Las corrientes profundas de una sociedad no tienen por qué ser mayoritarias, se proponen ser intensas y visibles. Estos dos conceptos, visibilidad e intensidad, han cobrado vuelo en el lenguaje político contemporáneo. Hay una moral de las minorías activas que actúan con concentrado despliegue de identidades. Esto puede dar lugar a expresiones urbanas características: se llaman marchas de orgullo. Hace tiempo que han abandonado los ocultos bastidores. Puede decirse que ha culminado la sigilosa gesta que está en el centro de monumentos literarios como En busca del tiempo perdido, de Proust. Allí se consideraba la homosexualidad como una secta secreta, un arte del lenguaje que recorría calladamente la historia misma de la humanidad. En los grandes conglomerados humanos postindustriales, la visibilidad y el cambio de nombre de la “secta secreta” propone nuevos temas existenciales, estéticos y jurídicos. Otro nombre propio, movimiento gay, surgido hace varias décadas en California, permite ahora sacarlo de los contextos prejuiciosos que tenían las otras denominaciones, aunque con el tiempo se encontrarán palabras sin duda más apropiadas que este fantasioso vocablo.
Al hacerse visible la cuestión de las libertades en cuanto a la preferencia sexual, inevitablemente se desplazaría la cuestión a un deseo de ampliación en el régimen jurídico del matrimonio. Todo movimiento social, moral o intelectual largamente forjado en las trastiendas de la sociedad procura garantías últimas en el ordenamiento legal. Se torna lenguaje público a costa de no evitar, en el caso del matrimonio de personas de sexo semejante y en el de la homopaternidad, cierta paradoja muchas veces señalada. Es que la institución matrimonial, cuyas mutaciones notorias durante el siglo XX la convirtieron en una forma plástica que mal ocultaba sus propias miserias, se reforzaría ahora en su estructura tradicional, aunque por la vía de la admisión plena de nuevos componentes ajenos a su figura clásica. La característica paradojal de los nuevos movimientos de renovación de la sensibilidad amorosa occidental es la de transitar por capítulos que refuerzan formas en muchos casos ligadas al orden tradicional.
Sin embargo, suponen una dirección de la historia pública hacia una creciente secularización, esto es, un crecimiento de la autonomía y autocreación de la existencia. Esta inclinación fue resistida por la Iglesia desde tiempos muy remotos, pero siempre en medio de diversas dificultades. Siempre habrá una última secularización que los mandos de la Iglesia resistirán. Pero en el seno de la milenaria congregación siguen actuando conciencias religiosas contrapuestas, una de las cuales desea recrear la experiencia sagrada originaria, en medio de un dramático autoexamen que consiste en asociar dolor a pensamiento; y otra percibe el oficio sacerdotal como un control de las pulsiones, con la oscura satisfacción de ejercerlas en privado. Vista conceptualmente, la pedofilia es el motor activo de una dialéctica entre un mundo anímico convulsionado y la fundación de las instituciones disciplinarias de la fe, que garantizan un dolorido goce institucional, patética y oscuramente atractivo. El misticismo cristiano surge en verdad de ambas corrientes, aunque parezca más sincera la que emana de la conciencia amorosa metaforizada, es decir, la que habla estrictamente con el lenguaje de la sacralidad del sacrificio místico real para decir lo insondable del amor.
La conmovedora fábula de Dostoievski en Los hermanos Karamazov sobre el Gran Inquisidor revela bien la naturaleza del corazón partido de la Iglesia, entre sus arcaicos postulados experienciales y su burocrático ordenamiento institucional. El primero sigue conservando valor profético y este último depende de una ética paternalista, de una caridad que no siempre oculta su carácter inquisitorial sobre los pobres. El poder inquisitorial no necesariamente se resuelve con prácticas coercitivas, pues su dominación se basa en la administración de un sentimiento que en última instancia es recóndito y de naturaleza metafísica: lo sagrado como enigma. La infinita soledad que subyace en esta apertura del ser es contenida por instituciones que manejan símbolos interesantes pero congelados, y se presentan como una solución absolutoria y reconfortante para suturar la grieta inconsolada de las conciencias.
El papa Ratzinger es un intelectual conservador –a nuestro juicio menos que Bergoglio, y más ilustrado que éste– que se expresa en el lenguaje básico del racionalismo tradicionalista. En un antiguo diálogo con Jürgen Habermas, Ratzinger casi explica más convincentemente que el filósofo alemán el papel de “la luz de la razón”, a la que le ve significado divino, aunque se muestra comprensivo hacia la secularización occidental. En sus encíclicas, sobre todo en Spe salvi –“salvados en la esperanza”–, con citas a la “dialéctica negativa” de Adorno y al propio Dostoievski, y no sin un toque kierkegaardiano, Ratzinger critica implícitamente al Gran Inquisidor y habla el lenguaje de las “estructuras”, aunque para señalar que a éstas les falta una “plusvalía”, que sólo puede proporcionar la oración, en su trascendente complejidad.
Cierto que estas palabras (y las Encíclicas seguramente surgen de una compleja redacción colectiva, y en ésta han metido mano, quizá, clérigos con estudios actualizados de filosofía) no superaron luego la prueba que ofrece el accionar efectivo de la Iglesia en el mundo. Teología en sí misma conservadora, cuando se convierte en pronunciamientos sociales efectivos, puede revestirse con las peores leyendas de dominio y arbitrariedad persecutoria de las que no se han privado históricamente las jerarquías religiosas.
Así, consiguen ponerse a la par de las realidades eclesiásticas más biliosas y crasas del mundo, como lo hacen en la Argentina, que sin embargo contó con los ministerios estimables de un obispo como Angelelli y de sacerdotes como Carlos Mugica y Jorge Galli, cuyos recordados ejemplos se prologan en muchos curas que comienzan a hablar ahora un lenguaje libertario dentro de los legados de la fe. En cambio, el lenguaje de las tinieblas que emplea Bergoglio, jefe político flamígero y mohoso, gesticulante desencajado, progresivamente fue agregando un modo demonológico a su probada oratoria, que antes supo ser demagógicamente melosa y exhibe ya la forma más disminuida de las prácticas pastorales en el país. Se percibe hasta qué punto llega al corazón más oscuro de una biopolítica, aunque parezca que trata cuestiones teológicas.
Esgrimimos este conocido concepto de la filosofía política francesa de la última mitad del siglo XX –biopolítica–, para significar que se despliegan en el mundo vastos procesos de control de la vida, a través de tecnologías médicas masivas, cartillas de organización de los intercambios vitales y mecanismos de vigilancia poblacionales. Es que las luchas sociales y políticas argentinas son cada vez más “biopolíticas”, entendiendo este concepto como una crítica a los lenguajes políticos dominantes, que no perciben el modo en que las luchas anteriores y las del inmediato presente se están diferenciando. En efecto, las encrucijadas políticas ya vividas, en torno de las retenciones agropecuarias o la ley de medios, se caracterizan por ser conflictos clásicos, entre una visión de la competencia del Estado para promover intereses colectivos y la percepción privada de rentas financieras extraordinarias o rentas simbólico-mediáticas monopolizadas sobre el fondo del lenguaje social común.
En cambio, el matrimonio entre personas de igual sexo y, aunque parezca caprichoso, el conflicto en torno de la explotación minera a cielo abierto son diferendos nuevos que hacen a la cuestión biopolítica, ya que este término fue empleado. Los reclamos en cuanto a una minería responsable apuntan estrictamente a la cuestión de la organización de la vida, con sus componentes productivos y de preservación de las fuentes naturales del hogar humano. La movilización por el matrimonio con un nuevo cuño subjetivo y parental, como en el caso anterior, invita a nuevas hipótesis de relación entre los legados naturales biologizados y las formas contractuales históricas que cíclicamente se ponen en debate. En ambos casos, en el debate sobre la estructura matrimonial o la estructura de la relación económica con las fuentes naturales cuya existencia y sentido están a la escala de la humanidad en su conjunto, se desea –aunque son minorías activas los que reclamen– que la vida se exprese con nuevos puntos de equilibrio entre la naturaleza y la historia, la economía empresarial en gran escala y la economía justa, la forma familiar cerrada y las redes familiares abiertas, la razón biológica y la razón cultural, los derechos particulares y los derechos culturales, el pensamiento científico y el pensamiento mito-poético.
El país se encuentra en estos grandes debates cuya resolución adecuada hará crecer la nueva imaginación democrática. También sobre “los pobres”, o “los esclavos modernos”, se cierne el debate de conceptos emancipadores o biopolíticos. La misa de Bergoglio en la Estación Constitución –nada menos– llama la atención sobre realidades sociales inadmisibles, pero las expone con la marca de la demonología. Pensar demonológicamente es pensar sin subjetividad operante, reemplazando la alegría de la reflexión por el escándalo oportunista. Pensar demonológicamente es pensar sin lograr aprehender el objeto interno de las pasiones, sin diferenciar crítica de venganza, sin diferenciar protección social de libertad, sin ver lo que le debe la teología a la historia y lo que ésta puede reclamar en términos de pensar la sed de lo sagrado que habita en todo ser.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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