El Malevo Ferreyra había fundado una corriente política que se llamaba “Horizonte Norteño”, Honor, al que calificaba de partido “itinerante”, o sea, apoyaba al que le parecía mejor, aunque siempre apoyó al mismo: el de su viejo jefe durante la dictadura y ex gobernador Antonio Domingo Bussi. Parecía el personaje cantado de una novela negra mediocre, el del malo que tiene cosas buenas, el lugar común del pistolero valiente que al final, en la realidad, se achica hasta el drama mezquino del personaje violento, acostumbrado al ejercicio impune del poder de vida y muerte sobre los demás, que no puede concebir que la justicia es igual para todos, incluso para él.
En 1986 fue absuelto por la muerte del “Prode” Correa. En 1988 fue acusado nuevamente por el crimen de un jefe de los “Gardelitos”. El cadáver del hampón, que estaba en la morgue policial, fue rociado con ácido y se perdieron todas las pruebas. El comando Atila, un grupo clandestino formado por efectivos policiales, había acudido en su ayuda.
En 1991 secuestró a tres ladrones en Salta, los llevó a Tucumán, donde los tuvo encerrados un día entero y después los fusiló en Laguna de los Robles. Fue condenado a cadena perpetua en 1993, pero en 1996 Bussi, entonces gobernador, le bajó la pena y pudo salir en libertad en 1998. “Es un hombre de la ley y el orden –dijo en ese momento Bussi, que seguramente se ha excedido, pero que revela en su encarcelación una conducta ejemplar–.” Volvió a estar preso y se las arregló para salir nuevamente.
El Malevo había hecho escuela durante la dictadura. Había aprendido junto a Bussi que quien tiene el poder, tiene todo. Había visto cómo se despersonalizaba a los prisioneros, cómo se los torturaba y cómo se los asesinaba. El que tiene el poder es más que las personas comunes. Es el ángulo primitivo sobre el que se basa la mano dura, el espíritu glorioso de los linchamientos.
Antes de fundar Honor, en 1999 tenía el partido “Fidelidad y Honestidad Republicana”, que era un sublema del partido bussista “Fuerza Republicana”, que llevó como candidata a diputada a su mujer, María de los Angeles Ferreyra.
En el ’93, cuando era juzgado por el triple asesinato, el comisario se fugó con ayuda de sus secuaces y se ocultó en un rancho de Pacará Pintado, en las afueras de la ciudad de Tucumán. Una vecina se quejó de que los caballos del prófugo invadían sus terrenos y se enredó a gritos y puteadas con la esposa del Malevo. La represalia no tardó en llegar. El Malevo juntó 30 hombres, balearon la casa de los vecinos, golpearon a toda la familia y los amenazaron de muerte.
Para algunos tucumanos, el Malevo era el héroe de la lucha contra la inseguridad. Un paladín de la ley, como dijo Bussi. La brutalidad como símbolo del orden y el progreso. Un hombre violento y descontrolado empujando el progreso. Una imagen que se propone todos los días en todo el país. El progreso de la mano de la brutalidad. También era la idea básica de la dictadura, de todas las dictaduras. No es tan casual que en este caso se entrelacen en la mismo figura.
Porque el pedido de mano dura encarna inexorablemente en esos personajes que actúan el lado oscuro de quienes la reclaman. Ellos hacen secretamente lo que les repugna a quienes lo aclaman. Y quienes después se horrorizan cuando la salvajada se hace pública. El Malevo fue el protagonista oscuro de ese pacto, igual que sus víctimas. Un pacto que está latente cada vez que “ciudadanos intachables” piden mano dura. Porque alguien tiene que hacer lo que ellos piden (lo que al mismo tiempo ellos no pueden o desprecian hacer porque son ciudadanos intachables). Es el reclamo para que alguien peor que los delincuentes actúe en sus nombres. Una forma de delegar la brutalidad y la violencia que está en ellos mismos. Por eso, el Malevo estaba convencido de que actuaba en nombre de los que piden mano dura. Y no se equivocaba. Era un producto de ese reclamo.
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