“Los ojos de los muertos se cierran cuidadosamente,
con no menos cautela deberíamos abrir
los ojos de los vivos.”
Jean Cocteau
El 113 no es un número azaroso ni arbitrario. Señala las muertes ocurridas entre 2008 y 2009 que contabiliza la ONG Proyecto 7 entre las personas que viven en situación de calle en la Capital Federal. Un combo letal las provocó: la indigencia y la pobreza estructurales, la deficitaria política del Estado porteño en salud, vivienda y alimentación y los de-salojos compulsivos combinados con las enfermedades, adicciones y bajísimas temperaturas registradas en estos días del año. Aquella cifra cobra vida cuando se revelan historias que la explican mejor, que hablan de existencias miserables, de seres que se levantan y se acuestan a la intemperie. Página/12 registró varios casos apoyándose en los datos de la organización que los denunció, en Médicos del Mundo que cuenta con un móvil de asistencia y contención que recorre la ciudad y en los testimonios de quienes todavía siguen durmiendo en plazas o parques, y debajo de los puentes y autopistas.
Raúl Puerta, alias “El Colo”, tenía 32 años aunque por su aspecto avejentado aparentaba muchos más. Había perdido a toda su familia en un accidente y el impacto de ese hecho lo quebró. Estudiante de Derecho, solía ser animador de las ranchadas en Plaza Congreso, donde alternativamente ocupaba distintos bancos para dormir. Sus compañeros de infortunio lo recuerdan como un hombre instruido, respetuoso y que llevaba la marca en el orillo de una solidaridad a la que empuja la calle para sobrevivir. “Si tenía un solo cigarrillo era capaz de romperlo al medio para compartirlo”, cuenta Horacio Avila, el presidente de Proyecto 7, la organización que ayuda a la gente que vive en la calle, como le sucedió a él entre 2002 y 2007.
El Colo paraba en un bar de la avenida Entre Ríos, casi en la esquina con Hipólito Yrigoyen. Ahí, a cambio de su trabajo, recibía unos pesos y le daban de comer. Una noche se acercó al grupo de otras personas sin techo que dormían en el umbral del edificio de la ex Caja Nacional de Ahorro Postal, enfrente de Plaza Congreso. Se sentó junto a ellos, pero el cuerpo no le paraba de temblar. Alguien decidió llamar al SAME desde un teléfono público y cuando la ambulancia llegó, Puerta no se quiso subir. La respuesta a esa negativa fue la desatención. Avila todavía tiene muy fresco el episodio. Con otros indigentes intentaron llevarlo hasta el hospital Ramos Mejía pero les resultó imposible. Cada vez que intentaban ponerlo de pie se caía. Buscaron darle solución momentánea al problema acostándolo en un banco y lo taparon con una manta. El grupo se dividió: unos buscaron ayuda en el hospital y otros se quedaron con él.
Cuando los primeros volvieron ya no había nada que hacer. El cuerpo del Colo estaba rígido como una estatua. Así murió, después de alternar días de lucidez con largas noches de ebriedad. El alcohol, pero el alcohol fino, combinado con una mayor proporción de agua, es la bebida de los habitantes de la calle. Se llama “cachuña”. Y alrededor de un recipiente improvisado donde se la sirve transcurren las horas de muchos que no tienen un techo para protegerse.
Hugo Benjamín Carranza, “el Gendarme”, falleció cuando tenía 58 años. Afecto a contar historias de frontera, de cómo la vida transcurría en un destacamento o se contrabandeaba, solía cuadrarse ante una bandera imaginaria y hasta se lo veía marchar en las inmediaciones de la Plaza 1º de Mayo, ubicada entre Hipólito Yrigoyen, Pasco, Alsina y Pichincha. Cuidaba autos en la primera calle, donde se encuentra una dependencia de la AFIP, y lo hacía hasta bien entrada la tarde. Quería volver a su Chaco natal, donde pensaba que podría darle un giro a su vida.
En esa plaza funciona una de las ranchadas más organizadas de Buenos Aires. El Gendarme Hugo, que a todos les contaba su paso por la fuerza de frontera, un día muy temprano, casi con el despuntar del alba, apareció sentado en un local vacío y de grandes ventanales sobre la calle Alsina, muy cerca del Shopping Spinetto. Un compañero, creyendo verlo dormido, intentó despertarlo para que fuera a desayunar a Rincón y Chile, la cita obligada de cada mañana. Lo tocó y no reaccionó, lo empujó y el hombre se despatarró por el piso. Estaba muerto. El frío había acabado con él. Pero desde mucho tiempo antes su vida acumulaba golpes de la burocracia porteña. Una y otra vez había tramitado un subsidio. Una y otra vez se topó con la misma respuesta negativa por ser un hombre solo y no tener familia a cargo.
Igor Kirilenko, según los datos que aporta la enfermera Mary Barrios, de Médicos del Mundo, murió a fines del año pasado. Era ucraniano y pedía limosna en la zona del Parque Lezama. No había elegido ese lugar en vano. Sobre la calle Brasil se encuentra la iglesia ortodoxa rusa de la Santísima Trinidad, que parece sacada de una postal de San Petersburgo. Como otros inmigrantes y marineros de origen eslavo nacidos en las ex repúblicas soviéticas, quedó varado en Buenos Aires y se las rebuscaba como podía.
Algunos hacían changas o vendían café y cubanitos en la calle. Cuando el trabajo escaseaba, le pedían ayuda al sacerdote de la iglesia de las cinco cúpulas color turquesa. A los primeros que llegaron al país tras la caída de la URSS les costó mucho sobrellevar la crisis del 2001, la falta de oportunidades y vivir en la calle. La ingesta de vodka o hasta la cachuña que también probaron, les provocó cirrosis o la muerte por coma alcohólico.
Andrés, a secas, así recuerdan a otro ucraniano los sin techo de la plaza 1º de Mayo. Lo habían bautizado de ese modo porque el nombre que tenía era muy difícil de pronunciar. A diferencia de Kirilenko era mucho más joven. Alto y rubio. Hablaba bastante bien el castellano. Buscó trabajo con insistencia pero nunca encontró uno fijo, más o menos perdurable. Entonces se juntó con un cubano –hay varios en condición de calle– y comenzó a prostituirse como taxi boy. Sentado en un banco de la plaza y con una botella de vino tinto entre sus manos, podía vérselo llorando en silencio, acaso añorando su país y su familia.
Pasaron tres años y ya con 22 cumplidos, un día la ambulancia del SAME se lo llevó de urgencia con una neumonía. Sus atribulados compañeros se enterarían después que murió camino al Hospital Muñiz. El sida, además del alcohol, había hecho estragos en su cuerpo.
El sacerdote Jorge Enrique Alonso da misa en la parroquia Corazón de María que se levanta en la continuación del trazado de la avenida 9 de Julio hacia el sur, frente a la plaza Constitución. A fines de 2008, un hombre que vivía en la calle llamado Julio falleció en el interior de la iglesia mientras desayunaba. Tenía 50 y pico, su documento en regla y terminó en la morguera de la Policía Federal que se lo llevó junto a tres cadáveres más.
“Fue un domingo, lo recuerdo muy bien. No hacía el crudo invierno de ahora y esta persona se quedó dura en la mesa. Había terminado el desayuno, y mientras la gente se levantaba, el hombre, como quien dormía, cruzado de brazos, no se movía. Alguien le puso los dedos en la yugular para tomarle el pulso, pero ya no tenía latidos. Había perdido el control de sus esfínteres y estaba orinado. Llamamos al SAME, vino una doctora que le colocó unos aparatos y comprobó que había muerto. Se lo cubrió con una sábana y a la tarde vino la morguera a buscarlo. Yo no recuerdo más datos de él, aunque lo que pasó está registrado en el libro parroquial”, describe el padre Alonso, quien ya formuló una denuncia ante la Defensoría del Pueblo por la agresión de la UCEP (Unidad de Control del Espacio Público que depende del Ministerio de Ambiente porteño) a un indigente que vive al lado del templo, debajo de la autopista.
Martín Franco murió de tuberculosis. Es la misma persona de la que hablan Ramón Antonio Rivero, un porteño de 31 años que vive en la calle y la enfermera Barrios, de Médicos del Mundo. Los dos coinciden en que falleció recientemente, que era alto y delgado, portador de HIV y en que solía andar por el barrio de Balvanera. La ONG conserva su historia clínica porque solían atenderlo sus profesionales.
“Vivía en la manzana del Spinetto. Ahí tenía al hermano que laburaba en un galpón de verduras que se llama Caputo. Martín tenía problemas con la familia y se tiró al abandono. Después empezó a tomar alcohol, se le infectaron las piernas y lo llevaron a un hospital, adonde no lo atendieron como correspondía. Iba a la guardia una o dos horas, se cansaba y no volvía más. Murió en el hospital Ramos Mejía”, cuenta Ríos, un hombre morocho, de baja estatura, también portador de HIV, que cuando no lo hostiga la policía duerme en la Terminal de Omnibus porque ya no quiere hacerlo en el parador de Retiro. “Me fui por un muchacho que trabaja ahí y trata mal a la gente. A ese lugar le metieron muchas denuncias, como una por el caso de un señor al que hacían dormir en una silla porque tiene sarna.”
A Ríos la cifra de 113 muertes le parece exigua: “Y sí, creo que hay más gente. Eso se ve en los refugios, en hogares, y es por la falta de atención médica. Se preocupan más por ganar dinero que por tratarnos como seres humanos. Somos un trapo de piso...”. Además de Franco y el ucraniano Kirilenko, en Médicos del Mundo registraron este año el caso de Pedro Talavera, otra persona en situación de calle que falleció en los primeros meses de 2009. La ONG fundada en Francia y con delegación en nuestro país no lleva estadísticas de decesos, pero sí de consultas en su unidad móvil, lugar de procedencia de los sin techo, zonas de pernocte y nivel de estudio de los afectados, entre más rubros (ver aparte).
Proyecto 7 interroga desde una publicación con sus propias cifras: “¿Sabía usted que actualmente en la ciudad de Buenos Aires hay más de 15.000 personas en situación de calle? ¿Y que de esas 15.000 personas 4500 son niños en edad escolar y 2000 son abuelos con toda una vida de trabajo detrás y que hoy están abandonados en la calle?”
La segunda pregunta de una serie de diez, es la que motiva esta nota: “¿Sabía usted que en los últimos dos años en la ciudad de Buenos Aires murieron 113 personas en situación de calle a causa del frío y enfermedades diversas?” La ONG tiene una respuesta muy simple para esa denuncia inquietante: “La calle no es un lugar para vivir”, dice una de sus banderas.
En la Capital Federal, según los cálculos más optimistas, se amontonan en los umbrales de edificios públicos, estaciones de tren o subte y autos abandonados, entre 8000 y 10.000 personas. De lugares más abiertos como parques y plazas los vienen corriendo desde hace tiempo la Policía Federal o la patota de la UCEP. Quienes no sobreviven terminan en la morgue o como NN en la Chacarita. Se explica: el 85 por ciento no tiene ninguna cobertura de salud –ni siquiera estatal– y el 30 por ciento está indocumentado.
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