Más de diez años después de la muerte; 30 años desde que comenzamos a ser infiltrados, habitados por esa potencia que anunciaba el pensamiento de Deleuze. Más de diez años ya sin Deleuze publicando, dictando clases, respondiendo, comentando, y la potencia continúa. Diez años esperando que esta época seca que nos anunciaba poco antes de su muerte empiece a terminar. Diez años apostando a que la consistencia de lo minoritario se afiance. El foro mundial, Seattle, Génova, las luchas antiinstitucionales, los más diversos enfrentamientos a la hegemonía del Imperio en estos diez años, todos estos movimientos están atravesados, infiltrados por la filosofía de Deleuze, por su modo de intervenir, por todos esos devenires que ya hace más de treinta años venía anunciando.
Para Deleuze el pensamiento es el conjunto de fuerzas que se resiste a la muerte, ése es su vitalismo. Pensar es resistir, y entonces filosofía, política, crítica y clínica son un mismo movimiento. Es un funcionamiento donde lo esencial del pensar no está en el pensamiento sino afuera, en lo que fuerza a pensar. Es la vida tratada como campo abierto de los encuentros y la inevitable necesidad de pensarla que nos incitó a una clínica y a una política mas allá de todos los ismos, o las escuelas dominantes en las distintas coyunturas. Ernesto Hernández, colega colombiano traductor de innúmeros trabajos de Deleuze al español, dice: “Sentimos que se inaugura un nuevo género de relato en la filosofía, una nueva narratividad, pues con Deleuze la filosofía realiza la literatura, tanto como de Borges a Carroll la literatura realiza la filosofía”. Nosotros pensamos que esta filosofía nos habilita una clínica, que realiza una crítica, una narratividad que apunta hacia una vida artista, a una isla desierta, que se desprende de un territorio apoderado por una psicopatología puramente edipizante.
Justamente porque de fechas se trata, queremos referirnos al trabajo recientemente publicado de Deleuze, escrito en 1953, que se llama Causas y razones de las islas desiertas. Hace ya mas de 50 años, Deleuze anunciaba un estilo y una preocupación, la de expandir el desierto como geografía de la creación. Decía Deleuze: “Los hombres que llegan a la isla la ocupan realmente y la pueblan, pero en realidad si han llegado a estar lo suficientemente separados y a ser lo suficientemente creadores, no harán otra cosa más que otorgar a la isla una imagen dinámica de sí misma, una conciencia del movimiento que la produce, hasta el punto de que a través del hombre la isla tomara finalmente conciencia de sí misma como isla desierta y sin hombres”. Nos dice entonces que la isla, en la mitología y en la literatura, es un recomenzar. Y que se trata no de una creación sino de una recreación; basta con que todo comience; es preciso que se repita una vez acabado el ciclo de las combinaciones posibles. Ya están allí, en este texto de juventud y para ser recreados, conceptos como separación y origen, derivar y crear, corte y flujo, habitar y expandir el desierto.
¿Quiénes toman hoy el lugar de exigirnos el pensamiento, el de expandir el desierto? ¿Negri, Virilio, Prigogine Agamben? El había designado al número uno, el más veloz entre todos, el más militante, el más clínico. Murió antes del tiempo que necesitábamos todos para de una vez por todas rifar la prepotencia de lo simbólico, la frivolidad posmoderna, las recaídas estalinistas de los microgrupos llenos de certezas.
Y entonces, desde hace 30 años nuestra clínica ya no es más la misma, ni se parece siquiera a nosotros mismos. La habita un extraño, que no se confunde ni con un ideal del yo ni con un superyó, ni un pequeño ni grande otro. Es una extraña disconformidad con la academia, con la institución, con la transferencia. con la Iglesia, con la moral, con lo simbólico. Es el esquizo, es el psicótico, es el extraño, es el puto, es el judío, es el negro, es el niño, son todos esos extraños que comienzan a hablar, en un paradigma más estético que ético. Surge el escándalo ante las recaídas posmodernas de este pensamiento. Los representantes de la tradición académica critican las relaciones caóticas que propician estas nuevas voces; un recalentado humanismo intenta recordarnos la función social de las ciencias humanas. Hemos visto cómo detrás de estas propuestas se alimentan los intentos de recuperar los arcaísmos instituidos que ya no dan cuenta del acontecimiento que lo desborda por todos lados.
En la clínica concreta que hoy realizamos, vemos que el sufrimiento, la mortificación se nos presenta en formas que escapan a las tradicionales clasificaciones que emergen de las dos grandes categorías: las neurosis por un lado y las psicosis por el otro. Las “nuevas patologías” –pánico, adicciones, anorexia, bulimia– estaban de algún modo anunciadas en El antiedipo, donde Deleuze y Guattari nos convidaban a pensar el inconsciente y sus producciones a partir de la psicosis y no de la neurosis, como lo venía haciendo el psicoanálisis hasta ese momento. Mejor todavía, ya anunciaban un pensamiento entre un campo y otro: entre la neurosis y la psicosis, entre lo social y lo individual, entre Freud y Marx, entre el discurso de Lacan y el pensamiento del cuerpo de Melanie Klein. Todos estos “entre...” adquirían autonomía, inventaban nuevos sentidos pero no articulaban nada; inventaban un nuevo y extraño paisaje, un no lugar, un desierto.
Este extraño es el que habita a esos jóvenes que ante la llegada de lo intempestivo, de la velocidad, de la comunicación y la información en tiempo real, se derrumban en esas patologías de borde, sin consistencia, casi sin identidad; se automutilan, se accidentan, se suicidan, entran en la criminalidad con una frivolidad que nos deja aterrorizados. La clínica no puede quedarse en denunciar los cambios, en resentirse con la velocidad y lo intempestivo, en la añoranza de otras condiciones para el análisis. Debe generar contraefectuaciones frente a este desmantelamiento de las singularidades, esta homogenización de la banalidad, creando espacios para aprender a resistir inventando nuevos modos de subjetivación.
Nuestros dispositivos son burbujas de enlentecimiento (psicoanálisis y esquizoanálisis), espacios de experimentación de una multiplicidad productora de sentido (esquizodrama), construcción de grupúsculos instituyentes (análisis institucional), todos ligados a ese intento político clínico de recrear un pensamiento que expanda la alegría de la resistencia.
* Fragmento de un texto leído en el Coloquio de Homenaje a Gilles Deleuze, a los diez años de su muerte, en la Universidad Fluminense de Río de Janeiro.
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