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Sociedad|Jueves, 7 de abril de 2005
LAS OTRAS VICTIMAS

Con marcas indelebles

Por M. D.

Después de cuatro días de lluvia, el barro es rebelde y espeso en la puerta de la casa de Fátima Mansilla. Una vía corre a escasos 50 centímetros de la puerta y del otro lado la cancha de Atlético San Martín es un recordatorio permanente del miedo. Es que la Chancha Ale es el presidente de ese club de fútbol. Apenas ve a esta cronista en la puerta, los ojos de Fátima se endurecen. “Por favor te pido, perdoname, pero si sigo hablando voy a perder a mi familia, yo ya me junté, no tengo trabajo, el único que tiene es mi esposo y yo dependo de él.” Las palabras se derraman de su boca, imposible detenerlas aunque dice que no quiere hablar. Sí, lo vio a Ale en el lugar de su cautiverio. Es verdad, 9 meses estuvo secuestrada y ahora su peor pesadilla es que la vuelvan “a pillar”.
–No quiero que la gente me siga mirando mal, que digan que soy una prostituta, quiero que se olviden. Me han humillado mucho, me han quebrado la moral.
Las marcas, para Fátima, no están sólo en su cuerpo. Un estigma viejo como la cultura occidental la marca entre sus vecinas, pero sobre todo frente a la familia de su marido. Lo mismo le pasa a Blanca Videz, quien aceptó hablar pero enmudeció de pronto cuando llegó su pareja que sin vueltas le pidió que “se deje de joder”. Está fresco el recuerdo de su segundo secuestro, cuando la castigaron por haber hablado de más. Pero le pesa esa estrategia tan común en estos casos usada por la defensa de los acusados: que las chicas están voluntariamente en los prostíbulos, que ganan dinero fácil. Los defensores de Liliana Medina y su hijo, Chenga Gómez, llegaron a afirmar incluso que Marita Verón y su madre trabajaban en los locales de sus defendidos. “Yo me tengo que tapar los oídos cuando escucho eso –dice Tobar–, hay que tomar conciencia de esta situación. Porque cuando se denuncia que una chica falta de su casa desde la escuela de cadetes nos enseñan a labrar un formulario de fuga de hogar sin pensar que esas menores o incluso mayores de edad están siendo vendidas y explotadas.”
Celia y Abel Damianoff, un matrimonio de Tafí Viejo que apenas puede nombrar lo que le pasó a su hija Ruth, estudiante de la Universidad Tecnológica de Tucumán, que estuvo entre los 20 y los 21 en cautiverio, suman su reclamo: “A nosotros nos decían que no la podían buscar porque era mayor de edad, que ella sabría lo que hacía. Tuvimos que salir nosotros siguiendo pistas que nos daban en la investigación por Marita que nos llevaron a los boliches de Catamarca. Al final la tiraron a diez kilómetros de casa, inconsciente. Estuvo internada en un neuropsiquiátrico, esto pasó hace 7 meses, todavía se está recuperando”.
El caso de Ruth, como el de la menor Andrea R., el de Marita Verón, Fernanda Aguirre o las turistas europeas dan cuenta de un cambio en el perfil de las chicas que buscan los tratantes de blancas. “Es que la demanda es cada vez más exigente –dice Ibáñez–, y este perfil de chicas de clase media permite que sigan siendo rentables después de la mayoría de edad.”

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