A Mauricio Macri le gusta el ajedrez porque, explicó, “es exacto”. Aunque la habilidad de colocar las piezas en el lugar adecuado y en el momento oportuno parece haber sido una condición familiar, un atributo que guió los pasos del ingeniero –todos los italianos, se decía, eran “ingenieri”– Giorgio Macri y lo hizo desembarcar el 6 de enero de 1949 en Buenos Aires, huyendo de las hambrunas de la Italia de la posguerra y de los partisanos que habían pasado a “il Duce” a mejor vida. El abuelo Macri quería que su hijo Francisco fuera ingeniero, igual que él. El muchacho también lo deseaba, pero ser pobre y universitario no era sencillo. Aun así, hizo lo posible: rindió equivalencias en el Colegio Nacional de Buenos Aires e ingresó a la facultad. La suerte lo pondría en la disyuntiva de estudiar o hacer sonar algunas monedas en los enflaquecidos bolsillos. Francisco (Franco) optó por la segunda alternativa. Consiguió trabajo en Sadop, Sociedad Anónima de Obras Públicas, una empresa, por supuesto, de italianos (la familia Scallera) que lo envió a endurecerse a los edificios que levantaba en Ciudad Evita. Después, Francisco –o Franco– fundaría Demaco, la primera de sus empresas, dedicada a la construcción y tomaría por esposa a Alicia Blanco Villegas. De esa unión nacieron Gianfranco, Mariano, Sandra y el que nos ocupa: Mauricio, un chico de ojos claros que vieron la luz –es un decir– el 8 de febrero de 1959, en Tandil, la ciudad en la que residía su abuela, uno de los personajes que, confiesa, lo marcaron.
Los hijos de Franco ya no pasarían necesidades. El jefe del clan, para darle razón al mito del self-made-man, había hecho una considerable fortuna, más que suficiente para enviar a Mauricio al Cardenal Newman, un colegio irlandés de niños de buen pasar. A los 18 años, Mauricio se recostó por primera ven en el diván de un psicoanalista: sus padres se habían separado y se volvió taciturno. Tampoco lo hacía feliz el mandato de concluir aquello que el padre se había visto obligado a abandonar. Los años que le llevó conseguir el título de ingeniero civil en la Universidad Católica “fueron una pesadilla”, recordó. El ciclo de aprendizaje lo completó con un curso en la Universidad de Columbia. El master le permitió al flamante ingeniero internarse en el mundo de las finanzas. Casi al mismo tiempo (1981), se casó en la iglesia del Pilar con Yvonne Bordeu, madre de sus tres hijos: Jimena (23), Agustina (19) y Francisco –en homenaje a Franco– (16). El matrimonio duró nueve años y Franco (su padre), en una intromisión de neto corte freudiano, aventuró: “La convivencia con dos padres separados aceleraron su casamiento. Tanto él como Ivonne Bordeu, su primera mujer, eran muy jóvenes. El peso de su responsabilidad y obligaciones era tan grande que nunca tuvo la experiencia de sentirse libre y disfrutar la vida propia de un joven”. Puede que por esa razón, Franco tratara luego de demostrarle a su primogénito que nunca es tarde.
Franco subraya siempre y con llamativa insistencia que Mauricio se hizo de abajo: comenzó como analista de Sideco, ascendió a senior y se convirtió en “controller” de la empresa; en 1985 fue designado gerente general de Socma Inversora; en 1987 alcanzó la presidencia de Sideco Stone y Vipcom y la vicepresidencia de Fernando Marín Producciones Publicitarias. El Grupo Macri era ya un imperio. Antes del golpe militar de 1976, contaba con 7 empresas; a principios de los ‘80 las perlas se habían multiplicado como los panes y los peces y sumaban 47. Con el mismo ritmo había crecido su deuda externa, unos 180 millones de la que zafó estatizándola mediante los seguros de cambio. Pese a ser enemigos declarados del Estado-elefante, el Estado argentino no tomó represalia contra los Macri: benefició al grupo con la promoción industrial (Fenargen e Itron), contratos con Sideco (Central de Atucha, Salto Grande, Puente Posadas-Encarnación) y en 1979 con Manliba, la recolectora de residuos que haría historia. En 1989, el grupo aportó más de 1,2 millones y una docena de autos marca FIAT a la campaña presidencial de Carlos Menem. A cambio, entre otras cosas, colocó un intendente, su antiguo empleado, el profesor Carlos Grosso, que llevó a Manliba a su máximo esplendor. Andando el tiempo, el Grupo revelaría que no terminaba allí su enorme capacidad para colocar a sus hombres en puestos clave: por las sucesivas secretarías o subsecretarías de Planeamiento y Obras Públicas, según señaló Claudio Lozano, pasaron Horacio Escofet, Guillermo Fanelli Evans o Edgardo Gastón Plá, ex ejecutivo de Civilia Engenheria, de Brasil, y de Sideco Americana, de Chile.
A Mauricio la vida no le había prometido un jardín de rosas: el 25 de agosto de 1991 lo secuestraron. El ministro del Interior José Luis Manzano hizo lo indecible para su liberación; mucho más hizo su padre, Franco, que pagó un rescate sideral en pesos-dólares. Se especula que entre 6 y 20 millones que no pudieron impedir un recrudecimiento de su antiguo síndrome de Wolff-Parkinson-White, una taquicardia paroxística que solía tenerlo a mal traer. Las desventuras no habían terminado, 1993 le aportó más sinsabores: el juez Carlos Liporace lo procesó por contrabando calificado, una historia inverosímil sobre autopartes que regresaban convertidas en automóviles importados. La Suprema Corte lo advirtió a tiempo y lo sobreseyó. Su caso fue uno de los que tuvo en consideración el Parlamento para pedir el juicio político a Julio Nazareno. El 3 de diciembre de 1995, apenas unas semanas antes de casarse por segunda vez, con la modelo Isabel Menditeguy, ganó la presidencia de Boca Juniors con más del 50 por ciento de los votos. Franco, su padre, se encargó de hacer público que no compartía la decisión; de todos modos, le colocó como escudero y estratega a Orlando Salvestrini, un hombre de su riñón, ejecutivo de Itron (encargada de las facturas de ABL) y del Correo, cuya concesión dejó al Estado un “pufo” de más de 200 millones. Mauricio Macri modernizó a Boca. “El cartonero”, como lo llamó Maradona, construyó palcos nuevos; sacó de la manga a “La Xeneixe”, el fondo que administró la compra y venta de jugadores y acabó disolviéndose por ser un mal negocio para el club y una buena oportunidad para sus integrantes; propuso que los candidatos a dirigir la entidad fueran ricos para responder con su patrimonio.
Recién el 1° de febrero de 1997, el ingeniero comenzó a hablar de su futuro político. “Todos los que podemos darnos el lujo de hacerlo a manera de contribución para el país (...) tenemos la obligación de ocuparnos de la política”, dijo, y prometió que su debut tendría lugar una vez finalizado su compromiso con Boca. Pero el ingeniero es olvidadizo y en 2003 se limitó a pedir licencia en el club para competir por el gobierno de Buenos Aires. Perdió en el ballottage. A los porteños no le gustaban sus declaraciones sobre cartoneros, piqueteros u homosexuales. “Es una enfermedad. (...) –había descubierto–. El mundo nos ha hecho para que nos juntemos con una mujer. Está bien que es más cómodo. Se puede ir a jugar al tenis y después se puede ir a... Todo con el mismo tipo”. Ayer, por el contrario, la mayoría de los vecinos de la Capital le dio su voto. Ganó apenas una banca, no la Jefatura de Gobierno, pero puede aspirar a más ¿O acaso los medios y el Milán no hicieron felices a los italianos propulsando a Silvio Berlusconi?