Todo hubiera sido más fácil para esta sociedad si la primera condena a Videla hubiera permanecido en firme. Se hubieran ahorrado casi veinte años de frustraciones. Toda la marcha atrás a la que fue forzado Alfonsín y que profundizó por voluntad propia Carlos Menem y mantuvieron en forma inalterable los gobiernos de la Alianza y los sucesivos de postcrisis, hasta Duhalde, fue una manera de prolongar una situación injusta que sensibilizaba sobre todo a las generaciones de jóvenes que se sucedieron desde aquel momento. Nuevas generaciones de militantes de izquierda, de peronistas y radicales se foguearon en las marchas por Juicio y Castigo.
La condena a Videla resignifica a esta democracia. Es como si la volviera a bautizar. No podía concebirse una democracia con Videla en libertad. Esa carga simbólica se convertía en una carga de dinamita contra la idea de democracia. O de construcción de una democracia verdadera, en un país que casi no tenía experiencias democráticas genuinas. Es difícil de comprobar si, como afirmó Videla, Balbín le pidió el golpe. Pero en esa época, no solamente radicales, sino también peronistas y hasta socialistas y de otras corrientes políticas de izquierda y derecha participaban en las decisiones golpistas. Era una forma de hacer política, desde antes de que existiera la guerrilla. Hasta podría decirse que esa forma de hacer política tuvo mucho que ver con el crecimiento de la guerrilla. Para ser justos habría que decir que también había políticos, como el Alfonsín que llegó a diciembre de 1983, que no habían tenido esos manejos, pero eran una minoría.
En un sistema básicamente hipócrita, la última dictadura militar fue su emergente más ominoso. Se había forjado un camino que llevaba indefectiblemente a ese desenlace. En los demás países de América latina había procesos similares con diferencia de matices. En todos, las Fuerzas Armadas se habían convertido, desde casi principios del siglo XX, en la casta que tutelaba y aprisionaba el juego político. No había ninguna posibilidad de cambio democrático o de gobiernos populares y bajo ese esquema se formaron varias generaciones. Ese también fue un camino casi inexorable. La última generación que se formó bajo ese esquema tomó las armas para romperlo.
Esta vez hubo generaciones que se han formado durante veinte años bajo el signo de esa carga simbólica, en la que una fuerza inasible y suprademocrática impedía que fueran juzgados los torturadores y violadores de la dictadura. Con la condena a Videla y los demás juicios, estas generaciones pudieron llegar a un desenlace positivo de sus luchas y esperanzas.
Así, con las condenas y los juicios, estas generaciones se constituyen en generaciones de la democracia. Son el escalón que permitirá mejorar lo que hay y lograr una democracia superior. Porque con sus luchas, junto a los organismos de derechos humanos y con la decisión política del ex presidente Néstor Kirchner de anular la legislación de impunidad, ellos pudieron derrotar a esa sombra suprademocrática que hacía que la democracia no lo fuera tanto.
Los presidentes y los políticos que obstaculizaron estos juicios estaban diciendo que la democracia es esencialmente injusta, que los delitos más horribles que se cometen desde el poder no pueden ser juzgados por sociedades democráticas. Esos dirigentes que se rasgaban las vestiduras por la democracia fueron sus peores propagandistas. En el fondo, y al igual que la mayoría de los viejos políticos del siglo pasado, no fueron realmente democráticos y formaron generaciones iguales a ellos o, como la de los ’70, totalmente opuesta.
En este caso, la condena a Videla es mucho más que un hecho judicial. La poderosa carga simbólica que implica se proyecta sobre toda la sociedad como una reivindicación de la democracia, porque se logró en democracia. Y además se materializa como un gran acusador de los que todos estos años trataron de impedirla hipócritamente en nombre de una democracia en la que no creen.
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