En días pasados se ha iniciado –o más bien ha retomado vigencia– el debate sobre el uso de las cámaras ocultas en los medios de comunicación y su justificación y validación. Alrededor de este dispositivo existe un gran conjunto de cuestiones y matices pero, sin lugar a dudas, el primer punto a considerar es si se ha tratado de un caso de investigación periodística o si sus contenidos son más bien propios de un programa de espectáculos. A partir de allí pueden cuestionarse los marcos éticos o normativos.
En términos periodísticos las reglas de autorregulación suelen aconsejar que la utilización de cámaras ocultas se considere un recurso de última instancia que sólo es admisible cuando el registro periodístico no puede ser obtenido por otras vías y requiere la presencia -como justificación- de razones de interés público.
Según el código de prácticas de la prensa inglesa, por ejemplo, esto abarcaría hipótesis aplicables a situaciones tales como: a) detectar o exponer un crimen o una conducta seriamente impropia; b) proteger la salud y la seguridad pública; 3) prevenir al público de ser engañado o defraudado por una acción o afirmación de un individuo u organización. En este posible contexto y posiblemente sólo en él, es que quizá sea justificable que el periodista oculte su condición de tal y se haga pasar por otra cosa. Pero es imprescindible hacer énfasis en quién realiza la acción: es el profesional, el periodista, quien disimula su condición y es él mismo quien toma conocimiento de ciertos hechos de interés público. Al ser el periodista el que hace uso de estas prácticas, es por lo tanto de quien se debe esperar el cumplimiento de estándares éticos.
Otra de las tantas cuestiones a dirimir es si los profesionales de la prensa deben poner en conocimiento de las autoridades que habrán de realizar una cobertura periodística en estas condiciones. Nada indica que deba ser así para validar la actividad realizada si el interés es periodístico. Muchos profesionales defienden a ultranza no tener ningún punto en contacto con las autoridades cuando realizan sus investigaciones. Y está bien que así sea. Pero, en tal caso, nada de ello podrá o debería ser tomado por cierto y válido como prueba judicial si se la recoge en violación a las reglas de procedimiento que garantizan el derecho de defensa de quien resultara comprometido por las imágenes y las grabaciones. Y sobre los contenidos relacionados con la vida privada, el principio general es que sólo las intromisiones arbitrarias pueden generar responsabilidades ulteriores.
Ahora bien: ¿Qué pasa si el contexto no es periodístico? ¿Y si fuera un espectáculo de interés general? Si la finalidad no es registrar hechos sino construir los acontecimientos: ¿Qué reglas éticas caben? ¿Existen? ¿Permiten utilizar cualquier recurso? ¿Se puede admitir que los contenidos no periodísticos tengan principios de autorregulación éticos y estéticos más relajados que los que se pretenden para el periodismo? ¿Cómo los profesionales del periodismo podrían considerar que sus labores de investigación sean asumidas por quienes no tienen experiencia o preparación profesional? ¿Cómo hacernos cargo y discutir si niños, niñas o adolescentes pueden ser comprometidos en imágenes que los vinculan a prácticas que sugieran su explotación de cualquier forma? ¿Qué decir de la estigmatización de la mujer? ¿Es razonable que el hilo se corte por lo más delgado y quien sufra primero las consecuencias de lo hecho –a título personal y con riesgo de procesos penales– sea quien aparece en cámara? ¿No es ya hora de que los periodistas cuenten con cláusulas que les permitan mantener indemnes sus principios (los cuales no deben estar fijados por una ley) frente a las empresas? ¿Es dable pensar lo mismo respecto de la actividad publicitaria y que los trabajadores creativos tengan también cláusula de conciencia?
No es el caso pretender la promoción de un debate sobre tribunales de ética o leyes que impongan ni principios éticos obligatorios ni restricciones a la libertad de expresión, como posiblemente surgirán iniciativas al respecto como reacción desde algunos sectores. Sí parece menester invitar a que los debates sobre contenidos, estéticas y estándares que pongan en juego los derechos y obligaciones de los trabajadores de los medios, de las empresas de medios de comunicación social y los derechos de los públicos –el plural es adrede– sean menos espasmódicos y muchísimo más visibles. En el año 2004 el Comité para la Eliminación de la Discriminación Racial de las Naciones Unidas le “recomendó” en su informe individual a la Argentina que tomara medidas para combatir la propaganda racista en los medios de información y nadie parecía asumir que ello importa la discusión de qué se emite y quién lo decide.
Quizá sea necesario insistir respecto a que no es posible contemplar como solución salir a hacer leyes sino visibilizar las cuestiones y discutirlas escuchando la polifonía de voces de nuestra sociedad, y no acallándolas como si nada ocurriera. La Corte de los Estados Unidos ha dicho –en el que sea posiblemente el caso más famoso de radiodifusión (“Red Lion vs. FCC”)– que “es el derecho de los oyentes y televidentes, y no el derecho de los radiodifusores, el que es supremo en el caso”. Con más pluralidad, más debate y más derechos para los públicos las cosas deberían ir mejorando.
* Doctor en Comunicación. Abogado. Docente e investigador. Ex vicedecano de la Facultad de Ciencias Sociales UBA.
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