En 1972 la Armada Argentina ordenó a sus oficiales formular declaraciones con información falsa con el fin de encubrir el fusilamiento de dieciséis presos políticos indefensos y respaldar la versión oficial del “intento de fuga” en la base aeronaval Almirante Zar. El dato consta en la declaración ante la Justicia del cabo que abrió las puertas de los calabozos, Carlos Amadeo Marandino, al que Página/12 tuvo acceso exclusivo. Es novedoso en boca de un marino, pero a nadie sorprende: se trata de la misma fuerza que instaló el mayor centro de exterminio de la ciudad de Buenos Aires y aún no se dignó informar el destino de un solo detenido-desaparecido. Aún más preocupante, sin embargo, es el presente de la Armada: en octubre del año pasado dos capitanes citaron a Marandino al Edificio Libertad para comunicarle la reapertura de la causa y anticiparle que lo tendrían al tanto de cualquier novedad. No sería un caso aislado: según pudo saber Página/12, el capitán de navío Juan Martín Poggi, subsecretario de Relaciones Institucionales que recibió a Marandino, tiene a su cargo una dependencia que en la jerga naval se denomina “Grupo de Contención” y funciona dentro de la Secretaría General Naval con el fin de asesorar a los camaradas en desgracia imputados por delitos de lesa humanidad.
Entrerriano, 58 años, chofer del agregado naval en Washington hasta diciembre de 2004, Marandino es el cuarto oficial de la Armada detenido por el juez federal Hugo Sastre, el tercero que aceptó declarar y el primero que rompió el pacto de silencio tan caro a los sentimientos de la familia naval. El cabo adelantó su retorno de los Estados Unidos cuando supo que se había librado su orden de detención. Se entregó manso en Ezeiza, fue trasladado a Chubut y el miércoles habló durante cinco horas.
El 16 de agosto de 1972, cuando los guerrilleros fugados del penal de Rawson fueron encerrados en calabozos de la base Zar, hacía seis días que Marandino había llegado. Tenía 22 años, era un cabo raso de Infantería pero cumplía funciones de marinería. Le tocó cubrir cuatro guardias, con compañeros distintos. La tercera fue el 21 de agosto. La última comenzó a la medianoche del 22. La formaban un oficial y cuatro o seis personas, dijo. Portaban pistolas 45, agregó. Otros dos oficiales quedaban detrás de un biombo, sentados, con dos ametralladoras. Un guardia se asomaba cada 15 o 20 minutos por las mirillas de los calabozos. “De vez en cuando venían señores oficiales de Infantería a dar recorridas”, puntualizó.
Los presos no hablaban. Se comunicaban por señas o golpes en las paredes. Para ir al baño salían custodiados por dos personas. Lo mismo para comer. Al comienzo comían en grupos de dos o de tres.
–¿Cuál fue el comportamiento de los detenidos durante sus guardias?
–Ningún problema, nunca.
–¿Gritaban, protestaban o hacían escándalo?
–En ningún momento. Siempre había silencio.
“Era todo normal” hasta las 3.15 de la madrugada, cuando ingresaron “los señores oficiales”. Eran cinco. “Caminaban bien, se expresaban bien, pero olían a alcohol”, subrayó. Dos vestían pantalón blanco y chaqueta azul, que identifican a “los navales, de marinería o de aviación naval.” Los otros tres, incluido uno robusto, uniforme verde oliva, color de los infantes de Marina.
“Estos señores oficiales parecía que venían un poco tomados de copas (sic). Me ordenaron desarmarme. Pensé que me había mandado alguna macana, entregué mi arma como me lo ordenaron”, contó. Un verde oliva le entregó las llaves de los calabozos y le ordenó abrirlos. “Abrí los calabozos y no mencioné nada. No los desperté”, aclaró. “Una vez cumplida la orden, me ordenaron que me retirara. Dije ‘sí, señor’ o ‘comprendido, señor’”, detalló.
Después escuchó que los detenidos cantaban el Himno Nacional. De inmediato “se escuchaba como que hablaban muy fuerte, muchos gritos”, hasta que “alguien gritó ‘¡se quieren escapar!’”. Después escuchó disparos de ametralladora, dos ráfagas, una pausa y disparos aislados de pistola 45. Cuando la balacera concluyó, el capitán Luis Emilio Sosa le ordenó “verificar el estado de los cuerpos”. Pese a su “estado de shock”, intentó acatar la orden. “Se sentía el olor a pólvora, había humo”, detalló. “Los vi en el centro del pasillo. Se sentían muchos quejidos de dolor.” Los fusiladores estaban ahí. “En ningún momento se fueron”, dijo.
“Hice dos o cuatro pasos y regresé. Temí por mi salud, por el shock de ver los cuerpos. Entregué mi armamento muy nervioso y confuso.” Luego “me llevaron a la enfermería y ahí me desperté en horas de la tarde. Me dieron un sedante para tranquilizarme. Era el más moderno de los militares”, agregó.
Recién al concluir su relato Marandino identificó a “los señores oficiales”: capitán Luis Emilio Sosa, capitán Raúl Herrera, teniente Emilio Del Real y teniente Carlos Guillermo Bravo. Los cuatro “portaban las dos armas: pistola calibre 45 y pistola ametralladora PAM”, detalló. Herrera está fallecido, Sosa y Del Real detenidos y Bravo es hasta ahora el único prófugo de la causa. Página/12 informó que vive en Miami y es dueño de RGB Group Inc., firma que lleva sus iniciales, factura millones de dólares y provee de servicios a las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos.
En mayo de 1973, Marandino fue enviado en comisión a Estados Unidos, hasta diciembre de 1975. Allí ascendió a cabo primero. “Me retiraron en 1975”, concluyó. Pese a los 32 años transcurridos, en octubre pasado la Armada lo citó al Edificio Libertad. Lo recibieron el capitán de fragata Angel Vázquez, de la Secretaría General Naval, y el capitán de navío Juan Martín Poggi, oficial de Inteligencia y subsecretario de Relaciones Institucionales. Le informaron que se había reabierto la causa y que “posiblemente iba a tener alguna mención (sic) de su supuesta intervención”. Poggi le anticipó que “quizás habría novedades después de las elecciones” y le dijo que lo mantendría informado. Le entregaron sus tarjetas, tomaron nota de cómo ubicar a su abogado Roberto Aguiar, pero nunca más se comunicaron.
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