Por Roberto Gargarella *
Notablemente, el debate en torno de la tensión “gobierno-campo” ha ignorado de modo sistemático una parte esencial a dicho conflicto, relacionada con lo que el derecho, y nuestra Constitución en particular, tienen para decir sobre el tema. La omisión es notable porque, desde el punto de vista jurídico –según me interesará sostener– el conflicto encuentra respuestas muy claras. La Constitución es, en tal sentido, una guía necesaria a la hora de definir mucho de lo que el Gobierno puede hacer y debe dejar de hacer, al mismo tiempo que (aunque este punto, debo decirlo, es más polémico) ella muestra por qué ciertos reclamos “del campo” son inaceptables. Es decir, leyendo e interpretando el derecho uno puede ver por qué, desde ambos lados, se están haciendo reclamos jurídicamente inaceptables.
Empiezo por lo primero, relacionado con la decisión del Gobierno de establecer un aumento significativo en las retenciones, a través de una resolución ministerial. Al respecto, el texto de la Constitución es claro a los gritos: ningún gobierno puede tomar decisiones de carácter legislativo a través del Poder Ejecutivo, tal como ha sido la costumbre argentina en los últimos largos años. Para condenar las normas así decididas, la Constitución señala, ante todo, que tales disposiciones están prohibidas “bajo pena de nulidad absoluta e insanable” (art. 99, inc. 3). La afirmación no puede ser más rotunda. Por si hiciera falta, el texto constitucional dedica otro artículo a prohibir las delegaciones legislativas (salvo en materia de administración o de emergencia pública, situaciones fundamentalmente irrelevantes para el caso que nos ocupa, art. 76). Y más aún, ella limita estrictamente la posibilidad de dictar decretos de necesidad y urgencia. Y no termina allí: ella sostiene que tales decretos sólo pueden ser considerados aceptables cuando “circunstancias excepcionales” impidan que el propio Congreso sea quien decida (circunstancias excepcionales que, por supuesto, no son las que hoy existen en nuestro “normalizado” país, en donde obviamente el Congreso se encuentra en condiciones de sesionar y legislar). Y por si todavía le quedaran dudas a alguno, la Constitución señala que en absolutamente ningún caso –ni siquiera en aquellas limitadísimas circunstancias excepcionales antes mencionadas– el Poder Ejecutivo puede establecer regulaciones en materia tributaria. Y por si todavía nos quedara alguna duda, debe aclararse que el aumento en las retenciones del caso no fue realizado ni siquiera a través de decretos de necesidad y urgencia –lo cual hubiera estado prohibido, aunque hubiera sido una violación constitucional más habitual—, sino a través de una resolución ministerial. Es decir, por cuestiones procedimentales, las medidas decididas por el Gobierno en materia de retenciones resultan, simplemente, nulas de nulidad insanable.
Dicho esto, y por otro lado, quisiera ocuparme del aspecto sustantivo –y ya no procedimental– del problema constitucional en juego. En tal sentido, sostendría lo siguiente: la Constitución no merece ser interpretada como poniendo límites a la posibilidad de que un gobierno decida, por los canales apropiados, su política económica, más allá de que dicha política sea liberal, conservadora, socialista, o alguna combinación de todas estas alternativas. El Gobierno debe tener las manos fundamentalmente libres en este respecto, y el Poder Judicial no debe aceptar ninguna invitación a invalidar planes económicos por más o menos progresistas que ellos sean. El Poder Judicial no puede ni debe reemplazar al poder político: él debe respetar las decisiones democráticas de las mayorías, democráticamente adoptadas. Pero, por ello mismo, porque la democracia debe tener márgenes de acción muy amplios para decidir sobre políticas sustantivas, es que resulta crucial que aseguremos estrictamente que tales decisiones sean tomadas con absoluto respeto por los procedimientos fijados por la Constitución.
Mi último punto es más especulativo, y tiene que ver con una pregunta. La pregunta es la siguiente: por qué es que el Gobierno y “el campo” no reconocen lo indiscutible, es decir, que es obvio que la Constitución le prohíbe al Poder Ejecutivo decidir del modo en que lo ha hecho (y lo obliga a recurrir al Congreso), del mismo modo que es obvio que los representantes del “campo” no pueden exigir que el Gobierno cambie su política económica, como si tuvieran un derecho constitucional a obtener ganancias extraordinarias a fijar, ellos mismos, el nivel de las retenciones que corresponde (aunque, por supuesto, “el campo” debe ser protegido en su posibilidad de criticar al Gobierno en razón de las políticas que aquél decida aplicar). Según entiendo, el sorprendente resultado con el que convivimos se produce como resultado de una práctica que lleva años, por la cual el Poder Ejecutivo y el “campo” se han habituado a actuar y decidir de espaldas a las instancias de discusión democrática definidas por nuestra Constitución. Ese es, finalmente, uno de los centros del problema: el Ejecutivo está acostumbrado a ver al Congreso como un mero apéndice o una molestia, mientras que “el campo” tampoco quiere recurrir al Congreso porque está acostumbrado a lidiar con un Ejecutivo dócil o simplemente cómplice de sus demandas.
* Doctor en Derecho, profesor de Derecho Constitucional en la UBA y la UTDT.
Por Vicente Palermo *
Querido Horacio: Agradezco, valoro y retribuyo el sincero afecto que expresa tu carta.
Me temo que has construido un muñeco de paja, lo has calificado de liberal y bautizado Tito Palermo, y trascartón te has dedicado a arrojar piedras contra él.
Pues bien, ese sayo no me lo pongo. En mi opinión, el liberalismo político no es ajeno ni a la voluntad política ni a la pasión ni al conflicto y no puedo, por tanto, compartir tu identificación del liberalismo con la sustracción de la política. Pero llego en este camino nomás hasta aquí. Si existen, los liberales a secas que se defiendan solos.
El diablo está en los detalles, y en el blend están todas la diferencias que importan. Por tanto, en lo que me atañe, y dado nuestro mutuo conocimiento, encuentro sumamente curioso que me despaches al purgatorio de los sustractores de la política y de la voluntad política. Te ves para eso obligado a hacer unos malabares muy desconcertantes. Tu carta es algo reiterativa: me calificás en tus escasas cuatro páginas de liberal media docena de veces y acompañás cada calificación con un solo argumento, invariable, y una sucesión de ejemplos. Me basta con el primero: “Ante un problema donde está en juego la cuestión nacional, el liberal pide sustracción del nacionalismo... Eso soluciona el conflicto, el restar del problema su condición de tal. Queda su osatura mínima. Sustraído el nacionalismo de la nación, queda en pie un árbol institucional, enjuto, la racionalidad en sí misma”. Juro estar convencido de que ésa ni vos mismo te la creés en lo que a mí respecta. Desde luego, no pienso como vos, porque no creo que “sustraído el nacionalismo de la nación” queden apenas unas instituciones y una racionalidad. Pero lo asombroso no es disentir contigo, lo asombroso es que creas que podés describir así mi forma de pensar y actuar políticamente. Me remito a debates bien conocidos, densos política y culturalmente, y a un librito que publiqué hace más de un año, Sal en las heridas, lleno de pasión y compromiso con nuestro país y en contra del modo nacionalista de proponernos identidad nacional. Lo que hacés es como si a mí se me ocurriera, por el hecho de que hablás de cooptación, por ejemplo, sostener que sos un seguidor de las modas actuales creyendo que toda política es populista y todo lo político es populismo.
No puedo sino rejuntar las perlitas de tus calificaciones; te referís a mi “lenguaje despojado, sustraído, robado de toda historicidad”, a mi “liberalismo” sinónimo de política neutra, inodora, insípida; a mi “ilusión liberal”. En la carta en la que, según vos, “en realidad” sustraigo la política, me refiero a cursos de acción diferentes a los que ustedes celebran o justifican en vuestra carta plenamente políticos, conflictivos, que suponen actores, tensión, lucha, historia, valores. La identificación que te das el lujo de hacer, entre lo político y el modo en que te gusta o creés necesario que lo político sea, se hace patente en la presentación final de tu dilema: hay que elegir, ensuciándose las manos, entre Kirchner que ataca a la oposición tildándola de nueva unión democrática, y ese lenguaje despojado, sustraído, robado de historicidad. En otras palabras, para vos, la elección es entre un Kirchner que, ya sabés (decís), “no supo sustraer el voluntarismo, el populismo, la mitología, el chicanerismo, el laclauismo, el significantevacioísmo, el avivatoísmo” y la nada. ¿Por qué no elegir entre ir a quemar iglesias o defender el matrimonio religioso y la educación católica en las escuelas? ¿O entre Chávez y los golpistas?
Tu dilema corre por tu cuenta; lo dolorosamente llamativo es que hagas como que no ves que mi posición, que podrá ser equivocada, es tan densamente política como la tuya. Tan llena de pasión y compromiso. En 1955, antes del golpe, no había quienes activamente lucharan por reformular el conflicto y el antagonismo argentinos. Ahora sí; no sé si somos pocos o muchos, pero estamos haciendo tanta política como ustedes.
La dimensión liberal –para usar tu palabra– en esto no está ausente, al contrario: presta especial atención a las formas en que el poder es gestionado, a los modos en que los conflictos se procesan y en que los adversarios se constituyen. Se importa mucho con cosas tales como la lentitud, la perplejidad, la prudencia, la mesura, el temple, necesarios en la acción con todo aquello, en fin, que te ha dado la real gana de denominar sustracción de la política y de la voluntad. Como ves, no te he dado de barato esta vez ni un tranco de pulga. Un fuerte abrazo, Tito.
* Sociólogo (UBA), investigador del Conicet.
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