Hace tiempo escuché cuestionar la frase popular “lo conozco como si lo hubiese parido” con la alegación de que quien mejor conoce a un hombre no es su madre sino su mujer. Lacan, cuando afirma que una mujer es síntoma de un hombre, dice “mujer” y no “madre”, y observa: “Para tener la verdad de un hombre, conviene saber cuál es su mujer, por supuesto llegado el caso, su esposa; y por qué no: es el único lugar donde eso puede tener un sentido, lo que alguien llamó el pesa-persona. Para sopesar a una persona, cuando se trata de un hombre, nada mejor que sopesar a su mujer” (J. Lacan: Seminario 18). Entonces, algo de la verdad de él se expresa en ella, que pasa a ocupar el lugar extraterritorial del síntoma en su condición íntima y ajena.
Freud hacía recaer en la maternidad el desenlace de una feminidad normal que acepta la sustitución del pene por el niño. Así, la maternidad se dibujaba como el camino normal compensatorio de la castración. Si transformarse en madre es la mejor solución que encontraría la posición femenina, es porque Freud pensó esa solución en términos de tener el falo. Sin embargo, Freud mismo (Nuevas conferencias sobre psicoanálisis, “La feminidad”) antes de describir esa “solución”, se refiere al enigma de la feminidad: el que ha hecho cavilar a los hombres de todos los tiempos. Si el ser madre fuera la respuesta capaz de obturar aquello que la mujer desea, la feminidad no se presentaría como enigma. Y es sabido que Freud, a pesar de las orientaciones fálicas esbozadas, no dejó de preguntarse por el deseo de una mujer.
Marie Bonaparte le había dirigido a Freud la famosa pregunta: “¿Qué quiere una mujer?”. La maternidad se presenta como la solución por el sesgo del tener, mientras que el enigma femenino es lo que resta de ese tener. Jacques-Alain Miller (“De mujeres y semblantes”) dice que ser madre de sus hijos es, para una mujer, querer hacerse existir como “La mujer”. La madre podría ser la manera de “La mujer” en tanto que tiene. Pero se impone contraponer “La mujer” a la “verdadera mujer”. Lacan afirma que, por ejemplo, Medea es una “verdadera mujer”. Al comienzo de Medea, de Eurípides, se advierte que Medea trataba de satisfacer en todo a Jasón, como esposa y como madre perfecta. Pero, cuando él le anuncia que se irá con otra, ella gestará su venganza matando a los hijos que habían tenido juntos: con ese acto muestra que en ella lo que es mujer supera a lo que es ser madre.
Medea así nos indica lo que hay de extraviado en una “verdadera mujer”, ya que explora una región más allá de los límites fálicos, sacrificando lo más precioso que tiene. Sin embargo, ¿no revela acaso esta ofrenda que se “tiene” aquello que es objeto de inmolación? La vía del sacrificio no objeta la vía de la posesión, ya que se renuncia a lo que se tiene y, en la renuncia, ese tener se afirma bajo su forma negativa.
¿Habrá algún otro camino para una mujer, que no sea ni el de la “madre” ni de la “verdadera mujer”?
Michel Foucault señala que, en el pensamiento griego clásico, la relación con los muchachos es la que constituye el punto más delicado y el foco más activo de reflexión y elaboración. En el curso de una lenta evolución histórica el foco se desplazó y los problemas fueron centrándose progresivamente alrededor de la mujer. La relación con ella marcará los tiempos más duros de la reflexión moral sobre los placeres sexuales. En ningún momento de la historia la mujer fue más objeto de inquietud que en la Edad Media. Desde finales del siglo XII hasta terminar el siglo XV, una serie de textos, escritos por hombres de la Iglesia y por laicos, elaboran valores y normas de conducta para las mujeres (Historia de las mujeres, Duby y Perrot). Los criterios con los que se las clasificaba son importantes para entender qué modelos éticos se construían. Las vírgenes, las viudas y las casadas son constantemente evocadas en los escritos. La castidad de vírgenes, viudas y mujeres casadas coloca la sexualidad en un espacio comprendido entre el rechazo y el control con vistas a la procreación; y muestra cómo, ya sea en el rechazo, ya en el control, la batalla se juega sobre el predominio del aspecto espiritual y racional sobre lo corpóreo y sensual. A través de la figura ideal de la mujer casada se elabora un modelo de comportamiento para todas las mujeres que en los grupos familiares realicen las funciones de esposas y madres.
En la Sagrada Escritura y en la tradición patrística, las mujeres están gobernadas por su sexo: por su causa han entrado en el mundo la muerte, el sufrimiento y el trabajo. Controlar o castigar a las mujeres –y ante todo su cuerpo y su sexualidad desconcertante y peligrosa– será tarea de hombres. Los conocimientos y las preocupaciones éticas y de dominación social se fundan en la idea de que ese cuerpo, ya que no puede permanecer casto, al menos debe tender únicamente a la procreación.
Así, la maternidad aparece como una forma de domesticar y amarrar el goce femenino, vivenciado como sin límites y errante. La literatura pastoral describe a la mujer como inquieta y caprichosa, inconstante “como la cera líquida que está siempre lista para cambiar de forma de acuerdo con el sello que la imprima”, “inestable y mudable como la copa de un árbol agitada por el viento” (Carla Casagrande, La mujer custodiada). En esta literatura, la ventana es un elemento recurrente del escenario en el que actúan las mujeres demasiado curiosas e incautas. Su peligro radica en inspirar el deseo de salir y pasear por el mundo, estimulando un apetito nunca saciado, conducente a buscar siempre algo nuevo. En este sentido, lo inquietante del goce femenino radica en trascender los límites: el vagabundeo intelectual y moral es evocado para justificar las normas de control. La mujer será custodiada, confinada a la casa o al claustro, como espacios acotados e interiores. Vigiladas como un peligro siempre en acecho, encarnan, de manera ejemplar en la Edad Media, la figura del exceso.
* Fragmento del libro Una mujer como síntoma de un hombre (ed. Tres Haches).
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