El pedido de perdón del obispo de San Isidro Oscar Ojea Quintana a cuatro chicos de sectores vulnerables, abusados entre 2001 y 2005 por el sacerdote José Antonio Mercau, no fue un gesto espontáneo como pretendió el comunicado de la diócesis, sino consecuencia del juicio entablado por las víctimas, dijo uno de los abogados que llevaron la causa, Federico Casiraghi. El comunicado del Obispado atribuyó al proceso judicial el pago de una indemnización, pero presentó el reconocimiento de responsabilidad y el pedido de perdón como una iniciativa propia, inspirada por el Papa Francisco. No es así: las “medidas de reparación no pecuniarias” fueron el punto principal del reclamo de las víctimas, como consta en el acuerdo firmado el 27 de noviembre y homologado el 12 de diciembre por la jueza Marta M. Capalbo e incluyeron el compromiso del Obispado “de emitir un comunicado que exprese su voluntad reparadora”. El resto es una operación publicitaria de la Iglesia de San Isidro, a la que medios de comunicación de todo tamaño e ideología se prestaron con entusiasmo, compitiendo sólo en la selección de adjetivos laudatorios. Tampoco publicaron la cifra que el Obispado se comprometió a pagar a cada uno de los cuatro chicos abusados que se animaron a reclamar ante la justicia. El número de víctimas es más alto y el Obispado no hizo nada para reparar el daño inferido al resto. En el juicio penal, Mercau aceptó la calificación de corrupción de menores reiterada, en cuatro casos, abuso carnal reiterado, abuso sexual agravado por sometimiento sexual gravemente ultrajante y abuso sexual calificado. La causa está ahora en la Cámara de Casación bonaerense, porque ambas partes apelaron la pena de 14 años. Varios testigos dijeron que Mercau bebía mucho por las noches y tenía “los ojos enrojecidos y aliento a alcohol”. Así, “aprovechaba el poder que ejercía sobre los chicos y coqueteaba con ellos, los besaba en la boca, les tocaba los genitales por encima de la ropa; los desnudaba, les practicaba sexo oral y a su vez se lo hacía practicar; finalmente se hacía penetrar por los menores. En una oportunidad llegó a introducirle el dedo en el ano a uno de ellos”, se lee en el expediente de la justicia civil de San Isidro. Para los demandantes, “un comportamiento de esta clase en la persona de un sacerdote no hubiese podido perpetuarse ni prolongarse tanto en el tiempo, si su superior eclesiástico hubiese intervenido oportunamente sancionando o corrigiendo su conducta”.
Mercau estuvo el inusual lapso de dos décadas al frente de esa parroquia, hasta que en 2005 fue desplazado por el obispo Alcides Jorge Pedro Casaretto, luego de la denuncia de una docente, que había recibido el relato de un chico abusado al que le preguntó por qué lloraba. Otro de los pibes internados en el Hogar dijo que vio cómo el cura se llevaba a su habitación a uno de los cuatro denunciantes, quien regresó con un paquete de cigarrillos de la marca que fumaba el cura, un tesoro fuera del alcance de quienes no tenían ni para comer. Casaretto separó a Mercau de sus funciones, lo recluyó en un convento en Los Toldos y designó para reemplazarlo al sacerdote Julio Béccar Varela, quien tuvo un papel decisivo en el desenmascaramiento de Mercau. Varios de los chicos del Hogar tenían problemas de adicciones. Al declarar en el juicio civil, Béccar Varela dijo que pocas personas podían ingresar al Hogar y a los familiares de los chicos alojados allí Mercau no los dejaba pasar de la puerta. Los chicos vivían atemorizados y colocaban obstáculos en la escalera para que Mercau tropezara y supieran que se acercaba, agregó. Casaretto informó que había acompañado a las familias de las víctimas a realizar la denuncia ante la fiscalía por esos “pecados gravísimos que causan graves daños”. Béccar Varela (quien luego dejó el sacerdocio y se casó con una mujer) llevó a la parroquia un equipo laico de contención emocional para los chicos, con psicólogos y asistentes sociales. Ese equipo fue el que acompañó a los chicos a presentar la denuncia en la fiscalía y a un escrache al cura abusador ante el tribunal oral que lo condenó, porque la Iglesia intentaba ocultar el juicio. “Los chicos fueron estigmatizados y la comunidad no les creía, dado el ascendiente que tenía Mercau sobre su obra de pastoral social”, narra el abogado Casiraghi. Los testigos de concepto alabaron esa tarea e intentaron descalificar a los denunciantes. Una comerciante que fue catequista dijo que otro de los sacerdotes que acusaron a Mercau (que no es Béccar Varela) tuvo un hijo con una catequista casada, al que bautizó con el apellido del marido de su amante, sin reconocerlo como propio.
Casaretto no estuvo de acuerdo con la intervención del equipo de contención que rompía el pacto de silencio y terminó por cerrar el Hogar y abandonar a los chicos, luego de darles 500 pesos por mes a cada uno durante un año. Como la labor de los asistentes era encubierta como un contrato de locación de servicios, Casaretto los despidió sin reconocerles indemnización, cosa que terminó obligado a hacer ante los juicios que le iniciaron en la justicia del trabajo. Una de las trabajadoras sociales que atendieron a los chicos contó que uno de ellos se hacía pis en la cama para no levantarse, porque ése era el momento en que “el padre lo llevaba a su habitación”. También dijo que el cura era muy autoritario, les gritaba a los chicos y les imponía castigos, como dejarlos sin comer o suspender la salida de fin de semana, pero concedía privilegios a aquellos que seleccionaba por las noches. Una docente agregó que cuando los chicos se tomaban a trompadas, el insulto que se dirigían era “cogido por el cura”. Otra trabajadora social contó que cuando Mercau tuvo que declarar en la fiscalía de Pacheco, varios docentes le preguntaron llorando “por qué les había hecho a los chicos lo mismo que les había enseñado que estaba mal cuando les dio clase sobre abuso de menores”. Los docentes le escribieron a Casaretto cuestionando que en aquel momento Mercau tuviera un defensor particular y los chicos abusados no, y cuestionaron que en el convento de Los Toldos pudiera recibir la visita de menores. Plantearon que debían llevarlo a una cárcel común. Casaretto se enfureció con la docente que le entregó la carta, le preguntó si sabían qué les pasaba en una cárcel común a quienes habían cometido el mismo delito que Mercau y le anunció que quedaba despedida. La mujer lloró desconsolada. Le contestó que los docentes no sabían qué pasaba con los presos, pero que querían la misma justicia y la misma cárcel para todos. “No podía creer que su pastor y guía le respondiera de esa manera”, dijo. Durante la causa civil, Casaretto no perdonó chicana por hacer. Alegando que la citación para absolver posiciones había sido dirigida al Obispado de San Isidro y no a su apoderado legal, pretendió que “se dé por decaído el derecho a producir dicha prueba”. Si la jueza no lo hubiera rechazado, el proceso hubiera concluido con una derrota de las víctimas. Casaretto se negó a reconocer los hechos y con una fría actitud formalista sostuvo que no estaban probados. Cuando se presentó para oficiar una misa en el Hogar donde ocurrieron los abusos, los chicos le preguntaron si estaba de parte de ellos o de Mercau y “por qué no había ido antes a visitarlos”. Casaretto respondió que “como padre debía ocuparse de todos sus hijos”, dijo que esperaba que pudieran perdonar y les pidió que “oraran por la sanación de Mercau”, en una actitud que las víctimas consideran perversa. También intentó rehuir toda responsabilidad, aduciendo la autonomía funcional y jurídica del Hogar. En ese encuentro, los docentes le preguntaron por qué había permitido que Mercau permaneciera allí durante veinte años, si maltrataba a chicos y maestros. Casaretto respondió que nadie le había informado lo que le decían en ese momento. Una docente lo refutó y dijo que ella le había contado de los maltratos, un año antes de la primera denuncia por abuso sexual. El régimen de prisión domiciliaria en el convento de Los Toldos fue revocado cuando se demostró que el cura salía y se mostraba en Ricardo Rojas.
La actitud episcopal se modificó cuando Oscar Ojea Quintana sustituyó a Casaretto, en 2012. La jueza Capalbo, que tiene en su despacho una estampita del Papa Bergoglio, propuso una conciliación entre las partes. Pero el obispo se negó a concurrir al juzgado y sólo consintió recibir a las víctimas en su sede episcopal, para sustraerse a la jurisdicción. Los chicos aceptaron esa condición extorsiva, dada la asimetría de poder manifiesta y por su interés en las medidas de no repetición. En una audiencia a solas, Ojea Quintana les pidió perdón. Dijo que entendía el daño a la intimidad y a la comunidad que provocó el abuso sexual. Los chicos reprocharon “el maltrato y la complicidad” de su antecesor. El más decidido de los cuatro agregó que si Ojea Quintana no demostraba una conducta distinta, “pensaremos que es la misma mierda que Casaretto”. Ojea mantuvo un estoico silencio ante este preciso desahogo, actitud que el abogado Casiraghi considera sincera. A las demás audiencias sólo asistieron por el Obispado sus representantes legales, Martín Alejandro Sánchez y Hernán Alejandro San Martín. “El animar a los bautizados a comprometerse con la pastoral social de la Iglesia no implica que todo vaso de agua que se dé en nombre de Cristo pueda traer aparejada responsabilidad civil al Obispado o que el fiel que lo haga sea un mero ejecutor de la tarea eclesial”, escribieron, aguando la gravedad del crimen cometido. Agregaron que los vínculos en la Iglesia no pueden ser comparados a los que nacen de los contratos, porque “la fe es una realidad sobrenatural”. Entre las medidas no pecuniarias de reparación y no repetición, las víctimas pidieron que el Obispado publicara en algún periódico nacional un reconocimiento de su responsabilidad civil y un pedido de perdón; que la temática del abuso sexual y la Convención de los Derechos del Niño se introdujeran en la currícula de formación de seminaristas; que el Obispado estableciera un sistema periódico de control psicológico de los sacerdotes, sobre la inclinación sexual hacia menores de edad y que retirara las licencias sacerdotales a Mercau. El Obispado aceptó realizar el pedido de perdón, pero se negó a difundirlo en un medio de comunicación. Lo haría después, como si se tratara de un gesto voluntario, y en sus propias condiciones, que fueron de autoalabanza. También dijo que prohibiría el ejercicio del sacerdocio a Mercau, con independencia del proceso canónico en el que interviene el Vaticano. Los chicos reclamaron que se pusiera ese compromiso por escrito, porque no confiaban en la palabra. La diócesis adujo que ya existe una materia sobre el tema en la formación de los seminaristas y un protocolo de intervención, pero no los exhibió. Los chicos dijeron que desde su experiencia podían enriquecer esos instrumentos, pero el Obispado se negó. La jueza pidió que se notificara del acuerdo al Papa Francisco, para que no volviera a ocurrir algo semejante. Los representantes del Obispado se rehusaron y Capalbo no insistió. Recién después se pasó a negociar el monto de la indemnización. El reclamo era de un millón de pesos por cada uno, pero el Obispado aprovechó la situación de vulnerabilidad de todos ellos y contraofertó 600.000 pesos, a pagar en tres cuotas. La última audiencia “fue una burla”, sostiene Casira-ghi. Los abogados anunciaron que el obispo no firmaría el documento que ya habían acordado, que debían confiar sólo en su palabra. “Esto no es un confesionario sino un juicio en un tribunal”, replicó Casiraghi. El principal objetivo del Obispado fue evitar que se llegara a una condena y que su titular tuviera que firmar algún documento. Para presionar, el abogado San Juan dijo que tampoco estaba seguro de que pudieran pagarse los 600.000 pesos convenidos. Los cuatro chicos son hijos de padres separados, algunos alcohólicos, violentos, que los expulsaban de la casa. Algunos tienen hermanos que ejercen la prostitución y/o consumen estupefacientes. Uno vivió en la calle con su padre, otro en forma sucesiva con dos tías diferentes y con la abuela, un tercero era golpeado por la pareja de su mamá. En la actualidad, uno, que está en pareja, es bombero voluntario. Otro está desocupado, tiene novia y realizó cursos de computación. El tercero trabaja como tercerizado en el comedor de una fábrica. El último se casó, tiene una nena de dos años, y trabaja como empleado de maestranza y limpieza. Ninguno estaba en condiciones de extender el litigio por varios años más, sumados a los siete ya transcurridos del juicio penal y los ocho del proceso civil, de modo que terminaron por ceder. Presentar este sórdido episodio como un gesto altruista es pura hipérbole sin sustento en los datos reales.
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