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Psicología|Jueves, 11 de junio de 2015
Psicoanálisis de “jóvenes delincuentes”

“Fuera de la protección de la verdad”

El rescate de “una experiencia olvidada”, la del psicoanalista August Aichhorn, permite reflexionar sobre “el delincuente juvenil como alguien necesitado de asistencia”, criterio que, según el autor, ha cedido ante “un giro punitivo que preconcibe al delincuente como enemigo de la sociedad”.

Por Juan Pablo Mollo *
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El tratamiento psicoanalítico de jóvenes delincuentes surgió en los albergues vieneses de la primera posguerra del siglo XX, gracias a la experiencia precursora de August Aichhorn, pero en unos pocos años perdió su significación inaugural y cayó en el olvido. El actual olvido de esta experiencia supone un doble desplazamiento: del síntoma, a las características de personalidad; y de la asistencia del joven delincuente, a la identificación con la víctima del delito. Ambos aspectos son centrales en una política que hoy propicia el miedo al delito como racionalidad gubernamental.

Al finalizar la Primera Guerra Mundial y por iniciativa del Ministerio de Acción Social austríaco, August Aichhorn quedó a cargo del campo de refugiados de Oberhollabrunn, situado al nordeste de Viena, que albergaba más de mil jóvenes a la deriva. Sin formación previa, indagó hasta encontrarse con el psicoanálisis. Aichhorn programó una institución no militarizada y una educación sin violencia, guiada desde la teoría psicoanalítica de Freud, que ofreció una mirada nueva hacia los jóvenes que incurrían en transgresiones a la ley.

El encuentro inaugural del analista y el delincuente surge en la tarea institucional con niños y jóvenes que no obedecen a modelos ideales de la infancia y la adolescencia construidos por la pedagogía de principios del siglo pasado. Aichhorn publicó en 1925 su obra principal, en alemán, Verwahrloste Jugend (“Juventud abandonada”), que mereció un prólogo escrito por Freud.

Según Aichhorn, el abandono y la carencia se integran en una categoría psicopatológica específica, el Verwahrlostung –palabra alemana que significa “abandonados”–, que le sirve para pensar la delincuencia juvenil “latente” o “manifiesta”, según su terminología. La palabra Verwahrlostung contiene la partícula wahr, “verdad”: se refiere literalmente a “los que se pierden fuera de la protección de la verdad”. En la causalidad genérica de la Verwahrlostung –que reenvía al “desamparo originario” caracterizado por Freud–, la desestabilización familiar y la desregulación del ideal del yo juegan papeles muy significativos. Para Aichhorn, alejado de las teorías que influían sobre la criminología positivista de la época, el comportamiento disocial expresaba conflictos inconscientes y testimoniaba un desarrollo libidinal interrumpido. Los comportamientos delictuales dirigidos contra el medio y las instituciones sociales fueron concebidos por Aichhorn y sus discípulos como síntomas portadores de una verdad, determinada por procesos inconscientes.

Alojarse en el Otro

La praxis abierta de Aichhorn no constituía un método sistemático, sino una práctica suficientemente flexible para orientarse desde la situación de cada joven. Su notable perspicacia para producir efectos de sorpresa tenía lugar in situ y con la invención del momento: así, la interpretación no era concebida en términos de simple verbalización, sino esencialmente como un coup de foudre, un flechazo. El carácter imprevisible y espontáneo de esta práctica se basaba en la premisa de ubicarse en sentido inverso a lo esperado por el joven, condicionado por la respuesta de su medio familiar y social. Y para lograr este objetivo era necesario operar sin restricciones, aceptando los valores del joven y viviendo su universo. Aichhorn demostró cómo era posible, incluso con niños y adolescentes agresivos, una maniobra transferencial que pacificara conductas trasgresoras y permitiera el cuidado de la existencia de los jóvenes. Partiendo de la hipótesis de una carencia afectiva originaria, pero lejos de actuar por sentimentalismo e idealización, Aichhorn incluía maniobras creativas como dramatizaciones e imitaciones. Jacques Lacan valoró su ingeniosidad y paciencia.

El tratamiento psicoanalítico de jóvenes delincuentes –que él no consideraba anormales, desviados ni enfermos– se basaba en la técnica freudiana clásica pero requería una fase inicial o preparatoria donde sus intervenciones y maniobras creativas tenían lugar. Gran parte de los efectos terapéuticos de tales maniobras en la primera fase de tratamiento pueden concebirse, siguiendo la enseñanza de Lacan, como resultado de la operación de alojamiento de lo que el paciente es, como objeto, en el deseo del Otro. La práctica de Aichhorn supo operar por fuera del encuadre analítico estándar y dio cuenta de los efectos del psicoanálisis en el marco de la urgencia y de las denominadas patologías del acto. Su experiencia clínica e institucional siempre intentó captar la singularidad del joven delincuente a partir de una orientación por el inconsciente y de la relación transferencial.

Del tratamiento al castigo

Si bien el legado de Aichhorn fue retomado por analistas como Kurt Eissler, Peter Blos, Eric Erikson, Kate Friedlander, Anna Freud y otros, los trabajos psicoanalíticos sobre la delincuencia comenzaron a perder interés y vigencia. Varios discípulos de Aichhorn partieron a Estados Unidos durante la Segunda Guerra, y el contexto ideológico norteamericano no convenía a los estudios sobre jóvenes desamparados y a la concepción de la delincuencia como síntoma. En muy poco tiempo los síntomas delictivos comenzaron a diseminarse en el campo de las “patologías narcisísticas”. Aichhorn –que se había negado a emigrar para intentar la liberación de su hijo, preso político en un campo de concentración nazi– murió en 1949.

De todos modos, en la segunda posguerra los dispositivos penales para jóvenes delincuentes se organizaban, en el marco del Estado de Bienestar, alrededor del ideal de rehabilitación, que brindaba el marco ideológico para mantener unido a todo campo penal, más allá de los resultados que se obtenían. La privación social y la pobreza generadoras del delito debían ser erradicadas, en base a la expansión de la prosperidad y la provisión del bienestar común. En el marco de una racionalidad esencialmente solidaria y social, el delincuente era percibido como un sujeto necesitado de contención familiar, que merecía un tratamiento psicológico y social. El contexto económico del Welfare State se correspondía con la experiencia consolidada del pleno empleo, logrado por la gestión keynesiana de la demanda. Las propuestas asistenciales más frecuentes buscaban el mejoramiento de servicios de reinserción social, reducción de controles opresivos, minimización del encierro, humanización de la prisión y el seguimiento del delincuente dentro de la comunidad; incluso, en los países escandinavos emergió la perspectiva abolicionista del sistema penitenciario.

Sin embargo, desde fines de la década de 1960 en Estados Unidos y algunos países de Europa y una década después en Latinoamérica, la prisión se generalizó como dispositivo de seguridad pública contra los individuos previamente estereotipados como peligrosos; como una respuesta de orden penal frente a la exclusión y segregación social. La “guerra contra las drogas” iniciada por el presidente Nixon en 1971, anunciaba la posterior “guerra contra el delito”. La figura del delincuente juvenil como alguien necesitado de asistencia se esfumó, y el discurso amarillista de la criminología mediática pasó a reivindicar a un público desbordado, que reclama castigos sin límites para los delincuentes, percibidos como enemigos de la sociedad.

Paralelamente, un nuevo sujeto político, constantemente idealizado, aparece en la escena pública de la mano de los legisladores: la víctima del delito. La promoción mediática de la identificación con la víctima de un robo traerá aparejadas numerosas acciones legislativas, como respuesta sistemática de venganza y furia ritualizada, por encima de la prevención del delito y la reducción del miedo. La figura santificada de la víctima de clase media se convertirá en un producto apreciado en los circuitos de intercambio político y mediático. El público será redefinido como un conjunto de individuos víctimas del delito, dominado por la indignación, donde cualquier demostración de compasión hacia el delincuente o mención de sus derechos pasa a ser un agravio hacia la víctima y su familia. El impacto de este movimiento punitivo supone, no sólo la inexistencia del delincuente como sujeto de tratamiento, sino nuevas formas de “policía científica” en la psiquiatría y la psicología; la tarea básica de los operadores del control será identificar a los individuos peligrosos, que atentan contra la seguridad, para retirarlos de la comunidad.

Michel Foucault introdujo la noción de gubernamentalidad. Se gobierna a través del delito cuando los saberes asociados al delito (el derecho penal, los relatos de la subcultura delictiva, la criminología, la psicología forense, etcétera) pasan a estar disponibles fuera de sus dominios originales y se convierten en herramientas para interpretar y presentar problemas de gobierno. Con el argumento de la seguridad, la sociedad entera queda bajo control, y cada individuo es en cierto modo considerado un delincuente potencial, que debe ser observado por ejemplo mediante una videocámara. La lógica que rige el delito y las prácticas defensivas, estrategias y racionalidades se trasladan a todos los espacios sociales de la vida cotidiana, y esto sucede paradójicamente en la época de las libertades. Desde luego, este “complejo del delito” es mediado e intervenido por el oportunismo de los políticos y los medios de comunicación, que fomentan la experiencia del delito en un vínculo social paranoico, propio de la subjetividad de la época.

Así, la ideología social de tratamiento cedió en favor de una tendencia punitiva y de control, cada vez más marcada y generalizada a escala mundial. Los episodios y fenómenos delictivos en adolescentes dejaron de ser considerados como síntomas susceptibles de desciframiento y tratamiento, y el énfasis quedó puesto en las nociones de personalidad y “patologías narcisísticas”, a su vez influidas por una psiquiatría inmiscuida en la cuestión criminal. En poco tiempo, el giro punitivo basado en el encarcelamiento masivo, sin condena, reemplazó por completo al ideal de rehabilitación. Se multiplicaron los agentes de control y evaluación de riesgos, perdida la intención de rehabilitar o mejorar al delincuente, preconcebido como enemigo de la sociedad.

* Texto extractado del trabajo “El olvido de August Aichhorn y el tratamiento de delincuentes”, cuya versión completa puede leerse en la revista Virtualia, de la Escuela de la Orientación Lacaniana (http://virtualia.eol.org.ar).

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