Desde Puerto Príncipe
La vida de una estrella de Hollywood no es todo alfombras rojas y hoteles de lujo. No, al menos, si uno se llama Sean Penn, que en estos días se levanta en una pequeña carpa de una colina infestada de mosquitos desde donde tiene una visión panorámica de Puerto Príncipe; se arremanga la sucia camisa, amartilla su pistola Glock y sale a intentar mejorar la vida de algunas de los dos millones de personas que se quedaron sin hogar después del terremoto que golpeó a la capital de Haití, seis meses atrás. Penn viene haciendo lo mismo virtualmente cada día desde fines de enero, cuando escuchó cánticos que salían de una iglesia a cielo abierto en un campo de golf derruido en Petionville, alguna vez uno de los barrios con más afluencia de la ciudad. Tras recorrer y mirar un poco, decidió que sería el lugar ideal para que su recientemente creada J/P Haiti Relief Organisation construyera un campamento para víctimas desplazadas por el peor desastre natural en la historia moderna.
Hoy, el campamento es el hogar de más de 500 mil personas, lo que lo convierte en una de las mayores ciudades-carpa de Haití, donde el terremoto del 12 de enero destruyó unos 200 mil edificios, mató a 300 mil personas y dejó –en un cálculo conservador– a un millón y medio sin hogar. Penn se ha convertido en uno de los trabajadores más duros de Haití, haciendo pausas en su misión de rescate sólo para realizar ocasionales viajes en busca de fondos a Washington, donde habló para el Congreso y Naciones Unidas antes de volver al sitio, a cavar trincheras, cargar sacos de comida y repartir medicinas para ayudar a los habitantes de este carpa-ciudad (que los trabajadores de ayuda llaman informalmente Campamento Penn) a sobrevivir a la malaria, difteria y tuberculosis.
El viernes pasado, Penn se movió por la colina en un cuatriciclo rojo, dirigiendo a los voluntarios mientras repartían coberturas de plástico a 7500 familias, para proteger sus precarios hogares de lo peor de la temporada de lluvias. Es parte del nuevo trabajo que afrontó tras la separación de su esposa Robin, a comienzos de este año, y ha prometido públicamente que continuará haciéndolo “hasta que en Haití haya más vida que muerte” y hasta que el golpeado país caribeño “ya no me necesite más”. Pero ésta no es sólo la historia de una celebridad bienintencionada que trata de salvar el mundo. Tampoco es la historia de cómo el izquierdista de 49 años –que en toda su carrera como actor nunca dejó de ser activista político– decidió reinventarse a sí mismo tras el fracaso de su matrimonio. Cuando la revista Vanity Fair le pidió que explicara por qué fue a Haití, Penn dijo, con su característica brusquedad: “Tuve con Robin una relación de veinte años. No tuve tiempo para comprometerme con nada, con lo real, con lugares como Irak. Pero ahora estoy soltero. Puedo dar una mano”.
Lo más remarcable de la ciudad-carpa de Penn es lo bien que funciona. Con una fracción del dinero de las organizaciones mainstream y casi sin experiencia en el juego de la ayuda, el actor de Hollywood ha creado lo que es ampliamente reconocido como el más vibrante y, por lejos, el mejor manejado proyecto humanitario en Haití. Al caminar por el Campamento Penn se ven más escuelas, más hospitales, más letrinas y más estaciones de agua que en cualquiera de las otras 1300 carpas similares que puntean el país. El campamento está más ocupado (tienen recolección diaria de basura), es más seguro (se ven patrullas policiales regulares) y está mejor diseñado que cualquier otro. Sus habitantes quizá no han recuperado sus vidas –y no lo conseguirán por mucho tiempo–, pero al menos sienten que las cosas se mueven en la dirección correcta.
“¿La diferencia entre este campamento y todos los otros? ¿Por dónde empiezo? –pregunta Florian Blaser, un doctor alemán de Médicos Sin Fronteras que ha trabajado en sitios de todo el país–. No hay bandas recorriendo las calles. Hay un montón de hospitales, con lo que la gente tiene un adecuado acceso a los médicos. Los chicos tienen al menos cuatro escuelas para elegir. Vas a otros lados y las víctimas del terremoto sólo existen. Aquí están prosperando. Hay un sentimiento real de comunidad.” Durante la visita de este cronista, una larga fila de residentes esperaba pacientemente, con una temperatura de 38 grados, para recibir ayuda. Prevalecía una atmósfera de fiesta, con parlantes adosados al iPod de uno de los voluntarios de Penn, con Jay–Z a todo volumen. “En otros campamentos, las entregas de ayuda pueden ser un caos –dice Mark Sweeting, voluntario de Usaid, que tiene una clínica en el sitio–. Aquí la gente está relajada. Y los voluntarios de J/P Haiti Relief Organisation están haciendo cosas asombrosas. En las últimas semanas nacieron en el campamento nueve niños prematuros, y siete sobrevivieron. Es un logro sorprendente.”
El éxito de Penn importa, porque a través del resto de Haití los esfuerzos de ayuda no están siendo tan efectivos. Aunque después del desastre se enviaron miles de millones de dólares en ayuda, sólo una fracción fue gastada. La reconstrucción apenas ha comenzado. Empiezan a aparecer preguntas sobre cómo los grandes entes de caridad y organizaciones como Naciones Unidas están gastando el dinero. Esta semana, un informe de ABC News aseguró que sólo se ha liberado un 2 por ciento de los 1100 millones de dólares que recaudaron las 23 organizaciones de caridad más grandes. Solo un uno por ciento se invirtió en operaciones. Mientras algunas ONG pagan miles de dólares por mes para albergar a sus equipos en casas con aire acondicionado (el costo de alquilar una casa con piscina en Puerto Príncipe se duplicó desde el terremoto), la estrella de Hollywood y sus voluntarios duermen en carpas idénticas cerca de lo que fue el campo de golf.
El pensamiento detrás del modo en que Penn trabaja no tiene que ver sólo con gastar el dinero sabiamente. También refleja un deseo sorprendentemente raro en la industria de la ayuda, el de ser visto por la gente a la que se ayuda como algo parecido a un igual. Las agencias tradicionales pueden caer en las zonas de desastre con envíos de ayuda y luego desvanecerse durante días. Penn cree con firmeza que sólo puede ayudar a una comunidad si vive en ella y entiende qué es lo que la mueve. “Aquí hay una familia –dice Alistair Lamb, un ex oficial de la Royal Air Force británica que es codirector del campamento de Penn–. Sean es el visionario detrás de esto, y su movida más grande desde el principio es que quiere mantener la cohesión, el sentimiento de comunidad, y eventualmente regresar a la gente al lugar de donde vinieron. No somos una fuerza colonizadora. Dormimos en carpas, igual que ellos. No vivimos en casas a kilómetros de distancia. Esa clase de cosas hace una gran diferencia. Significa que entendemos el lugar, y por ello podemos tomar mejores decisiones.”
Comparado con otras organizaciones de ayuda que emplean a docenas de trabajadores de tiempo completo, el Campamento Penn tiene sólo cuatro empleados, cuyos salarios son financiados directamente por Penn y la cofundadora Diana Jenkins. El trabajo de burro, por así decirlo, lo realizan 70 voluntarios, de los cuales alrededor de 50 forman parte del equipo médico que hace visitas periódicas. “Sean creó una plataforma de gente que tiene la misma clase de actitudes pragmáticas, idealistas que él, para poder venir aquí y que las cosas se realicen –agrega Lamb–. No hay ‘sistema’ para lo que hacemos. No hay reglas. Cuando llegamos, nuestro punto de partida no fue lo que hubiéramos hecho antes. Tuvimos un acercamiento completamente fresco.”
Al hablar con habitantes de la carpa-ciudad surgen de inmediato historias sobre la excentricidad de Penn. “Vine a un hospital de campo porque mi hijo se había roto un brazo –dice Ernest Missolme, que lleva un puesto de venta de choclos–. Había un handy en la carpa que estaba sonando muy alto y pude escuchar que había habido alguna clase de incidente. La voz de Sean gritaba ‘¡Si ustedes no vienen acá y traen ayuda, lo voy a bajar yo mismo!’ Más tarde me enteré que un tipo andaba alrededor del campamento con un rifle de asalto M16. Sean y dos tipos de Naciones Unidas sacaron sus armas y lo arrestaron.” El incidente convence a los testigos del hecho de que, en el Campamento Penn, el tipo no hace las cosas para las cámaras.
*De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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