El “rigor psicótico” que Lacan leyó en Wittgenstein, el que, en una provocación digna de Dadá, se adjudicó a sí mismo en cierta ocasión, es el que volverá a encontrar en la lectura de James Joyce. Lo prueba el hecho de que Lacan practicara en ciertos momentos los procedimientos de la escritura de Joyce, cuyo método (camino, rigor) culmina en Finnegans Wake.
Un libro titulado 789 neologismes de Jacques Lacan, realizado por Jean Pélissier y más de treinta colaboradores, contabiliza frecuencias entre 1969 y 1980, refutando de paso la idea de la progresión lineal en el uso de este procedimiento: en efecto, los neologismos se acentúan entre 1971 y 1975 (Lituraterre; L’étourdit; Joyce, le sinthome). Los autores se inspiran, según dicen, en un trabajo de Leo Spitzer sobre los neologismos de Rabelais (en quien Lacan encontró la palabra sinthome). Lacan, en fin, es comparado con Michaux y Queneau, por el aspecto lúdico de sus juegos verbales.
Los neologismos significan innovación en el lenguaje y suelen agruparse en tres clases: a) palabras inventadas; b) palabras formadas a partir de una raíz o prefijo; c) palabras patrimoniales, por ejemplo beat para designar a una generación. Otros son faux amis, entre lenguas, tanto escritos como hablados (“falsos amigos”: palabras de idiomas diferentes que son muy parecidas pero tienen distinto significado; así por ejemplo, “década”, en español, se refiere a un período de diez años; décade, en francés, se refiere a un período de diez días).
Francisco García Tortosa, en el excelente estudio que acompaña a la edición bilingüe de Anna Livia Plurabelle (Finnegans Wake, I, VIII), escribe: “El vocabulario de Finnegans Wake aparece registrado en los diccionarios en un porcentaje que se acerca al 90 por ciento. (...) Para que una lengua pueda sugerir en el lector vocablos de otra lengua, es necesario un mínimo de distorsión, de manera que aun las palabras conservadas en sus formas estándar resulten extrañas o induzcan relaciones lingüísticas inusitadas (...) no hay que dominar cuarenta lenguas, como tampoco las dominaba Joyce, para que, aplicando este proceso de distorsión, cualquier lengua entre en conexión con otras”.
Joyce creyó que otra persona podía terminar el Finnegans porque su base era simple, susceptible de ser enseñada, “... y por consiguiente automática” (ibídem).
Las homofonías que Freud llamaba asociaciones externas, las homonimias, las sonoridades, aliteraciones, ritmos y combinaciones de vocales van configurando un método que, como la pintura de vanguardia, se propone atravesar la mímesis narrativa de la preceptiva de Aristóteles.
En Le Sinthome, Lacan dice: “¿Qué es el saber? Es el arte, el artificio lo que da al arte del que se es capaz un valor notable, porque no hay Otro del Otro que lleve a cabo el Juicio Final. Por lo menos, yo lo enuncio así”. Para los griegos de antaño, la palabra tekhne no designa el arte en el sentido actual. La mímesis (mimitike tekhne) definía una amplia gama de producciones. Las clasificaciones posteriores, derivadas de diferentes filosofías del arte, permitieron a los filósofos hablar de arte sin la experiencia del arte (de ahí el poco interés que prestan a los testimonios de los artistas). Pero Lacan dice “el arte, el artificio”. En las lenguas antiguas, “artes” designa articulaciones entre partes. El latín suma la intervención humana (artifex) que produce esas articulaciones, según ciertos métodos o reglas que suelen descubrirse por medio del arte y/o la experiencia.
Mediante el artífice (artifex), el artificio puede convertir lo interior en exterior, por lo que Santo Tomás añade la phantasia como una clave para entender la acción del arte. (Silvia Magnavacca, Léxico técnico de filosofía medieval, Ed. UBA, Bs. As., 2006).
El juicio final de la metáfora de Lacan no es el juicio del gusto de Kant y los de su gusto, sino el juicio del artista que es el acto mismo de su realización. Como dice Feyerabend, los de afuera quieren saber qué pasa, los de adentro qué hacer.
Entre otras cosas, los productos del arte pueden gustar (Arthur C. Danto, en El abuso de la belleza, estudia de manera brillante el tema).
Una segunda frase de Lacan en el mismo texto, que quisiera ensamblar con la primera, dice: “El Otro del Otro real, es decir, imposible, es la idea que tenemos del artificio, en cuanto es un hacer que se nos escapa, es decir, que desborda por mucho el goce que podemos tener de él. Este goce completamente sutil (subtil) es lo que llamamos espíritu”. El Diccionnaire Etimologique (O. Bloch et W. Von Wartburg) consigna que esprit (espíritu) viene del latín Spiritus (soplo) y su acepción cristiana se origina en la Biblia (espíritus vitales, animales).
San Buenaventura, Santo Tomás y San Víctor, por decir algunos, hubieran gustado de la cita anterior.
En lugar del Otro, la producción de un artificio que se nos escapa en tanto viste lo imposible (también llamado real) que es el único “juicio final”, que nada tiene que ver con el juicio del gusto del filósofo.
Y, reitero, Lacan dice que “este goce completamente sutil es lo que llamamos espíritu” (también: ingenio, sutileza). La frase siguiente es: “Todo esto implica una noción de lo real”.
Joyce, en una conferencia de 1907 sobre el poeta James C. Mangan, da una clave de la finalidad de su método al decir que las masas aprecian a los poetas que “expresan” y dan “fuerza” a su época, pero que son “incapaces de valorar una obra de verdadera autorrevelación”. Subrayo la palabra y cito la ironía que sigue sobre los poetas que expresan a las masas: “El más popular acto de gracia en estos casos es la creación de un monumento, ya que de este modo se honra al muerto y se halaga al vivo” (Escritos críticos, Ed. Alianza, Madrid, 1975).
La obra de autorrevelación, con sus artificios, es la autorrevelación de ese espíritu que es un goce sutil que en la soledad del lenguaje descubre el trayecto, el método, capaz de resonar en otros y que bien podría designar como la soledad sonora del sinthome. Como diría Jacques Lacan, al menos yo lo enuncio así.
La paradoja del hombre de gusto, como la de cada psicoanalista, no sería diferente a la del que consagrase su soledad a proseguir, según el método de Joyce, el Finnegans: la decisión de Joyce, como la de Descartes y también la de Freud, es la certeza que inicia un método que al final produce la autorrevelación de uno por vez. Pero ninguno de los que sigan el método estará seguro de adquirir una certeza en singular equivalente, y ni siquiera llegará a saber si ellos –Joyce, Descartes, Freud– tuvieron esa certeza o se sostuvieron en la pura decisión. Es que el goce sutil implica la noción de real (Hans Blumenberg; Conceptos en historia, Ed. Síntesis, Madrid 2003).
Vuelvo a la palabra arte. Lacan exaltó el trivium (gramática, dialéctica, retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría –no euclidiana, claro–. No la astrología, pero sí el matema, tampoco la música pero sí la repetición y los ritmos de la pulsión). Recordemos que las primeras se llamaron artes del lenguaje y las segundas artes reales, y el conjunto artes liberales. Con las variaciones que correspondan, estas artes resuenan en las tres soledades nombradas como “rigor psicótico”: la de Wittgenstein, la de Lacan y la de Joyce. Ese “rigor psicótico” también, según Lacan, se encuentra en la ciencia, pero los científicos, desde C. S. Peirce, parten de una comunidad de trabajo que articula el saber en que se inserta cada uno. En cambio, un analista –como Sócrates– sólo tiene el recurso de la histeria... ou pire, o peor.
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