Según Jung, el yo es sólo un aspecto de la psique y no el más grande. El yo es el centro de la conciencia, pero no necesariamente el centro de la psique. Más allá de la conciencia existe un nivel inconsciente personal y, aún más profundo, un nivel inconsciente colectivo caracterizado por la capacidad de producir imágenes y contenidos arcaicos comunes a toda la humanidad, incluso cuando son ajenos a la experiencia del sujeto. Jung no afirma que se hereden estos contenidos, sino la disposición para producirlos. No tenemos ningún acceso directo a este nivel de la psique (por definición es inaccesible a la conciencia). Sólo podemos conocerlo en forma indirecta por las imágenes a través de las cuales se manifiesta en sueños, fantasías y en creaciones artísticas y religiosas. Estas imágenes se denominan arquetípicas.
La energía psíquica (llamada en un principio libido por Jung, pero despojada del carácter sexual que tiene en la psicología freudiana) posee analogías con el concepto de energía en el mundo físico. Puede ser desplazada y transformada pero no aniquilada, de modo que si el flujo normal, progresivo, de la energía psíquica es detenido por alguna razón, ésta se acumulará descargándose en manifestaciones patológicas o cambiando de dirección (movimiento regresivo) de modo que contenidos inconscientes reciben ahora una carga de energía adicional y pueden aflorar a la conciencia. La forma en que lo hacen no es arbitraria.
En la concepción junguiana, no sólo las manifestaciones del inconsciente sino también la psique en su totalidad es teleológica. A lo largo de la vida persigue una finalidad: su integración y crecimiento, el desplazamiento del punto central de la personalidad desde el yo (centro de la conciencia) al sí mismo, un arquetipo que integra la conciencia y los contenidos provenientes del inconsciente. Estos contenidos no son sólo pulsiones reprimidas por la conciencia, sino que encierran capacidades y saberes que complementan y rebasan la psique consciente.
Cuando el equilibrio psíquico es amenazado y la conciencia ya no basta para adaptarse a la nueva situación, la energía psíquica que no puede obrar como antes lo hacía, sirviendo de nexo entre el yo y el mundo, cambia de dirección, activando contenidos inconscientes que, una vez elaborados por la conciencia provocan una ampliación de ésta, un cambio de nivel, lo cual se vive como un acrecentamiento de la personalidad. En el nuevo estado, la personalidad es más rica e integrada, menos unilateral y más apta, por lo tanto, para enfrentar los desafíos del mundo externo.
En el curso de este proceso (no exento de riesgos y doloroso) no se restituye el equilibrio anterior, perturbado por la crisis, sino que se ha creado uno nuevo. En este sentido, la crisis obraría como catalizador del proceso de transformación (llamado por Jung proceso de individuación). Este puede ocurrir espontáneamente en personas normales (Jung describe su propia crisis en la mitad de su vida) o puede no ocurrir nunca. La enfermedad impulsa a crear un equilibrio nuevo. No se trata, entonces, de adaptarse a la situación para vivir como antes, ni se trata sólo de superar la angustia y adoptar una actitud positiva con la intención de influir en la evolución de la dolencia física; ya que el proceso de transformación no es voluntario, aunque requiere receptividad ante las manifestaciones que señalan un cambio de dirección a la conciencia.