¿Por qué los que menos tienen son los que tienen menos posibilidades de oponerse a un sistema que los excluye o los explota? ¿Por qué quienes nada tienen que perder más que sus cadenas son los más sumisos y obedientes a un proyecto de exterminio? ¿Qué trampas, tendidas en el seno de la propia subjetividad, nos llevan a convalidar inconscientemente un sistema social opresor injusto y desigual? ¿Cómo funciona esa dialéctica siniestra, instalada dentro de nosotros mismos, que nos impide rebelarnos contra aquello que nos despoja de los bienes materiales, de los bienes simbólicos y de la vida misma?
Según Gregorio Kazi (en Hacia una psicología social histórica: cartografías críticas, ed. Madres de Plaza de Mayo), “Enrique Pichón Rivière construye la Psicología Social de la Praxis en tanto dispositivo complejo de cambio del sujeto y sus modos de relación, siendo deseable dilucidar que el sistema social en el que vivimos es fuente primordial del padecimiento humano en su extensa gama de manifestaciones”. Kazi señala, en la obra de Pichón Rivière de la adaptación activa a la realidad, y observa que, si esta adaptación debe ser construida, “ello se debe a que existe una tendencia a la adaptación pasiva a la realidad”. También advierte Kazi que “muchas veces nos topamos con marcos científicos que definen y promueven como ‘salud’ aquello que se liga a la adaptación pasiva a la realidad, y definen como ‘enfermedad’ lo que deviene como producción grupal o colectiva de procesos de adaptación activa a la realidad”.
He aquí planteada la diferencia entre una subjetividad que se afirma en la resistencia al Poder, un sujeto cuya existencia descansa en la oposición al gran Otro, y una subjetividad genuflexa, un sujeto adaptado y adocenado que, para sobrevivir, pagó el alto precio de la subordinación al Otro.
En un famoso pasaje de Psicología de las masas y análisis del yo, Freud afirma que “en la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, ‘el otro’, como modelo, objeto, auxiliar o adversario; de este modo, la psicología individual es, al mismo tiempo y desde un principio, psicología social, en un sentido amplio pero plenamente justificado”. En ese “otro” se asienta la pista que une lo individual y lo social. Ese “otro” aporta las claves para entender las relaciones del sujeto con la política. El “otro” está siempre presente en la vida psíquica individual, de tal forma que, cuando Freud incluye la determinación de la estructura social en el seno de lo propio, rompe el límite que separa al sujeto de la cultura que lo sobredetermina. Porque ese “otro”, presente en el origen individual, es inevitable resultado del Otro social, del sistema de producción y de la cultura en la que cada uno se inscribe. De manera tal que el “otro” no tiene por qué quedar clausurado en su presencia empírica de objeto; no tiene por qué soldarse con su existencia estrictamente material. Ese “otro” es el papá, la mamá, el hermano, la maestra y el médico pero es, también, un Otro político que está siempre presente en la vida psíquica individual.
Y muchas veces ese Otro omnipresente es un poder despótico y feroz. Entonces, ya que se trata de desmontar los fundamentos subjetivos del Poder –los procedimientos por los cuales el Poder logra capturar al sujeto apoyándose en una complicidad consciente e inconsciente y sostenerse por consenso–, se impone señalar las trampas que, desde adentro de nosotros mismos, se oponen a que podamos rebelarnos y desobedecer a ese Otro mortífero.
Por usar un término de moda, podría llamarse resiliencia a esa capacidad que tienen algunos individuos para sobrevivir adaptándose, sujetándose o, al menos, consintiendo con el poder del Otro; se trata del talento que algunos sujetos despliegan para percibir la demanda del Otro, para confiar en lo que dicta el Poder, acatar sin chistar y transmitir sus mandatos. Así entendida, la resiliencia tiene mucho que ver con la obediencia; con la obediencia debida.
Pero vayamos al comienzo. Desde el nacimiento y aún antes de nacer, la construcción de nuestra subjetividad lleva impresa las marcas del Otro. La construcción de nuestra subjetividad camina por la herida que dejó abierta el desamparo original, y en el trayecto posterior del ciclo vital todo se reduce a atenuar, con la soldadura omnipotente al Otro, la indefensión absoluta. Desde el nacimiento en adelante, la relación del sujeto con el discurso político transitará por las marcas que ha dejado en el inconsciente la relación con el Otro. La situación de extremo desamparo, la experiencia de inermidad por la que atraviesa el prematuro cachorro humano, clausura cualquier posibilidad de identificarse con algo más que el poder del Otro. De igual modo, en una sociedad donde la explotación es norma, en una cultura que sólo desea la desaparición de los “marginales”, de los que sobran, el deseo de muerte se inscribe en el inconsciente de los sujetos como discurso del Otro y se expresa a través de pasajes al acto destructivos hacia los demás y hacia sí mismos. Violencia ejercida, violencia padecida, da lo mismo, porque aquí se borra el límite entre víctimas y victimarios. Ese Otro funciona como base de la destructividad; sobre todo de la autodestructividad que nos habita.
El Poder exige sacrificios, sacrificios humanos; pero, también, busca el consenso. No debemos olvidar que, en la Argentina, el actual sistema de miseria y exclusión de grandes mayorías junto al enriquecimiento desmesurado de unos pocos, se estableció con un alto grado de consenso. Capturados por el discurso del Poder, fueron muchos los que colaboraron para sostenerlo. Complaciente, cómplice, el sujeto contribuye a reforzar la omnipotencia del Poder. Y el Poder logra el consenso promoviendo la identificación que liga el deseo con las representaciones que el mismo Poder le ofrece. Representaciones mortíferas al estilo de: “destrúyete a ti mismo”; “extermina a los otros, a los minúsculos otros”; “mátense entre ustedes”. Si la dictadura militar ofició de trauma social, la democracia no impidió los efectos de un discurso político y económico al que contribuyó la despolitización y el desinterés frente a la violencia social explícita. La masa quedó capturada y uniformada bajo los efectos de fascinación del Poder; condenada a adorar a sus verdugos.
La adhesión o la indiferencia hacia el discurso del Poder transformó a amplios sectores de la población en sujetos borrados y tarados. Máscaras sin rostro. Eco, y no voz. Anestesiados por la secuela del terror vivido durante los años de plomo e hipnotizados por una supuesta prosperidad, muchos ciudadanos se dejaron engañar por los espejitos de colores del neoliberalismo. La globalización los convenció de que la clase media de un país en bancarrota podía tener un poder adquisitivo que en nada se diferenciara del poder adquisitivo de la clase media de un país desarrollado. La clase media argentina compró espejitos de colores y, durante una década, los indiosclasemedia se miraron en ellos y se vieron altos, rubios y de ojos celestes.
El psicoanálisis confluye a la Psicología Social de la Praxis. Pero no cualquier psicoanálisis. Un abismo insalvable separa a un psicoanalista burgués de un psicoanalista que analiza la implicación en la realidad que lo determina. Un abismo insalvable separa a un psicoanalista convencional de un psicoanalista marxista. Cuando el psicoanalista burgués se muestra indiferente a los obreros que toman una fábrica o a los piqueteros que irrumpen en la escena política, porque son hechos que no le conciernen, el psicoanalista marxista sabe que la relación del sujeto con el trabajo y con la política es parte fundamental de sus intereses teóricos y clínicos. Cuando el psicoanalista burgués se pregunta por qué los obreros toman las fábricas, por qué los piqueteros interrumpen el tráfico, el psicoanalista marxista se pregunta por qué no las toman, por qué no cortaron antes las rutas. Mientras el psicoanalista convencional intenta explicar cuáles son los mecanismos conscientes e inconscientes que impulsan a un trabajador desocupado a tomar el poder en las fábricas, el psicoanalista marxista intenta explicar cuáles son los mecanismos conscientes e inconscientes que antes impidieron a los obreros tomar esas fábricas.
Es evidente que la propia situación analítica puede reforzar, montada en el poder de la transferencia, la sujeción al Otro. Pero también a veces, sólo a veces, puede ayudar a deconstruir mitos y prejuicios. Uno de ellos, y no el menos trascendente, es el que propone la resignada aceptación de la miseria en la esfera social ampliada, basada en la fatalidad de que siempre hubo pobres y siempre los habrá. Otro, el mito que propone identificar y promover los factores o mecanismos protectores de que disponen los sujetos con la finalidad de construir dispositivos para la adaptación triunfal a un sistema injusto.
El psicoanálisis puede ayudar a construir una Psicología Social de la Praxis y, en cierto sentido, es una Psicología Social de Praxis, en la medida en que se propone como sistema de representaciones que intenta restituir el derecho a pensar y a sentir. El psicoanálisis puede ayudar en la búsqueda de una reconciliación del sujeto con sus pasiones alegres por vía de la resistencia al Poder, no ya por vía de la resiliencia.
De este modo, en la situación analítica es ineludible el esfuerzo por abrir una brecha entre las ofertas de identificación mortíferas que el Poder propone, para que algo del deseo circule por ese espacio vacío. Si hay un otro minúsculo que pueda escuchar y desear, si hay un otro que permita la palabra, algo de la violencia devastadora, algo de la compulsión repetitiva puede dejarle el lugar a una organización fantasmática que se inscriba en la trama social a la manera de una acción transformadora.
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