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El país|Domingo, 6 de julio de 2014
TRAS LA CONDENA A LOS ASESINOS DE ANGELELLI, ARTURO PINTO LE APUNTO A LA PROPIA IGLESIA

“Las complicidades siguen existiendo”

El ex sacerdote que acompañaba al obispo de La Rioja en el momento de su homicidio celebró la condena de Luciano Menéndez y Luis Fernando Estrella a prisión perpetua. También recordó su tarea pastoral junto a Angelelli y la actitud de la jerarquía católica en aquel tiempo.

Por Ailín Bullentini
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Aquel vuelco en la ruta riojana 38, a la altura de Punta de los Llanos, donde murió el obispo Enrique Angelelli, significó un punto de inflexión en la vida de Arturo Pinto: hacía siete años que era sacerdote, varios más que había decidido dedicar su vida a la religión, y aquella tarde del 4 de agosto de 1976 todo cambió: dejó los hábitos, se casó, nunca más quiso volver a La Rioja y empezó a amasar un camino de resistencia con horizonte de Justicia. “Llegamos a esta sentencia por mucha lucha que desarrollamos todos juntos, todos los que conocimos a Angelelli, los que trabajamos con él, los que supimos siempre la verdad”, remarcó en diálogo con Página/12 un día después de que el Tribunal Oral en lo Criminal Federal de la provincia condenara a Luciano Menéndez y Luis Fernando Estrella a prisión perpetua. También advirtió que pertenece “a una Iglesia que tiene lastimaduras que todavía existen” y que “las complicidades que fueron más graves siguen existiendo”.

–¿Qué significa para usted que la Justicia haya condenado a Menéndez y a Estrella?

–Apareció la verdad, es un fallo muy importante, muy importante. Tuvimos algunas dudas de cuál iba a ser el final de esta película, porque aún hay complicidades que no desaparecieron, que persisten. Pero gracias a la lucha y al testimonio de toda la gente que declaró, quienes conocieron a Angelelli, que trabajaron con él, que supieron lo que sufrió, se pudo armar el rompecabezas que por momentos vimos tan difícil de armar.

Pinto fue querellante en el juicio y el primer testigo en declarar ante el tribunal. Le costó imaginarse aquel día de noviembre del año pasado que ésa sería la última vez que tendría que remover dolorosos recuerdos, desnudarse frente a quienes quisieron convertirlo en culpable de la muerte de su gran amigo.

–¿Cómo lo trató la Justicia durante los últimos 40 años?

–Declaré recién en 1984 y en Buenos Aires. Entonces pude evitar venir a La Rioja, donde a pesar de estar ya en período democrático no se habían terminado los peligros y temía que me pasara algo. Recién lo hice mucho tiempo después, luego del cambio de carátula de la causa, que impulsaba la investigación por el asesinato del obispo y el intento de matarme a mí, y muchas veces sentí que no estaban dadas las condiciones, que no podía sentirme seguro. En la mayoría de las veces la Justicia no fue comprensiva conmigo, con mi sensación de inseguridad. Hubo declaraciones en las que la pasé muy mal, me vapuleaban muy feo. En lugar de ser testigo, el principal testigo de los hechos, me interrogaban como responsable, me trataban como forajido. Creo que era una cuestión ideológica. Y sobreponerme a eso fue lo más difícil de toda esta resistencia. Me pasó no sólo a mí, sino a la mayoría de las personas que declararon como testigos en el juicio. Soy un sobreviviente, no soy el culpable, como quedó demostrado en la sentencia de ayer.

Buenos tiempos

–¿Cómo conoció a Angelelli?

–Fue él quien me ordenó en la parroquia de Villa Unión, donde yo siempre fui. Me convirtió en sacerdote en 1969 y me propuso ser vicario de la zona norte de la provincia. Debí mudarme a Aimogasta.

–¿Notó un cambio en la religión en la provincia antes de la llegada de Angelelli y después?

–Hubo un replanteo. El llegó en 1968 y su primer mensaje fue: “Acaba de llegar un hombre de tierra adentro que quiere identificarse con el pueblo”. Su intención desde un comienzo fue poner en práctica inmediatamente las conclusiones del Concilio Vaticano II, las consideraba como resoluciones a cumplirse en relación con el pueblo. Todas las actividades de la Iglesia desde la llegada de Angelelli a La Rioja tuvieron como luz, como meta, esas conclusiones. La gente aceptó mucho las propuestas del obispo. Eso, también, creó dificultades en otros sectores, que en poco tiempo empezaron a reaccionar.

–¿Cuáles fueron esas dificultades?

–Angelelli puso en estado de asamblea a todas las instituciones eclesiásticas bajo un gran interrogante: “Iglesia riojana, ¿qué dices de ti misma, cuál es tu misión?” y eso no gustó. El trabajo pastoral al lado del hombre concreto que nos propuso a los integrantes de su diócesis tampoco. Todo apuntaba a que accionemos frente a las injusticias: la propiedad latifundista de la tierra, la distribución inequitativa del agua y de los bienes de producción que estaban en pocas manos. Angelelli promovió la creación de cooperativas con entrega de tierras a quienes no tenían nada, quería repartir entre muchos las tierras indivisas que atesoraban unos pocos. Y esos pocos, acostumbrados a manejar y tener todo, se empezaron a molestar.

–¿Trabajaba con las autoridades gubernamentales en la redistribución de las tierras?

–Había diálogo con las autoridades. Lo hubo mientras hubo democracia, aunque no duró demasiado. El vicario general, el padre Esteban Inestal, hacía de puente entre la Iglesia riojana y el gobierno, al principio había muy buena relación, pero luego se fue cortando. Para el ‘73, ya era demasiado difícil. Algunos de los integrantes de los Cruzados de la Fe, el grupo de resistencia conservadora, eran familiares del gobernador, de Carlos Menem. Uno de ellos, su hermano César Menem, comisario de Anillaco, estaba muy rebelde contra la pastoral.

–Los primeros ataques no llegaron desde las Fuerzas Armadas, sino desde las clases dominantes.

–Sí, aunque con el tiempo empezaron a tomar cada vez más protagonismo, los primeros ataques fueron de los terratenientes. No era del gusto de estas personas, no era de su placer, la manera de trabajar de la pastoral de Angelelli. Así que empezaron a desnaturalizarla. Lo que hicieron con la cooperativa Codetral, en Aminga, lo continuaron con las otras: nos trataron de subversivos por querer mejorar la vida de los desposeídos. Nos trataron de subversivos, de marxistas, de querer desvirturar la fe original en la provincia. Nos acusaban de pretender imponer una idea marxista de distribución de la tierra de la provincia, el problema apareció allí, con la tierra. Le empezaron a decir a la gente que nuestra manera de trabajar con los hombres llevaba a una depresión religiosa con desviaciones ideológicas y que se trataba todo de una imposición del obispo rojo. Así lo llamaban a Angelelli.

–¿Conocían a Estrella, a Menéndez?

–Sabíamos de su existencia, pero no nos preocupábamos por ver qué hacían. Ellos sí, ellos se molestaban mucho por nuestra actividad. La persecución recrudeció mucho cuando llegaron los militares al poder, pero no es que las fuerzas militares estaban inmóviles. Sobre todo después de 1973, de a poco fueron tomando más atribuciones. Llegó un momento en que no había dudas de que eran ellas las que mandaban. Después de aquel año, las cosas se fueron poniendo cada vez más duras hasta que ya no se pudo más. Sabíamos qué estaba pasando en todo el país, sabíamos de la presencia de las tres A. Acá, las fuerzas conjuntas recorrían la provincia, nos controlaban, nos vigilaban. La empezamos a pasar mal, a pesar del aún estado democrático en el que vivíamos. Yo creo que siempre estuvimos en la mira. La cuestión se volvió definitivamente cruda después de 1976: prohibieron la transmisión de la misa radial, fueron ganando terreno los capellanes castrenses, nos acorralaron. Fue cuando Angelelli fue a entrevistarse con Menéndez que recibió más amenazas.

–¿Cómo reaccionaba Angelelli frente a los ataques y la persecución?

–Era un hombre de mucha firmeza, de mucha claridad. No era un tipo que descalificara a quienes lo perseguían, pero se defendía y nos defendía con firmeza. La imagen más fuerte que recuerdo de él es la que lo mostraba ataviado con todos sus atuendos de obispo, presidiendo misas y allí mismo defendiendo la postura de su pastoral abiertamente, con valentía. Nos daba ánimo permanentemente. nunca se amilanó, nunca se achicó por la persecución. De cada ataque sacaba fuerzas y nos animaba a no bajar los brazos.

–¿Presentaba una disputa a la jerarquía eclesiástica?

–En forma permanente. A nosotros nos informaba de los resultados de cada reunión que tenía con la Conferencia Episcopal. Y siempre nos advertía que las cosas estaban duras. Nosotros lo notábamos a veces muy triste. Se sentía solo dentro de la Conferencia, allí eran contados con los dedos de una mano aquellos obispos que coincidían con Angelelli. El obispo tenía muchas dificultades a ese nivel jerárquico, donde incluso lo trataban de rarito.

El fin

El lunes 18 de julio de 1976, Angelelli y los sacerdotes de la provincia esperaban la llegada de sus pares de Chamical, Carlos de Dios Murias y Gabriel Longueville, que estaban atrasados. Debían reunirse todos para participar de uno de los tantos encuentros que compartían desde la llegada del obispo. Las monjas del pueblo contaron que la noche anterior se los habían llevado. Tras hacer algunas averiguaciones, Angelelli trajo la noticia: “Los mataron”.

“Nunca dudó de que las muertes se trataban de lo mismo: querían ahogarnos, frenarnos –rememoró Pinto–. Fuimos a Chamical a organizar cómo seguiría todo allí sin Carlos y Gabriel y a consolar a la comunidad, que estaba muy asustada. El 3 de agosto estábamos allí reunidos los vicarios de la zona. Nos dijo que la cosa andaba fulera, andaba mal, que veía clarita una persecución sin retorno, orquestada y programada. Agarró un papel y dibujó un espiral, señaló un punto en su centro y nos dijo que ahí estaba él. ‘El que quiera irse puede hacerlo, a mí me buscan, pero no me voy a apartar’, nos aseguró. Le sugerimos la posibilidad de irse, pero se negó.”

–Al otro día por la tarde fue el choque. ¿Qué hizo usted después?

–A mí me trasladaron a Chamical, y de ahí a Córdoba. En ese segundo traslado recuperé la conciencia. Estuve internado un mes y medio y luego hice la recuperación en Villa María, donde vivía un hermano mío. Regresé a La Rioja para Semana Santa, con certificado de tratamiento psicológico que me permitió no ir a la comisaría a declarar. No bien puse un pie en la provincia me llamaron. Al cumplirse un año de la muerte de Angelelli pedí licencia a monseñor Vite, a quien los militares habían puesto en lugar de Angelelli. Cuando se cumplió el primer aniversario de la muerte de Angelelli, solicito licencia a monseñor Vite. Yo se lo dije a él: “Me voy porque sé que las cosas serán muy diferentes. Volveré dentro de un año para pedirle la dispensa definitiva”. Me fui a Río Negro, donde tengo familia y conseguí trabajo en una tercerizada de YPF. Al año volví para irme definitivamente.

Pinto vivió en la Patagonia, luego en el oeste del conurbano, donde se casó con quien hoy sigue siendo su compañera, y finalmente se estableció en Formosa. Allí sigue en contacto con la Iglesia, pero desde su condición de civil, en la pastoral indígena. “Si Angelelli viviera, seguro trabajaría con los pueblos originarios”, aseguró.

–El obispado de la provincia fue querellante en la causa, pero Angelelli denunció, quedó probado en documentos aportados por la propia Iglesia, que la jerarquía eclesiástica no lo apoyaba. ¿Qué efecto considera que tendrá la sentencia en la institución?

–Existieron complicidades serias. Hay sectores dentro de la Iglesia que han negado, guardado documentación, que hubiera sido muy útil para esclarecer hechos como el de la muerte de Angelelli. Si esos archivos que aparecieron ahora hubieran aparecido antes, tal vez habríamos ganado tiempo. La carta que aportó el Vaticano, ¿por qué no apareció antes? Pero las complicidades no fueron en este caso solamente. Hubo personas de la Iglesia, como los capellanes de los distintos lugares de detención, que fueron partícipes directos de detenciones y que colaboraron con la desaparición, la muerte y la tortura de mucha gente. No hay que lavarse las manos de eso. Yo no me siento responsable, pero sé que pertenezco a una Iglesia que tiene lastimaduras que todavía existen. Las complicidades que fueron más graves siguen existiendo y hay que reconocerlo. Angelelli decía que “somos de la Iglesia santa y pecadora”. El camino de reconocimiento es muy duro, pero sí es posible. La Iglesia es pecadora, pero si tiene ganas de conversión, lo va a hacer.

–¿Considera que la sentencia afecta la historia de la provincia?

–Esperamos que tenga una influencia política. Debería tenerla. Hubo presencia estatal durante la lectura del veredicto, los funcionarios llegaron sobre el final del juicio, pero tuvieron que aparecer. Creo que la decisión de la Justicia marca un momento, ojalá sea así.

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