Lo imprevisible es patrimonio exclusivo de los suburbios. “Si hubiera aprendido español en Buenos Aires, pronunciaría mucho más fuerte el yo”, dice Roger Chartier adelantando los labios en cámara lenta, como si intentara besar al aire. El historiador francés estudió la secundaria en el instituto Ampère de Lyon. No era una escuela de las más prestigiosas, esas que enseñaban a los jóvenes franceses que nacieron en cuna de oro las entonces “lenguas nobles”, el inglés y alemán. Al adolescente que fue le tocó pulsear con el español. Con los párpados entornados, como si buscara calibrar las luces y sombras de esa experiencia, cuenta que tuvo excelentes profesores que muy temprano lo vacunaron con fragmentos del Quijote. Los vericuetos de su formación historiográfica en la llamada escuela de Annales de los años ’70 y los laberintos del mundo académico –que lo llevaron a interesarse en la historia del libro, en la relación entre los textos y los lectores– hundieron al idioma de Cervantes en el olvido. Recién a fines de los ’80 y principios de los ’90, una seguidilla de invitaciones y charlas, en España y en la Argentina, lo obligaron a entrenar nuevamente ese músculo fatigado de la lengua española, que ahora luce en forma. Por esas desgracias de la planificación anticipada, sin el fixture de los partidos del Mundial, le tocó dar una conferencia en el Malba, titulada “La mano del autor: archivos literarios, crítica textual y edición”, justo en el mismo horario en que jugaba Francia. “Me dijeron que van a venir los barrabravas deportados de Sudáfrica”, bromea Chartier, que el próximo lunes recibirá el título Doctor Honoris Causa de la Universidad Nacional de San Martín (ver aparte).
El historiador francés, autor de El mundo como representación y Las revoluciones de la cultura escrita: Diálogo e intervenciones (Gedisa), explica a Página/12 en qué consiste la misteriosa “mano del autor”. “Me llamó la atención el hecho de que en toda Europa, y supongo que en América latina también, se construyen archivos literarios con documentos, notas, fotos, borradores, pruebas corregidas de los autores. Hay una disciplina académica, la genética textual, que sigue este camino desde el primer momento que un autor está escribiendo notas para una posible obra hasta que se transforma en un libro impreso. Autores como Flaubert, Zola, Diderot han dejado millones de huellas”, subraya Chartier.
–¿Por qué cree que se da este fenómeno de conservar las huellas del proceso de las obras?
–Es imposible encontrar este tipo de documentos en autores anteriores a la segunda mitad del siglo XVIII. No tenemos ningún borrador o manuscrito que hayan esbozado Shakespeare, Molière o Cervantes. La cuestión central es por qué no existen estos materiales. No es solamente porque el tiempo ha destruido más documentos del siglo XVI que del XIX. En cierto momento del siglo XVIII los autores empezaron a ser los archivistas de sí mismos y conservaron todas estas huellas del proceso de escritura. Hay que entender por qué se produjo esta profunda transformación que hizo que apareciera la mano del autor. Cambió la perspectiva de la creación literaria, la idea de la originalidad de la obra y la propiedad literaria nació en ese momento. Es la idea de la obra vinculada con la singularidad de la experiencia del individuo, sus pensamientos, sus sufrimientos, “su corazón”, decía Diderot. La mano del autor es la garantía fundamental de este proceso creativo. Antes, entre el siglo XVI y XVII, se podía escribir retomando historias existentes; había una práctica de la escritura colectiva que estaba muy desarrollada, particularmente para el teatro pero no únicamente, y no existía la propiedad literaria del autor. Pero a partir de que se produjo esta transformación en la perspectiva de la creación literaria se convirtió en una obsesión por parte de los autores, de los lectores y ahora también de los archivos, la conservación de “la mano del autor”.
–¿Se produjo además algún otro fenómeno que explique esta obsesión?
–Hay una mayor relación entre el individuo singular, original, propietario de esa obra, y la circulación, apropiación y publicación de los textos; ésta es la razón por lo cual los autores construyen sus archivos, que van a dejar a la posteridad. Una consecuencia de este fenómeno fue la producción de falsificaciones. Se multiplicaron los manuscritos de Shakespeare, que no dejó nada, salvo dos o tres hojas que fueron añadidas a una obra de creación colectiva en los comienzos del siglo XVII, y que se puede discutir si es verdaderamente o no la mano de Shakespeare. A fines del siglo XVIII había muchos manuscritos apócrifos de Shakespeare porque, evidentemente, Shakespeare falleció en 1626 (risas).
–¿Qué consecuencias tiene “la mano del autor” en el lector?
–El lector pertenece al mismo mundo que los autores. En el paradigma de la cultura escrita las nociones clave son la originalidad, la singularidad y la propiedad del autor sobre la obra, que no es sólo una propiedad económica, sino moral: no se puede alterar, no se puede modificar. Es necesario recordar que muchos libros del siglo XVI y XVII no tenían el nombre del autor en la portada. Los lectores de entonces no se preocupaban por quién había escrito esos libros, no había propiedad del autor sobre el manuscrito –solamente del librero que lo había editado y que vendía la obra–; nadie reparaba en el hecho de que antes de Shakespeare había otros Hamlet que habían sido representados, y que la misma historia estaba constantemente retomada. Aunque esto no significaba que eran incapaces de diferenciar entre Shakespeare y otros, sino que la diferencia se ubicaba dentro del modelo de la imitación. Hubo un cambio muy importante entre el prerromanticismo y el Romanticismo. Tal vez estamos asistiendo al final del Romanticismo, si se piensa que la creación literaria electrónica persigue lo colectivo y una reescritura permanente. Van a desaparecer estas tres nociones clave que han fundado las prácticas de la literatura, pero también la práctica de la escritura y la práctica editorial: originalidad, singularidad y propiedad.
–¿Qué tensiones plantea la desaparición de estas prácticas en los escritores?
–Hay una gran tensión que los autores mismos están experimentando. Se intenta, inclusive en la forma electrónica, preservar estas nociones para evitar el plagio. Al mismo tiempo la premisa de los autores es dar un texto abierto a múltiples interpretaciones y reescrituras, como un palimpsesto, pero no hay más singularidad, sino una escritura colectiva. No hay más propiedad porque hay una utilización del texto electrónico libre, gratuito, abierto. Las nuevas tecnologías podrían estar más próximas a ciertas concepciones del siglo XVI y XVII y más lejos de lo que impone la herencia romántica.
La mano izquierda de Chartier juega con un lápiz verde. Parece la mano de un director de orquesta esforzada en armonizar los acordes disonantes de músicos que tocan sus instrumentos como si estuvieran interpretando diferentes sinfonías. “El autor puede elegir publicar en forma impresa o electrónica. Lo que hemos visto, por lo menos en Francia, es que no publican las mismas cosas en un medio u otro –comenta el historiador–. En general dan acceso a notas, cartas, artículos en la forma electrónica, pero publican todavía de una manera clásica, en forma impresa, porque se respetan todos los criterios de la propiedad.”
–¿Cree que cambia el concepto del tiempo entre los formatos? El libro impreso, exceptuando alguna catástrofe, dura más o “para siempre”; en cambio hasta ahora no se puede garantizar cuál será la duración en el soporte electrónico.
–Hay un matiz entre la duración de los soportes electrónicos y los aparatos, es cierto. ¿Cuántos ficheros de los comienzos de la informática no son más legibles porque no hay aparatos que permitan leerlos? La pregunta sobre la duración del libro es dramática. El libro impreso no tiene la misma vulnerabilidad.
–En “La historia o la lectura del tiempo” se refiere a las mutaciones que impone a la historia el ingreso en la era de la textualidad electrónica. ¿Cómo serían esas mutaciones en el caso de la literatura?
–Depende cómo se piensa la literatura, si hablamos de una literatura que supone una documentación considerable es diferente a si pensamos una literatura puramente íntima o de la proyección del yo. Pero si es el primer caso, la misma posibilidad al acceso de más textos está abierta. Con la posibilidad de los hipertextos, la demostración puede estar fragmentada y no necesariamente organizada según las páginas del libro impreso. El lector puede comprobar lo que dice el historiador con el documento mismo, si existe de forma electrónica. El paralelismo con la literatura, más para autores del pasado, sería que esta hiperestructura textual permitiría al lector comparar, por ejemplo, una edición con otra edición de la misma obra; comparar el manuscrito del Ulises con el libro, comparar una traducción con otra, que también es posible hacerlo en el soporte impreso, pero más complejo porque además de encontrar los libros hay que comprarlos, cuando gracias a la textualidad electrónica se podría tener todo en la misma pantalla.
–¿Qué diferencias habría entre una práctica de lectura impresa y una electrónica?
–Cambian los gestos de la lectura, pero hay algo más que me parece fundamental. El libro impreso es una obra, Madame Bovary es el libro de Flaubert. La práctica de seleccionar pasajes, aun en el libro impreso, remite a la totalidad de la obra. El fragmento está dentro de esa totalidad, inclusive si el lector no ha leído todas las páginas, porque hay elementos paratextuales que indican algo sobre el conjunto de la obra. La fragmentación de la lectura frente a la pantalla no remite a la totalidad de la obra. Hoy se utilizan los extractos sin ninguna relación con la totalidad en obras que fueron concebidas como una totalidad. Esta es una diferencia profunda y radical. Madame Bovary en cualquier edición impresa tiene la posibilidad de estar delimitada como una obra singular dentro de las obras de Flaubert. Nadie está obligado a pasear por todo el territorio, pero conoce las fronteras. Mientras que alguien puede leer tres pá- ginas de Madame Bovary en e-book y destacar esas páginas, que adquieren una identidad y una vida singular, pero que no remiten más al proyecto estético de Flaubert. Es una diferencia importante que hay que considerar, la nueva relación entre el fragmento y la totalidad, que debería generar dispositivos que permitan reconstruir algo de esa totalidad en el soporte electrónico. Ya hay algunas de las plataformas de lectura que indican si el lector está en los comienzos, en la mitad o al final de la obra; es una manera de sustitución de la materialidad del libro. El nuevo mundo textual, en un futuro que nos desborda, puede ser un futuro de fragmentos textuales.
–Si alguien quisiera estudiar la obra de autores recientes, tendría que revisar e-mails para ver los intercambios con sus colegas. ¿El correo electrónico también debería ser contemplado como un material de archivo?
–Sí, pero ese material muchas veces se borra o se pierde por diversas razones. Porque se suprime o porque le pasa algo grave al disco duro de la máquina. Si se quiere conservar la evolución de las etapas de una obra, se debe imprimir el archivo, si no se corre el riesgo de que desaparezca. Lo que definía el perímetro de un archivo literario en el sentido material era que había un autor que estaba reconocido como tal y cuando se moría sus herederos dejaban todos los archivos. O los propios escritores organizaban sus materiales para donarlos a archivos literarios. En Francia tenemos el Instituto Memoria de la Edición Contemporánea; Alemania e Inglaterra tienen archivos similares. ¿Pero de quién o cómo se va a conservar hoy en día? La pregunta plantea un gran desafío. Yo no estoy obsesionado con la idea de los archivos porque, como decía Foucault, el proceso de proliferación de los textos es un poco inquietante y construye un universo que paraliza.
–¿Qué sucederá con las notas de lectura que los escritores hacían sobre otros textos impresos en el caso de los e-book?
–Los técnicos dirán que el e-book también conserva las notas, que se puede leer y escribir al mismo tiempo. Pero es diferente porque el objeto no conserva en sí mismo, se necesitan decisiones de conservación. No quiero dar la impresión de que me estoy lamentando por la desaparición del libro porque es imposible que el libro desaparezca. No es un discurso de nostalgia hacia una invención terrible; es un discurso que contempla la convergencia de una problemática histórica sobre la perduración de la cultura escrita desde una perspectiva sociológica sobre las transformaciones de las prácticas de lectura y sobre cuáles son las nociones que para nosotros configura la literatura, qué se modifica, qué está desafiado por una nueva forma de distribución del texto sobre el soporte. Es un diagnóstico un poco más complejo que los planteos de los entusiastas del libro electrónico o las lamentaciones de los que lloran porque la cultura escrita está siendo sepultada, cuando nunca se ha escrito tanto.
De repente el fotógrafo hace un gesto de despedida. Chartier, tan entusiasmado que ni lo había registrado, salta del sofá del estudio de su colega argentino José Emilio Burucúa y le dice: “Usted es el fotógrafo más fantástico que me ha tocado porque no se percibe que está presente. Y no me ha pedido posturas ridículas. No soy un futbolista o una estrella para posar”.
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