“¿Acaso no flota en el ambiente algo del aire que respiraron quienes nos precedieron?” Con esta frase de Walter Benjamin la investigadora Lorena Verzero abre el capítulo uno de su libro Teatro militante, radicalización artística y política en los años 70. La respuesta está implícita en las 400 páginas del título publicado por Biblos, que reúne historias de obras y de bombas en unidades básicas, de asados compartidos con el público/pueblo, manifiestos políticos firmados por colectivos de artistas, de dramaturgias surgidas de fábricas y villas, de un teatro que transitaba por el país en una casa rodante o que apoyaba explícitamente campañas políticas. A las anécdotas, contadas por los mismos protagonistas, se suma la reflexión teórica. Hoy, en la Biblioteca Nacional, la autora presentará el libro junto a representantes de lo que ella denomina “teatro militante”.
La hipótesis de Verzero, doctora en Historia y Teoría de las Artes, magister en Humanidades y licenciada y profesora de Letras, es que en los sesenta y setenta se inició en el país “un proceso de constitución de una identidad social en consonancia con los procesos mundiales y, particularmente, latinoamericanos”, que engendró un tipo específico de teatro: el militante, que comenzó a existir en 1969 y que a mediados de 1974 comenzó a resquebrajarse. Pero quedó flotando en el aire. Y, según la investigadora, fue crucial para el desarrollo del teatro comunitario en la democracia y para las experiencias en cárceles, villas y fábricas que continúan existiendo al día de hoy.
Dice Verzero, con terminología de especialista, que cuando eligió este objeto de estudio se encontró con “un desborde del campo”: “Este tema me permitía salir de los circuitos establecidos por las historias del teatro, de las metodologías y teorías. Analizar un texto o una puesta está buenísimo, pero el teatro militante desborda esa capacidad”, explica. Claro: no podía analizar textos, porque la mayoría fueron quemados o guardados quién sabe dónde ante los riesgos de la época, o ni siquiera fueron escritos. Por eso, la investigadora desarrolló su trabajo trazando un “camino transversal”, conectado con otras artes, y apeló, sobre todo, a entrevistas. “Yo venía de Letras... ¡no sabía hacerlas!”, reconoce. Pero hizo muchísimas. “No había casi registros. Si hubiese encontrado un video hubiera sido feliz”, dice.
El recorrido que traza la investigadora comienza con el teatro independiente de Leónidas Barle-tta, que fue un germen de lo que pasaría después. Pero, a diferencia del teatro militante, quedó atrapado en el idealismo de la izquierda tradicional y se acercó solamente a las clases medias, explica la autora. A la experimentación de los sesenta (con Nacha Guevara como figura importante y el Di Tella como epicentro) le siguió una relación distinta con la política, que Verzero resume del siguiente modo: se pasó de un intelectual sartreano a uno enfocado en la acción, que creía en la cultura como herramienta revolucionaria. Es en este marco que nacen Octubre, el Centro Cultural Nacional José Podestá, Once al Sur y Libre Teatro Libre, encabezados por Norman Briski, Juan Carlos Gené, Oscar Ciccone y María Escudero, respectivamente. Muchos participantes de estos grupos militaban en partidos políticos, otros consideraban que la actividad artística constituía una militancia. Y no todos eran artistas.
“Un día llegamos a Entre Ríos para hacer una obra de teatro sobre un tema burocrático del lugar –cuenta Briski–. Cuando estábamos haciendo la obra, sobre una casa rodante, apareció la policía. ‘Señor Richardet, detenga la obra’, le pedían los uniformados a Paty Richardet, un vecino que colaboraba con nosotros. Y él le empezó a contestar a la policía: ‘Ya termina la obra. Después vamos’. El público empezó a decir ‘que se vaya la yuta asquerosa’. Los tipos estaban decididos a detenernos y llevarnos a la comisaría, cosa que no sucedió gracias a Richardet.” En sus tiempos de militancia en el Peronismo de Base, el actor y director encabezó Octubre. Fue entre 1970 y 1974. Llegaban a las villas miseria y a los barrios y generaban allí historias con temas urgentes que preocupaban a la comunidad.
A sus veintipico, Mauricio Kartun integró el Centro Cultural Nacional José Podestá, popularmente conocido como La Podestá, agrupación de artistas que otorgaba un lugar preponderante a la música y que apoyó la campaña electoral de Cámpora-Solano Lima. Cuando triunfó la fórmula, el grupo estrenó Fiesta de la victoria, su segundo y último espectáculo. “La Podestá no fue exactamente un grupo, sino una agrupación dentro de la cual se formaron grupos. Lo que la caracterizaba era cierto carácter heterogéneo: se intentaba agrupar a artistas con un pensamiento ideológico común, no para hacer un proyecto artístico, porque trascendía eso”, reflexiona el dramaturgo en diálogo con Página/12. De La Podestá se desprendieron Cumpa, con Kartun a la cabeza, y el grupo que coordinaba Laura Yussem, por ejemplo.
Un dato de color es que muchos temas que después formaron parte del cancionero popular surgieron de sus espectáculos. Por ejemplo, “Para el pueblo lo que es del pueblo”, de Piero. Marilina Ross también era miembro de la agrupación, que era numerosa. “Recuerdo una función en Derqui. Al terminar, nos quedamos hasta la madrugada en la plaza del barrio, en una choriceada improvisada. Las obras continuaban en la convivencia con el espectador. Otro día, con el negro (Carlos) Carella, Ross y Oscar Rovito nos quedamos comiendo milanesas en una casa. Pero las freían en otra. Desde la otra casa llegaban bandejas interminables de milanesas”, relata Kartun. Y continúa: “La cuarta pared era una ilusión absoluta. Era un teatro cara a cara”. La Podestá comenzó a emerger en el San Martín. Las primeras reuniones eran clandestinas. Los artistas golpeaban en código las puertas de los camarines. “Había algo que trascendía la ingenuidad y que por momentos se volvía negador. Seguíamos haciendo funciones a pesar de que un rato antes volara una unidad básica a la que íbamos a laburar.”
Verzero repasa también la importancia de la visita del brasileño Augusto Boal, creador del Teatro del Oprimido y del Teatro Periodístico, con quien Briski tuvo una profunda polémica. Once al Sur, el grupo de Ciccone, privilegió la estética, a diferencia de los otros grupos. Como cuenta Kartun, en el suyo, todo tenía cierta desprolijidad. Rubens Correa, director del Cervantes, fue uno de los miembros de Once al Sur, que trascendió fronteras y viajó a Estados Unidos y Centroamérica, gozando de reconocimiento internacional. Libre Teatro Libre (LTL), marcado por las movilizaciones cordobesas de los sesenta y surgido en el marco del Departamento de Teatro de la Escuela de Artes de la Universidad Nacional de Córdoba, fue la síntesis entre militancia política y exploración estética. “Nuestra manera de encarar la creación colectiva se tiñe desde el principio con la práctica de los sectores populares marginados de la cultura burguesa”, explicaba el grupo, “brazo teatral del frente cultural del PTR”, en uno de sus manifiestos.
“Debido a la imposibilidad de continuación de un programa (cultural o político) sustentado en el trabajo con las bases, entre 1974 y 1975 todos los colectivos de teatro militante se disolvieron”, sentencia la autora en las conclusiones. Algunos artistas-militantes desaparecieron, otros se exiliaron y las personas dejaron de verse. Hacia el final del libro, Verzero plantea la necesidad de que alguien recoja el guante y continúe su investigación. El teatro comunitario con la vuelta de la democracia y las actuales experiencias que se desarrollan en villas, cárceles y fábricas (fortalecidas desde 2001) serían el correlato del teatro militante con características específicas que ella ubica entre 1969 y 1975.
Briski no puede con su genio, le sale el cuestionamiento. Para él, lo que pasa en el presente es tan importante como lo que sucedió en el pasado y debería figurar en el análisis, pese a que lo considera “muy valioso”. El cree que sigue existiendo el teatro militante con todas las letras. “En la Villa 21 hicimos una obra que se llama Empanada verde. El tema es sorprendente: el acoso político a la población. Cada tanto viene algún evangelista de La Cámpora o de Macri. Es como si no los pudieran dejar tranquilos para que resuelvan sus temas. Todos vienen y no resuelven nada. La obra habla de una señora podrida del acoso, de las alternativas divinas a la pesadilla de la pobreza. La señora tiene una canilla rota y nadie se la arregla”, cuenta el dramaturgo. Los discípulos del actor andan también por Tigre. “El ojo del río –así se llama la obra que hicieron con gente del lugar, escrita por Briski– es un éxito. Se llena siempre. Están pasando muchísimas cosas, aunque un poco invisibles.”
Hoy, cuando le toque su turno, Briski hablará de esta tensión entre historia y presente. Kartun, por su parte, tiene otra opinión: “El teatro militante es una actividad inseparable de aquella época. Por supuesto que puede tomar nuevas formas. Pero aquélla estaba cargada de un fervor inevitablemente ingenuo, sobre todo a la luz de lo que siguió. La actitud negadora frente a los riesgos que nosotros teníamos no se corresponde con la época actual. Si hubiese hoy una actividad de teatro militante no se correspondería con esa condición”. Quizá, la diferencia de puntos de vista sea nada más que conceptual. Cuesta aceptar sin cuestionamientos un término como “teatro militante”, así como genera ruido el de “teatro político”, cuando hoy existe un consenso de que todo es un acto político, de que el teatro lo es sin dudas y de que el sujeto es, necesariamente, político.
Otra persona para responder al interrogante de cuán vivo está hoy el teatro militante es Ricardo Talento, que integró La Podestá y mamó de ese grupo todo lo que desarrolló después: dirige, desde 1987, el grupo Los Calandracas, con el que fundó, en 1996, el Circuito Cultural Barracas. Es uno de los grandes referentes del teatro comunitario. “La Podestá no es un museo. Aunque duró breve tiempo, está presente en la actualidad. Siempre digo que soy su producto conceptual. Duró un año y pico o dos, pero en ese tiempo se establecieron conceptualizaciones sobre la cultura, el derecho del pueblo al arte y la relación del artista con su comunidad que tienen que ver con la tarea que realizo con los vecinos”, dice Talento.
“Sigo utilizando documentaciones de La Podestá, como un escrito de Gené de cuando asumió como presidente de la Asociación Argentina de Actores, que nos sigue atravesando hoy”, recalca. “El teatro comunitario es profundamente político. No es partidario porque eso implicaría violentar a los vecinos. Pero no somos inocentes: sabemos que estamos construyendo política comunitaria.” Cuando 300 vecinos se ponen de acuerdo respecto de lo que quieren contar, se está haciendo política, opina Talento. “Y me sigo asombrando de cómo la comunidad tiene claro de qué hablar.”
Según él, los vecinos tienen capacidades predictivas: Los chicos del cordel anticipó la crisis de 2001, y por eso ha sido hiperanalizada. “No queríamos hablar de tango, sino de las drogas, de la gente que comía en los tachos de basura. Hoy estamos construyendo, se ha rehabilitado el hecho político, la juventud tomó la política como fundamental. Es un buen momento para revisar el cómo de eso. Si no lo hacemos nos encontramos con sorpresas. Me asombro de cómo la comunidad se adelanta a cómo viene la mano”, se explaya el director. “Somos producto de una época. Eramos adolescentes en los sesenta, jóvenes en los setenta. Eso atraviesa al teatro comunitario.”
“Tengo ganas de estudiar el presente. Pero este libro me llevó cinco años. Quedé agotada”, dice la autora. “Por supuesto que hoy podemos seguir hablando de teatro militante, pero entendiendo la militancia como noción coyuntural que se define en cada momento. La militancia hoy es distinta de la de los setenta y de la de los anarquistas de principios de siglo”, concluye.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.