Luego de haber concretado diversas citas por Internet, una mujer define esas experiencias en términos de “casting amoroso”. Se había sentido examinada, comparada con lo que se esperaba de ella, sometida a una prueba de evaluación. La palabra casting, utilizada clásicamente para la elección de modelos o de actores en vistas de una producción, hoy extiende su empleo a otro tipo de situaciones. Escuché hace poco a alguien decir, luego de una pronta decepción tras el casamiento, que se había equivocado en el casting. El vocablo es inglés y nomina la fundición, el molde, la forma, el elenco, el enyesado y también el vaciamiento.
Alguien podría decir que siempre buscamos al otro de acuerdo con un molde previo, que tenemos patrones, que nos interesan determinadas características, que preferimos determinadas cualidades. ¿No dice el psicoanálisis que existen rasgos de fijación que dirigen la orientación hacia determinada persona y no a otra? Sin embargo, tales adhesiones son inconscientes y se distancian de las del casting donde, por el contrario, intentan ser calculadas y sometidas a control. Lacan nos dice que el amor es contingente, no planeado; hay siempre un misterio, enraizado en que en la atracción hacia el objeto amado hay algo inexplicable que trasciende en mucho lo evaluable de sus atributos. Al respecto expresa Roland Barthes: “En ¡Adorable! ninguna cualidad cabe, sino solamente el todo del afecto. Sin embargo, al mismo tiempo que Adorable dice todo, dice también lo que le falta al todo, quiere designar ese lugar del otro al que quiere aferrarse especialmente mi deseo, pero tal lugar no es designable, de él no sabré jamás nada, mi lenguaje tanteará, balbucirá siempre en un intento de decirlo, pero no podré nunca producir más que una palabra vacía, que es como el grado cero de todos los lugares donde se forma el deseo muy especial que yo tengo por ese otro” (Fragmentos de un discurso amoroso).
El casting amoroso rechazaría esta verdad del amor. Sören Kierkegaard (Las obras del amor) dijo que definir la esencia del amor es tan difícil como definir la esencia de una persona. Es que el amor bordea ese núcleo innombrable, inexplicable en la lógica de la evaluación. Barthes advierte que tratar de escribir el amor es afrontar el embrollo del lenguaje y sus confines: esa región donde el lenguaje es a la vez excesivo y al mismo tiempo escaso; excesivo por el ímpetu emotivo, escaso para dar cuenta adecuadamente de tal desborde. Y Kierkegaard le escribe a Regina Olsen que “todo lo que se escribe no es sin embargo más que un débil murmullo”.
Cuando se trata de convencer a un enamorado de la no conveniencia del objeto amado, se comprueba que es inútil, ya que la atracción no contempla razones. Y quizás en tal “inutilidad” se revela el corazón del amor, incomprensible en términos de costo-beneficio. No ocurre lo mismo cuando se tasa un producto. Sin embargo, en el casting se buscan determinados atributos y los sujetos se ofrecen cual mercancías, como valores de cambio. De ahí la depresión cuando ellos advierten de su lugar como objetos desechables: no ser el producto buscado.
Karl Marx (ver recuadro) describió que uno de los rasgos fundamentales del capitalismo es la sustitución del valor de uso por el valor de cambio y que ello se extiende al campo de las relaciones personales (Manuscritos económico-filosóficos). Lacan ha tomado conceptos de El Capital, jerarquizando en Marx al analista lúcido, inventor del síntoma antes de Freud. Lacan anticipó una época, al destacar en esa obra lo que de ella hoy tiene vigencia: el fetichismo de la mercancía, las relaciones entre las personas sustituidas por relaciones entre las cosas, la vida alucinada otorgada al mundo de los objetos, que hizo decir a Marx: “La mesa baila”.
En el capitalismo tardío, consumir equivale a tener pertenencia en la sociedad y poder así, a su vez, ser vendible, adquirir las cualidades que el mercado demanda. En una sociedad de consumidores, el consumo no es satisfacer necesidades, deseos o apetitos, sino elevar el estatus de los consumidores al de bienes de cambio vendibles. Por ello dice Bauman (Vida de consumo) que los miembros de una sociedad de consumidores son ellos mismos bienes de consumo; su desvelo es convertirse en productos vendibles. Así, el atractivo de los productos se evalúa según su capacidad de aumentar el valor de mercado de quien los consume. En definitiva, los miembros de una sociedad de consumidores son ellos mismos bienes de consumo, “productos” valorados en la sociedad. Así, consumir significa invertir en la propia pertenencia a la sociedad.
Jacques Lacan dice que el discurso capitalista excluye al amor (El saber del psicoanalista). No sólo por el aspecto romántico que hace que los enamorados se basten a sí mismos y en esto se alejen del consumo, sino porque, en el amor, el otro no es una moneda de cambio, sino que se revela insustituible. En la nostalgia que surge del recuerdo de un amor perdido se hace presente el lenguaje privado que se compartió con el amado, un lenguaje que fue ése, único, no intercambiable con el de ningún otro. En el lenguaje privado, los epítetos indican la manera en la que, al nombrarlo, intentábamos expresar su unicidad. Y el tiempo que demanda el duelo amoroso da testimonio de que los seres no pueden sustituirse tan fácilmente, que no son descartables. Dice Borges que uno está enamorado cuando se da cuenta de que la otra persona es única.
Marx descubrió que en el capitalismo el valor de uso, subjetivo, es sustituido por el valor de cambio: las cosas no valen por sí mismas sino por el valor de mercado. En el capitalismo tardío, lo mismo vale para los sujetos, y de ahí el drama de devenir obsoleto como les sucede a los objetos. El culto por la juventud se basa en este principio, y la juventud se cotiza muy bien en el mercado.
La aceleración define muy bien al hombre de nuestro tiempo: Heidegger, en El ser y el tiempo, señaló su incapacidad para detenerse en la contemplación y el afán creciente por novedades. Tal avidez va unida a la inquietud por lo nuevo y por el cambio, a una dispersión creciente, a un no demorarse nunca. Esas características fundan un “ser en el mundo” que es denominado “falta de paradero” como nombre del desarraigo. Ya Claude Lévi-Strauss había observado que el consumo estaba transformando a los estadounidenses en niños al acecho de novedades. Lacan se refirió a la figura del “niño generalizado” inspirándose en una fórmula de André Malraux: “No hay personas mayores”. Jacques-Alain Miller (“El síntoma y el cometa”, en El síntoma charlatán) define el culto por lo nuevo como la nueva forma sintomática del malestar en la cultura. Claro que lo nuevo cada vez se mantiene menos tiempo menos nuevo, se vuelve obsoleto cada vez más rápido. El ideal de progreso tiene un aspecto letal y es que el culto por lo nuevo hace que el propio sujeto pueda devenir prontamente caduco. Guy Debord, en los albores de la década del sesenta, decía que un nuevo valor había surgido: no era ya ni ser ni tener, sino: aparecer. Valor que desestima cualquier consistencia ya que sólo lo que aparece se aprecia como bueno. La aceleración de la decadencia de toda novedad puebla nuestro universo de objetos que hay que desechar de prisa para reemplazarlos por los del último modelo. Esto incide notablemente en los lazos amorosos: ante la menor decepción, lo “nuevo” será siempre visto como mejor.
La palabra “casting” también remite a “vaciamiento”: cuando medimos al otro de acuerdo con requisitos previos, lo despojamos de su singularidad. Jacques Alain Miller (Curso 2003-2004, inédito) presenta esto como el fenómeno central de nuestra época; define su operación en el pasaje de un ser, de su condición de único, al estado de ser uno entre los demás. Así, los sujetos se prestan a ser comparados, accediendo a la condición estadística. Este proceso es idéntico al descripto por Marx cuando se refiere a la pérdida del valor de uso, sustituido por el valor de cambio. En El Capital aborda los dos valores de la mercancía, el de uso y el de cambio. El tema tiene una importancia fundamental, y en el Prólogo a la primera edición alemana Marx señala que la forma de valor que reviste la mercancía es la célula económica de la sociedad burguesa. Podríamos resumir diciendo que el valor de uso es subjetivo, es el valor de la cosa en sí misma en su relación con el hombre, mientras que el valor de cambio es el valor de las cosas respecto de otras y será otorgado por el mercado. “Lo que se confirma aquí es la extraña circunstancia de que el valor de uso de las cosas se realiza para el hombre sin el intercambio, o sea, en la relación directa entre cosa y hombre, y que, al contrario, su valor sólo se realiza en el intercambio, es decir en un proceso social” (El Capital. Libro I, “Mercancía y dinero”, sección primera). El quid consiste en entender que el trabajo mismo se convierte en mercancía y ello ocurre cuando grandes masas son despojadas súbitamente de sus bienes de subsistencia y lanzadas al mercado de trabajo. Entonces, el valor de uso de la fuerza de trabajo, el trabajo mismo, deja de pertenecer al obrero.
Así, Marx y Heidegger se dan la mano, ya que el proceso analizado por Marx se entrama con lo que Heidegger describió en términos de dominio de la cifra y de la técnica. Cuando se habla de “recursos humanos”, no nos engañemos creyendo que son “humanos”, pues son en verdad numéricos. Por ello dice Miller que el siglo XXI es el siglo de las listas, es el siglo de la evaluación cuantitativa, y considera que ello fue muy bien captado de modo profético por el escritor Robert Musil en su gran novela El hombre sin cualidades. El hombre sin cualidades es aquel cuyo destino es ya no tener ninguna cualidad. El hombre sin cualidades es Ulrich, alguien muy parecido al autor, un matemático escéptico e idealista, de un incansable meditar, sistemático y extremo. Tiene 32 años y detrás suyo sólo ve ruinas y adelante, un precipicio: la crisis de una civilización desbocada. Ulrich se convence de ser un hombre sin atributos cuando reconoce que su época, no muy distinta de la actual, es capaz de considerar “genial” a un caballo de carreras: “Un campeón de boxeo y un caballo superan a un gran intelectual en que su trabajo puede ser medido sin discusión, y el mejor entre ellos es reconocido como tal por todos”.
En definitiva el hombre sin cualidades es el hombre numérico. Cuando el ser se hace cifra, lo que no se acomoda a ella se elimina; de ahí el dramatismo de no valer lo suficiente. El “casting amoroso” obedece a este principio. Sin embargo, también en las citas por Internet puede darse un encuentro con el “adorable” descripto por Barthes. Allí el casting ha fallado, ya que ese encuentro da lugar a lo que excede toda forma de evaluación. Surge entonces lo contingente del amor como lo no calculado, lo no computable.
* Extractado de un trabajo cuya versión completa puede leerse en www.elsigma.com.
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