Sobre la mejilla morena de Johana la mancha azul no deja dudas. El recuerdo de la pateadura que soportó una semana antes todavía la dobla sobre la panza, como si se protegiera de su ex marido. Así le pega él desde hace mucho. Así vinieron juntos de Oruro. Así quiso echarla de la casa. Así fue a denunciarlo por malos tratos. Pero en la comisaría 38ª no le tomaron la denuncia. Ni a ella. Ni a él, que quería acusarla de ladrona. Al mediodía de ese domingo, hace ya unas semanas, la trifulca volvió a comenzar en el pasillo que hace una década es custodiado por las organizaciones de narcos peruanos. De pronto, sin aviso, dos personas se presentaron a aquietar las aguas. Eran los mediadores enviados “por alguien de más arriba”. Sin armas, con el talante rudo de los que se saben poderosos, les dejaron en claro que si no resolvían el problemita la pasarían mal. “Si la casa se la queda la mujer tiene que pagarle seis mil dólares al hombre. Si el hombre se queda con la casa le pagará ocho mil a ella, porque ella además cuida al único hijo de los dos, y no ha pasado alimentos”, fue el veredicto de los visitantes tras escuchar las dos campanas. La sentencia de los “chicos malos” no les resolvió el asunto: ella dice no tener la plata. Pero los dejó en silencio con sus dramas; ya no llamarán la atención del Estado en una zona en la que la ley es de quienes controlan el territorio, los que intervienen cuando “algo se va de las manos”. En esta crónica se cuenta cómo se aplica la justicia informal de la villa 1.11.14. Cómo la paralegalidad se gestiona desde la vida cotidiana bajo la amenaza de expulsión o muerte. Una situación que sigue intacta a pesar del megaoperativo del domingo pasado, que no logró desarticular la cúpula de la banda.
Según los relatos, la cadena de instancias que se suceden hasta que “los chicos malos” –como prefieren llamar a los soldados de los narcos– aparecen en escena no es tan corta. Existen maneras de mediar que se ensayan antes del claro lenguaje de las armas. A saber: primera orden incumplida, un disparo en un pie. Tras la segunda advertencia: directo a la cabeza. Y perderlo todo como les pasó a los paraguayos que vendían marihuana entre el ‘99 y 2000, la época en que fueron asesinados Higinio Pereyra Roa, el Conejo, Mamarracho, Roger Aguirre, Raúl Rojas, Harry, y el viejo Barrera, Robertson Recalde, Vera Cristaldo, Balmaceda Pimentel y Pozo Palacios. Esos, los nombres que no todos recuerdan de las víctimas de la guerra de narcos, son los ejemplos que cunden, los que construyeron el terror que hoy aún impera cuando la opinión de los líderes narcos se conoce. Los jefes mandan a sus esbirros a poner el límite. El que rompe el límite lo paga caro. Aunque no todos valen lo mismo a los ojos de los capos: los lazos de sangre, familia o amistad otorgan categorías y diferentes niveles de violencia a la hora de ser víctimas.
Los límites del infiel
“Ellos son de meterse en conflictos de familia cuando ya se van de las manos para que no se pueda meter la policía. Ellos intentan entender el problema tratando de solucionar a su manera. Al principio son de hablar fuerte, poniendo en claro cómo es que se sale del asunto. A veces con amenazas. Ya se sabe que ellos matan. Que no obedecerles puede ser motivo para que lo bajen cualquier rato de éstos”, dice uno de los más antiguos vecinos de la zona caliente, como se les suele decir a las manzanas que rodean un potrero que supo llamarse “La canchita de los paraguayos”. Los ejemplos abundan. Pero el del marido infiel es bien ilustrativo.
Matrimonio peruano. El se dedica a falsificar billetes. Goza de una buena relación comercial con los narcos, con quienes suele intercambiar dinero chico para encajárselo a los adictos que compran de noche, o para disolverlo en el flujo constante de dinero en la feria de La Salada, en Lomas de Zamora. Ella lo acompaña en los negocios y juntos han construido un inquilinato de catorce piezas. Tras veinte años de matrimonio, se embelesa con una veinteañera argentina.
Resume una amiga de la familia: “La mujer se entera de que le está poniendo los cuernos, y le pega a la argentina. No llegan a marcarla a ella porque su familia supo proteger a la de los peruanos. Hay un pasado de favores que se respetan. Igual se la dan a la paliza, pero no tan violenta. El peruano se lava las manos y dice que no tiene nada que ver. La familia argentina dice que va a hacer una denuncia por el maltrato a la chica. Entonces los chicos malos intervienen y le agarran directamente al peruano. Le dicen que deje de joder con la chica argentina y que se porte bien. Que si se enteran de que le sigue poniendo los cuernos a la esposa, que le van a meter un tiro en el pie. La segunda vez, ya se sabe, es en la cabeza”. El hombre de la historia asumió la orden, pero negoció. Sigue bígamo, con su amante, pero lejos de la vista de los demás, en otra villa, donde construyeron un bulo con el excedente de su empresa familiar que sigue viento en popa.
El anticrético
Lorna, mujer de armas tomar, habla con cierta admiración por la capacidad del líder narco del Bajo Flores para poner orden ante algunas ambigüedades en los contratos de la gente, como ocurrió tras la devaluación con los préstamos informales entre vecinos. El método más extendido es el del “préstamo anticrético”. Bolivianísimo, el sistema es en La Paz y Cochabamba usado por el diez por ciento de los propietarios de casas. En la 1.11.14, y en algunas otras villas porteñas en las que es evidente una explosión de la construcción y el precio de las propiedades se ha disparado, el anticrético ha sido clave en el crecimiento horizontal. Se trata de un contrato en el que un propietario cede su morada a alguien que le paga por adelantado el uso de la propiedad, pero con el compromiso de recuperar el inmueble tras un lapso de uno o dos años, si devuelve el dinero que le dieron sin intereses. Tomemos el caso de Lorna, la mujer boliviana dedicada a la costura que tiene tres piezas y un baño valuadas en cuatro mil dólares. Si las entrega en anticrético le darán esa cifra. Y entonces ella podrá armar el taller de costura que sueña, y ganar lo suficiente como para en dos años recuperar su casa, teniendo ya un taller en marcha.
El taller, un remise, pagar una deuda o crecer hasta llegar al cuarto piso lleno de escaleras caprichosas para vivir del alquiler de las piezas. Todo vale para estos contratos. “Fue grande el lío que se armó en el 2001 porque muchos habían firmado los papeles en pesos”, cuenta un delegado que participó entonces de las negociaciones. Cuando se firma un contrato en la villa no es necesaria la participación de un escribano. Se convoca al delegado de la manzana y algún otro con mayor relevancia territorial. Ellos firman como garantes. Ante la crisis, no había solución a muchos conflictos. Los propios abogados de derechos humanos y algunas organizaciones comunitarias mediaron para resolverlos. “Como no existe una ley para el anticrético, la persona que va o hace esa denuncia se queda a la deriva –cuenta una vecina paraguaya con el contrato de su anticrético en la mano–. No le queda otra que recurrir al delegado. A veces el delegado puede hacer algo. Si la persona se pone violenta entonces intervienen los chicos malos. En el 2001 el capo peruano intervino para frenar la violencia. Dijo que se pagaba la mitad en dólares y la mitad en pesos, así perdían un poco las dos partes. El beneficio es que a veces no llega a la violencia y no tarda como en la Justicia, que se lava las manos. El perjuicio es que mucha gente ya no da la casa en anticrético, ya tiene ese temor de saber a quién darlo. Ahora preferible el alquiler”.
Contratos
“Nosotros nos damos cuenta en algunos casos que hay una mano negra, o alguien superior decidiendo más allá de nuestro radio de acción, pero en general nadie nos cuenta qué pasó dentro de la villa”, le cuenta a Página/12 un abogado de la Secretaría de Derechos Humanos porteña, que cuenta con equipo de atención a la víctima. Federico Ravina, también abogado y miembro de la Comisión de Derechos Humanos del Bajo, dice que “cuando las agencias jurídicas no solucionan o complican el conflicto, la gente deja de recurrir a esas instancias y busca salidas alternativas”. “A los jueces, los más vulnerables de la ciudad no les importan. Si con la clase media hay desatención, cuando un pobre va a un juzgado, le ladran. Luego se genera una sensación de inviabilidad, la sensación de que las personas dejan su problema en tribunales, cuando es una ficción porque el problema lo siguen teniendo”, opina. Es por eso que en la consulta jurídica que atiende hace ya cinco años que los problemas de aporte de cuotas alimentarias de los desempleados suelen suplirse con hacer las colas para acceder a los subsidios sociales, por ejemplo. Claro que nada tienen que ver estas mediaciones comunitarias con la acción de los grupos armados, con otro estilo para imponer las supuestas “soluciones”.
La intervención de los “mediadores” se da cuando la sangre está a punto de llegar al río. Ni antes ni después. Es más concreta cuanto más obviamente violento sea el conflicto, y cuanto más afecte al negocio de la organización. Los principales enemigos de “la paz” –como llaman a la costa sin moros los narcos– son los ladrones, los fisuras y los violadores. En ese orden, los combaten con menor piedad y sin negociación mediante. En las últimas semanas, un rumor cruzó la avenida Bonorino de un lado a otro. Que los peruanos barrerían con los adictos (a la pasta base) que ranchan en la calle Varela a la madrugada. Molestan a los clientes que se quieren acercar a los pasillos. La “limpieza” sería parte de una estrategia nueva, vista con malicia hasta por los fiscales, que creen que los peruanos intentarán recuperar la capacidad reguladora de conflictos para fortalecerse territorialmente prestos a resistir la media docena de causas judiciales en las que son investigados.
En este orden paralelo no hay santos. Al poder vertical en el que la figura de un líder narco ausente del barrio habla por sus hermanos o por sus más antiguos soldados, lo subvierten las jugadas por zurda de sus propios muchachos. “En algunos casos también ha habido manos negras que les han ofrecido plata a los chicos para amedrentar a una de las partes para que le entregue lo que pide la otra”, explica la dueña de un inquilinato. La propiedad de la zona narco de la 1.11.14 se cotiza en alza. Está en venta una casa con 17 piezas. Su valor: 35 mil dólares. Una de tres piezas y baño puede salir en 4 mil dólares. Es mucho dinero para que alguien se niegue a pagarlo. “Ese servicio esta tarifado –explica Lorna–. Según con quien se hable para el trabajo. Si se habla con los chicos de la esquina, que aprovechando que no está el capo hacen uso o abuso de sus armas, es un precio. Si se habla con algún jefe más importante, otro. Pero lo hacen a espaldas del número uno. El sólo quiere que la paz reine en el barrio”.
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