Apenas frustrada la fuga del penal de Rawson, frente a un juez y decenas de testigos, el capitán de corbeta Luis Emilio Sosa dio su “palabra de honor” ante los guerrilleros sitiados en el aeropuerto de Trelew. Volverán al penal, prometió. A mitad de camino el colectivo se detuvo. Cuando arrancó hacia la base Almirante Zar, el honor de Sosa se hizo añicos. Una semana después, junto con el teniente de navío Roberto Guillermo Bravo, pasó a la historia por encabezar el fusilamiento que el gobierno de Alejandro Lanusse publicitó como un enfrentamiento con 16 muertos y tres moribundos de un lado y ningún rasguño del otro.
Luis Emilio Sosa nació el 18 de enero de 1935. Tenía 20 años cuando la Armada bombardeó Plaza de Mayo y 21 cuando egresó del Comando de Infantería de Marina. El 15 de agosto de 1972 encabezó al grupo de marinos que sitió a los 19 guerrilleros de tres organizaciones armadas que no alcanzaron el avión para concretar la huida. Cuando Mariano Pujadas pidió que un médico constatara la salud del grupo, porque “tenemos experiencia sobre la forma en que hemos sido torturados”, Sosa simuló asombro:
–¡No lo voy a permitir! –reaccionó.
–No estoy diciendo que usted sea un torturador. Pero, le repito, tenemos experiencia. En otras oportunidades la policía nos aseguró que no seríamos torturados y sin embargo hemos sufrido torturas.
Luego un médico revisó a los militantes y Sosa dijo garantizar el traslado al penal. Poco después el mundo supo del valor de su palabra.
El segundo hito de su carrera se concretó una semana después. Según su propia versión (ver la revista Marcha, 8-9-72), Pujadas le dio un golpe de karate que lo tiró al suelo, le quitó el arma pero con pésima puntería: no hirió a nadie. Sosa logró zafarse y ordenó reprimir a los guardias atónitos. Pese al riesgo de herirlo vaciaron sus cargadores hasta matar a 16 guerrilleros y dejar moribundos a otros tres. En medio de la balacera, ni de refilón Sosa recibió un tiro. Luego los tres sobrevivientes contaron la historia real: los hicieron formar en dos filas, al costado de los calabozos y los fusilaron a mansalva con ráfagas de ametralladora.
El 30 de abril de 1973 el general Lanusse envió al capitán Sosa a Estados Unidos, becado y con sobresueldo, para instruirse junto a los infantes de marina norteamericanos. En 1974 su abogado, Jorge Carlos Ibarborde, informó como domicilio de sus defendidos Sosa y Bravo la Agregaduría Naval Argentina en Estados Unidos, en el 1816 de Corcoran Street, en Washington. “Los paraderos de Sosa y Bravo son de los secretos más celosamente guardados por la Marina hasta hoy”, publicó el diario Noticias ya en agosto de 1974.
Desde entonces circularon infinidad de versiones sobre su paradero: en Estados Unidos con identidad falsa, en Centroamérica, visto en Buenos Aires durante la guerra de Malvinas, agregado militar en la embajada argentina en Honduras, anclado en Puerto Belgrano, gozando de una vejez silenciosa y, por qué no, muerto. Sus destinos durante la última dictadura también son un misterio. Una versión indica que el jefe de la ESMA Jorge Acosta lo expuso ante un grupo de cautivos como ejemplo entre los precursores de la aplicación de “métodos antisubversivos”. Se retiró como capitán de fragata en marzo de 1981. Ningún juez, hasta el viernes, había ordenado su detención. Ayer pasó su primera noche en prisión.
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