No es que no estuviera en el memorial público. Sus imágenes –en la época misma de la proliferación de imágenes que nos acosan incesantemente– aún perduran. Brazo levantado señalando algo a la distancia –la preocupación estaba en ese brazo–, frases lanzadas con cierto intento de separar el período en sílabas percutientes, un poco implorantes, pero con trasfondo enérgico, en plena acción. Invectivas, chispeantes alusiones, advertencias, apóstrofes, solemnes invocaciones. En su último discurso en el Museo del Bicentenario, la Presidenta comparó la voz de Alfonsín con la voz de Perón. Mirando la cosa de cerca, no es tan así, pero vale la comparación. En ambos, además, un ligero temblor angustioso estaba en una cuerda interna de todo lo que decían. Parecían consejos paternalistas o advertencias coléricas, pero un coágulo final de angustia estaba encapsulado en ciertos pasajes más afónicos o tensos. Ahora, esta comparación puede tener varias interpretaciones. Me gusta una.
No se trataría sólo de ubicar el parecido –que a propósito de tantas cosas obvias no lo hay– apenas porque se estaba transitando la conmemoración de un tiempo idílico, el “pasaje de la dictadura a la democracia”. Esa época no es esta época, como un día anterior no es el actual día presente. Se estaba aludiendo a un momento –éste– profundamente delicado de la historia del país: el deterioro de la “hipótesis de la ciudadanía”, llamémosla así, con la que Alfonsín hizo toda su carrera y había quedado como un bien establecido de carácter común, un bien aglutinante de otros bienes, un ámbito gestador de derechos.
Toda voz puede compararse con otra y las diferencias no pertenecen sólo a las categorías del bel canto. También a las de la desesperación. Los líderes masivos, los que hablan a multitudes, temen íntimamente el desencanto, no están nunca seguros de que el abrazo imaginario al conjunto de almas no parezca de utilería o forzado. Alfonsín y Perón no tenían la misma idea de lo que en algún momento se comenzó a llamar sujeto social. Los trabajadores y la movilización en el primero, los ciudadanos y la utopía en el segundo. Pero como glóbulos dislocados, a cada momento escapaban de un lado a otro nociones del trabajador inmerso en derechos y del ciudadano atrayendo hacia sí el conjunto de las políticas sociales. No se los compara ahora a causa de haber mencionado la Presidenta al olvidado Grinspun, el primer ministro de Economía de Alfonsín, y su semejanza conceptual con Gelbard. Se los compara porque vivimos tiempos donde se clausuran formas históricas duraderas que hacen a la vida común, pues no se trata de ninguna manera de un gobierno o un ciclo político. Está en juego ya mismo la propia noción de ciudadanía, esa membrana viva que distribuye formas de acción, tipologías de la existencia, autoconvicciones éticas.
Por eso se engañan los que creen que esa mención presidencial a Raúl Alfonsín se debía solamente a un impulso conmemorativo, a la presencia de su hijo en la sala o de militantes de un sector de la juventud radical. Está en juego también la noción histórica de trabajador, y en esa doble extinción (eclipse parcial, catástrofe pasajera, como se la quiera llamar), no puede omitirse de un gran cuadro social que se periodiza no según vayan pasando gobiernos, sino según cómo circulen las imágenes de la justicia aprendida, vivida.
Hay un tejido cultural que se escapa, se escabulle, y que ya hace dificultosa la apelación sin aclaración ninguna del concepto de fuerzas populares, de orador público, de militantes, de politización de las expectativas mutuas. A Perón fue preciso bombardearlo para intentar desmigajar ese tejido. Hoy lo vemos, en viejos films en blanco y negro, esos desfiles ciertamente muy disciplinados, esos puntitos agitando pañuelos en las plazas, apiñados, o bien sorprendidos al principio en caminatas por avenidas con rústicas banderas e improvisados tamboriles, fijados por el fotógrafo levantando las piernas en gozosa caminata iniciática, pareciendo salidos de La ronda nocturna de Rembrandt en versión proletaria. A Alfonsín no hay método que no le hayan destinado para hacerlo trastabillar: tomas de cuarteles, desde luego, y por fin el refinamiento de forzar colapsos de mercado desde acolchados gabinetes financieros. Pero subsistió el canon del trabajador, mellado no obstante por las grandes modificaciones tecnológicas y los caprichos de lo que ya era la nueva globalización, y subsistió también el ciudadano, que es el trabajador pero en otras circunstancias. Con dificultades, quién lo niega. Porque también la triple revolución (tecnológica, comunicacional y publicística), llamada también sociedad del conocimiento, iba a generar un ciudadano menos sapiente sobre sus derechos –aunque aumentasen– y más reconcentrado en forjar su individuación, aceptando inyecciones de sensualidad imaginaria que le corresponderían, ya prefiguradas, y tornando ahora como mercancía distribuible lo que un filósofo recordable llamó el uso de los placeres.
Todo eso pudo concluir luego de un gran trabajo (“espectacular”), que suponía la hipótesis de la que no habían partido ni Perón ni Alfonsín ni Kirchner, que tomó algo de los dos, sin que nunca ese adosamiento fuera una suma mecánica. No era otra cosa que la cuestión de la seguridad, que no es un problema que no exista ni algo que no ocurra ni de aquellos temas frente a los cuales no haya que prevenirse. Pero el fondo legendario del concepto en las conversaciones y en la imaginería cotidiana triunfa respecto de las hipótesis del trabajador y del ciudadano. Puso de cabeza a las sociedades, como Marx decía que había hecho con Hegel. Obligó a los políticos que preferían los términos de liberación nacional, república social, emancipación o ecología, a cambiar su vocabulario. Obligó a bruscas sustracciones de herencias y memorias, deshistorizó discursos, modificó códigos civiles, dio poderes a policías que eran reproductoras de ilegalidades diversas, destinó recursos a nuevas penitenciarías que podían ser tomadas enteras por las redes de la era de la ilegalidad reproducida por una seudolegalidad. Las propias agencias de la ley, el comúnmente llamado “brazo de la ley”, tenía un freudiano inconsciente ilegal.
La disgregación de las expectativas sobre la vida en común y los órdenes sociales que se entremezclan en la contemporaneidad es producto de la neofeudalización de las identidades, desde las grandes corporaciones hasta el Día de la Doce. Nuevas formas de control electrónico a través de millones de pulsaciones informáticas –que han motivado hasta la protesta de los grandes bancos de datos, a la larga más importantes que las grandes financieras– conviven con suburbios urbanos desmantelados y vidas precarias. Una escena frente a un supermercado chino, donde tanto un comerciante como un saqueador pueden ser muertos, está inscripta en la escritura automática del colectivo policial, con su cuota de racismo, tanto en la ronda nocturna de los comerciantes como en la vigilia torpe del saqueador, reverso del “policía que no está”. La policía es un estado de saber, y lo que sabe es eso, la lógica intercambiable de su presencia y su ausencia.
Estas son viñetas que pueden soltarse a la manera de un gatillo fácil. Un límite que parecía que no se volvería a atravesar. Porque ¿quién es saqueador? ¿Quién es el actor de ese fin de la teoría de la ciudadanía y del trabajador? Nadie, pues no es una función social ni alguien que se haya preparado para ello. Es el hueco, la fisura última del agujero negro de la sociedad, la dialéctica entera de la última ratio policial. Tampoco quiere decir que la función policial tenga en su esencia la promoción de la ilegalidad para una acumulación primitiva que actuase en el control de poblaciones enteras. Pues si hablamos de reforma policial es porque puede retomase un camino, puede reunirse nuevamente la idea de Polis, donde ciudadanía y trabajador como figuras de fusión darían finalmente una policía democrática y con salarios adecuados y hasta, bajo ciertas condiciones, sindicalizada.
La reivindicación de Alfonsín no fue un hecho de pura nostalgia ni un acto partidario. Cualquiera haya sido el defecto o la flojera de los políticos invocados, en el nombre de cada uno, Perón, Alfonsín, Kirchner, se debe recordar el efecto constitucional, laboral y ciudadano de la democracia prometida y deudora. Esta tríada es un acto crucial del lenguaje para el restablecimiento de la forma compartida y abierta de la democracia, antes de que un desarrollismo lineal nos limite el pensamiento y antes de que, por otro lado, las políticas de seguridad canjeen nuestra ciencia cívica y productiva por los sucedáneos del miedo, que puede ser también el goce escondido de la globalización.
El discurso que homenajeó a Alfonsín trascendía al acto, no distinguible por ninguna característica más que le fuera inherente, salvo la siempre festejable presencia militante. Era un grito agónico. “Daré lo que pueda y lo que no pueda también.” Como se quiera verlas, aun se si eligiera criticarlas, son frases de fusión, por eso es pertinente en este preciso instante comparar las voces. La del que gobernó con la teoría de los trabajadores y el Estado, la del que gobernó con los ciudadanos y el cambio imposible de Capital, la del que gobernó con los jóvenes y descolgó retratos. Las voces se entremezclan y el tiempo las hará alguna vez una sola voz, más allá de las diferencias. Pertenecen al intento de rehacer la autonomía y libertad del trabajo y el ejercicio de la ciudadanía, haciendo sólo desde allí, sin impostación de metafísicas de derecha, que se trate el tema de la seguridad democrática.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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