Una mención de Cristina Kirchner a la necesidad de una ley de ética periodística devolvió a la superficie el debate sobre deontología profesional. Descartada como analizable la riesgosa hipótesis de que el Estado legisle sobre el tema, se presenta la oportunidad de analizar la utilidad de códigos de ética dictados por empresas, colectivos o sindicatos, definidos como autorregulatorios.
A la luz de experiencias nacionales e internacionales, podríamos concluir que la incidencia de esos textos es inversamente proporcional a la ambición contenida en sus postulados. A mi juicio, por dos motivos centrales.
1. Buena parte de lo prescripto son cuestiones evidentes, de las que antes que los códigos de ética se ocuparon los códigos penales y civiles.
2. Los aspectos más debatibles y menos (o no) judicializables forman parte de una letra que se torna inocua en momentos críticos, o que se presenta tan rígida que no contempla realidades que merecen consideraciones diferentes.
Sobre el primer punto, resulta obvio que ningún texto que fije pautas de comportamiento para periodistas se arriesgará a contradecir un ordenamiento jurídico democrático. Plagiar, mostrar el rostro de un niño sin permiso, violentar la intimidad, espiar a las fuentes o a colegas, agraviar a una minoría o inventar un testimonio motivan sanciones judiciales o administrativas de distinto grado.
En cuanto a los aspectos más debatibles e interesantes, muchos artículos, lejos de “orientar” comportamientos (la opción de mínima que los defensores de códigos de ética suelen enarbolar), terminan condenando a periodistas que ejercen la profesión en condiciones desventajosas, mientras permiten a quienes manejan más dinero, poder y relaciones sortear todo incumplimiento formal.
Varios son los ejemplos acerca del punto de fuga a la hora de la verdad, cuando las prescripciones de los códigos se tornan inocuas. Uno notorio se dio en Estados Unidos, donde todo medio de calidad que se precie de tal enarbola su código de ética, pero ello no evitó que The New York Times (NYT) o The Washington Post (WP) actuaran como vehículos de la falsa versión de George W. Bush sobre las armas de destrucción masiva de Saddam Hussein. En consecuencia, en 2002-2003, en la nada quedaron el doble chequeo de datos, el off the record sólo como excepción y la debida distancia con las fuentes, un “abc” de las autorregulaciones.
Los ejemplos también recorren Europa. Periódicos referentes han evidenciado en años recientes bruscos cambios de postura en función de las alianzas políticas y económicas de sus empresas editoras, atenuados recién cuando se quejaron los lectores. Se trata del famoso contrato de lectura, antes que de cualquier otra cosa, y que también llevó al NYT y al WP a encabezar más tarde el esclarecimiento de las mentiras del Pentágono sobre Irak.
No todo son grandes trazos editoriales que llevan por delante pretenciosos artículos. Por caso, los códigos suelen dedicar uno o varios puntos a prohibir que los periodistas se ocupen de conseguir pauta publicitaria.
Este principio así declamado cabe tanto a los periodistas que trabajan, por ejemplo, en Goya o Berazategui, como a los rostros más conocidos e influyentes de Buenos Aires. De acuerdo con la norma, los primeros se verían forzados a lograr uno de los pocos puestos formales que se ofrecen en sus ciudades o a resignarse a abandonar la profesión, ya que en cierta parte de la Argentina, el acceso a un micrófono o a una página va atado a conseguir el auspiciante.
Por el contrario, editores reconocidos tendrán siempre a mano ofertas de productoras para gestionar los más variados formatos para multiplicar sus ingresos (boletines, asesorías, charlas, etc.) y que les permitirán salvar todo incumplimiento en las formas. Dicho esto, abundan ejemplos de periodistas que se desempeñan en mercados reducidos y abusan al amparo de la “necesidad” de conseguir avisos, así como de importantes editores que escapan a maquillajes para hacer negocios.
Hace dos años, dado que tiempo atrás corredacté un código de ética, le pregunté al colombiano Javier Darío Restrepo, experimentado editor y experto en deontología, si estos textos no estaban condenados a transformarse en ornamentos. Me respondió que ello podría ocurrir, pero que, aun así, serían útiles como un “faro” orientativo. Si ése es el objetivo, cabe preguntarse entonces si no son mucho más convenientes y sinceras breves declaraciones de principios que den cauce a un medio o a un colectivo, antes que detallados artículos destinados a ser burlados.
Por lo demás, una mejor formación de los periodistas, la desconcentración del mercado, medios públicos ejemplares, instituciones como el defensor de las audiencias, controles cruzados, decálogos breves, sindicatos activos y algún tipo de derecho a réplica aparecen como herramientas genuinas que contribuirían a cometer menos pecados.
* Periodista en Ambito Financiero y docente en UCES.
@sebalacunza
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