Desde Mendoza
@Amanecen temprano, mucho antes de lo que deberían despertarse si fueran a la escuela. A cielo abierto en las fincas, o bajo los techos de chapa de los galpones, sus manos, por más pequeñas que sean, hacen el mismo trabajo que las de los adultos: cortan y deschalan cabezas de ajo durante jornadas de más de 12 horas. Según pudo comprobar Página/12 en una recorrida por las chacras y los lugares de reclutamiento de trabajadores, son cientos de niños y niñas de entre cuatro y quince años –no hay cifras exactas y actuales– los que se convierten en uno de los motores de la producción rural en Mendoza. El trabajo infantil, la reducción a la servidumbre de familias enteras, la violación a la Ley de Migraciones y la trata de personas son los ejes de la denuncia que hoy presentará la Cooperativa La Alameda –una organización que lucha contra el trabajo esclavo– y la Liga Argentina por los Derechos Humanos, ante el Ministerio de Trabajo de la Nación, en el marco de una movilización, a las 16, y ante la Justicia federal de Mendoza.
La denuncia va acompañada de un video filmado por los integrantes de la cooperativa mediante una cámara oculta, donde se registran escenas de reclutamiento de familias con niños, el traslado y el trabajo de adultos y niños en las fincas, además del testimonio de algunas de las víctimas. Página/12 también recorrió esos lugares hasta donde parecen no llegar los ojos de los inspectores de la provincia ni de los gremios que deberían proteger a los trabajadores.
Los párpados son la única parte del cuerpo expuesta al aire libre. Los ojos, entrecerrados, se asoman por la línea que se abre en el paño con el que cubren sus cabezas. Las manos también están al descubierto. Pantalones largos, camisetas y pañuelos protegen el resto del sol, del viento y del polvo durante las extensas jornadas de corte y deschale de cabezas de ajo en las fincas, a campo abierto.
Decir “vengo a trabajar” fue más que suficiente para que Tomás, camionero y productor, dejara subir a José al camión en el que lo llevará a él y a otros tantos a su finca, Pontoni Hnos. “¿Pueden venir mis chicos también?”, le preguntó al patrón una vez en el campo. “¿Tienen tijeras? Que vengan”, recibió como respuesta.
Era su primer día y José sólo alcanzó a llenar tres cajones de hortalizas. Más de cinco alcanzaron a completar cada uno de los tres chicos que, con más experiencia, hicieron el mismo trabajo enfrente de él. Ellos, y el resto de la tropa, cortaron los tallos y las colas de cada cabeza de ajo durante la mañana, y las deschalaron por la tarde, bajo la única protección del cielo.
La jornada laboral arranca poco antes de las 5 en la plaza, que más que un punto de reunión es un lugar de carga y descarga de mano de obra, adultos y también niños pequeños. Aún es noche cerrada cuando la manzana ubicada en el centro de Rodeo del Medio, una pequeña localidad ubicada a 30 kilómetros de Mendoza capital, comienza a llenarse de personas.
Hombres y mujeres de todas las edades; papás y mamás con el grupo entero de hijos, incluyendo a las “guaguas” colgando del pecho, bolivianos todos, ocupan el lugar y lo convierten, en pocos minutos, en una especie de hormiguero.
Despiertan cuando, apenas pasadas las 6, los conductores de los camiones gritan el tipo de fruta u hortaliza que se trabajará en el destino de cada coche. Luego abren las puertas de los acoplados y apoyan escaleras para que la mano de obra suba. Entre mediados de octubre y fines de abril, la cosecha fuerte es la del ajo, y en el pueblo se nota. El olor que emana de los galpones y depósitos a la vera de la ruta nacional 7 y de la provincial 50 –camino de ingreso a Rodeo del Medio– invade el ambiente y se impregna en la piel.
Parados y amontonados en los acoplados, chicos y grandes viajan a los tumbos al ritmo de las piedras que, sobre los senderos, los camiones a toda velocidad no esquivan. Cerca de las 7.30 el camión de Tomás llega a destino. Los hace bajar del transporte y les ordena que formen una fila, donde les pregunta si están solos o vienen acompañados de algún familiar. De eso dependerá la cantidad de ajo recién arrancado de la tierra que les dará para cortar, deschalar y acomodar en cajas. Ahí nomás, a campo abierto, Tomás, el patrón, y sus cuadrilleros extienden delante de los “cortadores-deschaladores” los paños de arpillera con las hortalizas sin emprolijar.
Lo mismo sucede todos los días. A pleno rayo del sol, sólo tienen algo de beber si son ellos los que se lo llevan desde sus casas o lo compran en el almacén ubicado a más de un kilómetro del lugar exacto donde trabajan. Luego les descontarán lo gastado de sus jornales, como en la época de La Forestal. Los matorrales, a una distancia similar a la del comercio, son los únicos baños que su patrón les ofrece.
“Podemos parar, salir a almorzar. Pero es tiempo perdido que después se siente en la paga.” Eduardo es uno de ellos. Tiene 12 años y va siempre con sus hermanos; habla pausado y casi en susurros. Desde una acequia en la que está recostado –el único espacio con sombra en kilómetros–, le cuesta soltarse y explicar que el tiempo dedicado al descanso es tiempo perdido en el llenado de cajones de ajo, por los que le pagan cada quincena. Cuando termina la temporada del ajo, Eduardo y los otros chicos golondrina transitan hacia otra cosecha, lo que lo aleja cada vez más de la escuela.
Cobran cinco pesos por cada cajón de 10 kilos con ajos cortados y pelados, aunque el precio varía según la finca. Algunos campos pagan sólo por corte o por deschale hasta 1,30 peso. Al igual que los que están tumbados a su alrededor, Eduardo tiene bolsas de polietileno o pedazos de guantes enroscados en los dedos índices. “Si no te cortás con la tijera, te lastimás con la chala, que de tan reseca se clava como espinas en la piel”, indica Eduardo antes de pararse, colocarse el pañuelo en la cabeza y empezar a caminar hacia el campo, para comenzar la segunda parte de la jornada, que no culminará hasta las 21.
Los registros oficiales que intentan graficar la presencia e incidencia de trabajo infantil en Mendoza datan de 2005. Es el caso de la Encuesta de Actividades de Niños, Niñas y Adolescentes, realizada por el Ministerio de Trabajo, cuyos resultados posicionaron a la provincia en el lugar más alto de trabajo infantil. Más antiguo es el trabajo de la Comisión Provincial de Erradicación del Trabajo Infantil (Copreti) mendocina, que reveló que tres de cada diez chicos de entre 6 y 14 años, pobres y en edad de escolaridad primaria, desempeñan alguna clase de actividad laboral en el Gran Mendoza y sus alrededores.
Basta con circular los caminos de ripio que se abren a los costados de las principales rutas de la provincia, entradas a pequeños pueblos como Colonia Segovia, Rodeo del Medio, Barrio Bermejo o Rodeo de la Cruz –en los partidos de Maipú o Guaymallén–, para descubrir galpones en los que chicos y chicas trabajan a la par de los mayores, bajo las mismas condiciones de explotación.
“Sabemos que el sector del ajo es de alta informalidad, en donde existe explotación laboral y trabajo infantil. Las mal llamadas cooperativas son funcionales a las prácticas de precarización. Pero cada vez que inspeccionamos las empresas, los chicos no están o no nos dejan entrar”, explicó a Página/12 la directora de Empleo de la Subsecretaría de Trabajo provincial, Dora Balada. “Si no los vemos, no podemos demostrar nada”, añadió. En lo que va del año, el organismo realizó controles en 37 empresas, donde “sólo se encontró un chico trabajando, cuando el año pasado fueron 25”.
El panorama que grafican las cifras oficiales es incompleto. Las encuestas hurgan sólo entre la población argentina, dejando a un lado a las personas que llegan desde Bolivia. Muchos viven en Mendoza, pero la mayoría son “trabajadores golondrina”. Son los niños bolivianos y sus padres los que están expuestos a las condiciones más duras de trabajo en las fincas. Y los que quedan fuera de todo registro.
La funcionaria reconoce que “es necesario cambiar un patrón cultural. Allí donde hay trabajo agrícola hay cultura de trabajo infantil y trabajo esclavo. Es un problema cultural y naturalizado”.
Lo que sucede en las fincas se repite calles adentro de los pueblos, donde las empresas alquilan casas a los vecinos para esconder de los inspectores la mano de obra infantil. Aunque ínfimos, los chicos que emprolijan ajos en esos galpones clandestinos gozan de algunos beneficios que aquellos que lo hacen a cielo abierto no tienen. Si por “beneficio” se entiende el contar con un techo de caña que proteja del sol y un baño cerca. O trabajar jornadas de menos horas y poder regresar a sus hogares para almorzar.
Rocío y sus tres hermanos de 8, 10 y 12 años trabajaron en uno de esos galpones, instalado en el patio de una casa a dos cuadras de la suya, en Colonia Segovia, departamento de Guaymallén. “Una vecina nos comentó. Nos anotamos y empezamos a trabajar ese día”, balbuceó. Sus padres tienen trabajo, pero ella, de 15, y sus hermanos pelaron ajo durante los meses del verano pasado. “Es normal que los chicos trabajemos. La mayoría son niños. En los galpones grandes de la empresa (Bamenex SA) no te toman si sos menor de 16 años. Pero estos lugares están más escondidos”, explicó. En la misma cuadra hay otros tres lugares que funcionan de igual manera. En el patio de las casas ubican los tablones de madera sobre los que, a partir de las 6, descargan los cajones con ajos sin deschalar, los pelan y los vuelven a empacar. Por cada uno cobran 3,30 pesos, pero descuentan 30 centavos para darles a los chicos que cargan y descargan los camiones. Los sábados son los días en los que la gente cobra lo trabajado hasta el jueves, quedando dos días adeudados para la siguiente semana. Así se aseguran de que vuelvan la semana siguiente.
Los hermanos dejaron de trabajar hace un tiempo. Frente a Página/12, Rocío contó que “algunos de los patrones son malos. No tienen compasión de nada. No dejan sentarse en los cajones, inspeccionan cómo guardamos los ajos y si los ven mal pelados te retan y te dan vuelta el cajón para que lo hagas todo de nuevo.”
El sol que traspasa las cañas, el olor a ajo y el polvo que respiran todo el tiempo –los camiones que entran y salen levantan polvareda– les provocan dolor de cabeza y náuseas. “Mi mamá nos dijo que no fuéramos más porque llegábamos muy cansados. Y había nenes en los galpones que sufrían mucho más. Se les notaba en la cara.”
Investigación y textos: Ailín Bullentini.
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