. Los centuriones serán, de alguna forma, un arquetipo.
Los ejes que compartieron todos los que comandaron la dictadura (militares, empresarios de alto rango y prelados) fueron contados y consistentes.
El primero, talar de raíz la herencia nacional, popular y progresista. El estado benefactor, las leyes sociales y laborales pioneras, la capacidad de lucha popular, el poder de sindicatos y organizaciones sociales. Una sociedad avanzada, bien ranqueada entre socialdemocracias y populismos del siglo XX, una ciudadanía resistente y hasta jacobina. Una hidra de mil cabezas que se debían cortar, pues era impensable vencerla o domesticarla de otro modo. En ese plano podían discutirse instrumentos, hasta la política económica implementada por José Alfredo Martínez de Hoz. Pero los objetivos fueron, en sustancia, intangibles.
El segundo pacto, necesario para arrasar con el mejor pasado argentino, fue el terrorismo de estado como metodología. Podían colarse mejicaneadas, algún desborde de algún arma contra personalidades afines o tuteladas por otros uniformados. Desvíos trágicos y bestiales (repudiables como los demás crímenes) que no alteraron el criterio general y compartido. Sectores importantes del empresariado local y extranjero afincado en Argentina aportaron su colaboración. Instigadores, cómplices y encubridores surgieron de sus filas. Algunos se enchastraron las manos con sangre. Se investiga ahora, con buenas pruebas de cargo, si fue el caso de Carlos Blaquier o de Vicente Massot, que tendrán su juicio legal, tutelados por la presunción de inocencia.
El tercer pacto fue el silencio ulterior, el ocultamiento de pruebas, datos, nombres, documentos… La jerarquía de la Iglesia Católica fue cómplice esencial para este objetivo y formidable encubridora.
Cívica, militar y algo más fue la dictadura que el cadete gris presidió. Luego honró todos los pactos espurios hasta ayer mismo.
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En la cárcel: Murió a avanzada edad, en una cárcel común, condenado por crímenes de lesa humanidad. Como debía ser. De la pléyade de juicios que le iniciaron, solo uno llegó a sentencia definitiva según informa con habitual rigor el Centro de Estudios Legales y Sociales. Es uno entre tantos pero es bastante para decir que la justicia humana le llegó. El Juicio a las Juntas y su revalidación ulterior a 2003 juntan en ese logro a los ex presidentes Raúl Alfonsín y Néstor Kirchner, un símbolo que no viene nada mal.
Ni Videla ni sus aliados cívico militares pensaron en su momento que eso sería posible. Los vaivenes de sucesivos gobiernos democráticos parecieron caer a la impunidad plena. La puerta a ese infierno se abrió con las leyes de la impunidad del gobierno alfonsinista y el círculo pareció cerrarse con los indultos del ex presidente Carlos Menem. Pero la lucha inclaudicable de los movimientos de derechos humanos, con la vanguardia insuperable de Madres y Abuelas, mantuvo viva la esperanza que se concretó durante la presidencia de Kirchner.
Videla se va cuando los procesos judiciales (demasiado morosos, por cierto) se expanden por toda la geografía argentina. Se quiebran solidaridades políticas y judiciales. Las víctimas sobrevivientes (tras una atroz secuencia de zozobras y desaires) han recobrado autoestima. Su voz resuena: pueden contar su historia. Y, sobre todo, fueron testigos de cargo en todas las causas. Sus declaraciones, validadas en Tribunales, son el fundamento institucional de las condenas. El megajuicio de la ESMA (el centro con más sobrevivientes) es el punto máximo de ese avance histórico, aunque para nada el único. De la mesa de torturas, al rol de testigo calificado, las víctimas han sido protagonistas centrales de un logro (parcial, pero muy alto en la comparación mundial) de la sociedad argentina.
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Dónde, cómo y cuándo: Estela de Carlotto, que acostumbra hablar con sabiduría y templanza, expresó ayer que una muerte no debe traer alegría. Otras víctimas o ciudadanos reaccionan distinto, penando porque Videla murió comulgando o porque no llegaron todas las condenas. O viviendo emociones complejas, que mezclan tramos de alegría con las lágrimas o la dolorosa catarsis.
El cronista prefiere ser parco para transmitir sus irrelevantes sensaciones subjetivas en estos casos. Sí se anima a confesar que odió a ese tipo y a la dictadura que en su momento creyó interminable. También que, como tantos ciudadanos, sufrió la defección de la democracia y supuso que la impunidad había ganado la partida, en enorme medida. Desde 1987 las banderas no se arriaron, la pulseada se sostuvo dentro de lo posible pero el escenario de hoy era poco más que una utopía.
Por eso, cree atinado como cierre parafrasear a una gran intelectual y luchadora argentina, la entrañable psicóloga Silvia Bleichmar. Ya enferma, poco antes de fallecer, Bleichmar publicó un libro titulado “No me hubiera gustado morir en los ‘90”. El cronista, a su vez, piensa que no hubiera sido bueno que Videla muriera en los ’90, entornado de impunidad. Gris y olvidado, despojado del uniforme que deshonró, murió como debía morir, donde debía morir y en una época cuya mera existencia hizo todo lo posible por impedir.
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