Algún exagerado –como el que esto suscribe, por caso– dirá que tardaron demasiado en dárselo, y que por qué no el Cervantes y hasta el Nobel de Literatura, pero lo cierto es que hay mucho de justicia poética en que Leonard Cohen haya recibido el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Entre otras cosas, porque si alguien sabe de poner las palabras perfectas en la letra de una canción, ése es el canadiense que, a los 76 años, mantiene su estatus de símbolo y ejemplo para varias generaciones. Y además, porque el premio viene de España, la patria de Federico García Lorca, a quien Cohen admira hasta el punto de haber bautizado Lorca a uno de sus hijos. El cantante, poeta y novelista también estaba en la lista de los posibles ganadores del premio en la categoría de Artes, y sería justo que se lo llevara algún día –insiste el ¿exagerado?–, ya que las interpretaciones de Cohen, con esa voz a la que los años sólo le agregaron profundidad, son las que les dan el tono justo a las palabras: sólo él puede encontrar la inflexión irónica para cantar “fui bendecido con el don de una voz dorada” en “Tower of Song”, la crudeza para narrar su encuentro íntimo con Janis Joplin en “Chelsea Hotel 2” y la estatura poética como para anunciar que “la democracia está llegando a Estados Unidos” en “Democracy”. Pero, bueno, el hombre ya había recibido este mismo año el Premio Glenn Gould, considerado el Nobel de las Artes, como para que los que no exageran tengan claro que el Príncipe de Asturias está en las manos correctas.
Fue Víctor García de la Concha, ex director de la Real Academia Española y presidente del jurado, quien anunció que Cohen recibiría el premio por saber contar la vida “como una balada interminable” y por haber “influido en tres generaciones de todo el mundo”, y recordó que el poeta y cantautor había seguido “la vieja tradición que viene desde la Edad Media” de conectar “la poesía y el canto”. Rosa Navarro, catedrática de literatura de la Universidad de Barcelona y miembro del jurado, definió a Cohen como “un nuevo juglar”. “No tiene el mismo calado desde el punto de vista de creación literaria” que los otros finalistas –Alice Munro y Ian McEwan–, pero “llega a mucha más gente que a un grupito de expertos”. Y la argentina Diana Sorensen, decana de Humanidades de Harvard, opinó que, con el premio a Cohen, una vez más el Príncipe de Asturias se “adelanta” a lo que “los medios culturales son capaces de captar” y vaticinó un resurgimiento del mundo literario y musical del canadiense, especialmente en Norteamérica. En años anteriores, el Príncipe de Asturias de las Letras había ido a manos de Camilo José Cela, Paul Auster, Mario Vargas Llosa, Günter Grass, Susan Sontag y Arthur Miller, entre otros.
Poeta demasiado joven para ser un beatnik y demasiado viejo para el rock and roll, mujeriego serial, símbolo de la contracultura, monje zen, escritor de novelas y canciones, hombre con las emociones a flor de piel: aunque todas las frases describen aspectos de Cohen, ninguna termina de abarcarlo en su totalidad. De hecho, ni siquiera la suma de ellas lo lograría. Este hombre, al que cuesta imaginarse sin un traje impecable, y la mirada del que ha visto demasiado y siente que no vio nada, nació en Montreal el 21 de septiembre de 1934. Los que gustan de los simbolismos podrán advertir que es el día en que en el Hemisferio Norte comienza el otoño, y que las historias que narra Cohen suelen tener tonalidades ocres (¿dónde habrá quedado aquel que dijo que los discos del cantante deberían venir acompañados de hojitas de afeitar para cortarse las venas?).
Hijo de emigrantes judíos, Cohen comenzó a escribir poemas a los 16 años. A los 22 publicó su primer libro, Let’s Us Compre Mythologies, y más tarde Spice Box of Earth, Favourite Game y Beautiful Losers. En medio, se recibió de licenciado en Literatura en la Universidad McGill, Montreal. Más tarde se fue a Nueva York, donde recibió un subsidio para escribir, pero lo usó para viajar por Europa. Uno de sus célebres retiros fue en la isla griega de Hydra, donde empezó a escribir canciones y a cultivar su leyenda de galán caballero y sensible. Su primera novela, The Favourite Game, llegó en 1963, y al año siguiente publicó su poemario Flowers for Hitler. En el ’66, la cantante Judy Collins grabó dos canciones de Cohen, “Dress Rehearsal Drag” y la mítica “Suzanne”, y recién un año después él publicó su primer álbum, Songs of Leonard Cohen (que incluía “Sisters of Mercy” y “So Long, Marianne”).
En 1969 fue tiempo del segundo álbum, cuyo título alcanza para describir la espartana producción: Songs from a Room (Canciones desde una habitación), que incluía “Bird on a Wire” y “The Partisan”. Songs of Love and Hate (“Famous Blue Raincoat”, “Avalanche”), New Skin for the Old Ceremony (“Chelsea Hotel 2”), Death of a Ladies Man (producido por Phil Spector, revólver en mano), Recent Songs y Various Positions (“Hallelujah”) lo mostraron como un poeta profundo y reflexivo dentro del mundo de la canción, aunque las instrumentaciones de algunos de esos discos no estuvieran a la altura de las letras y la voz. El celebradísimo I’m Your Man (“First We Take Manhattan”, “Everybody Knows”, “Tower of Song”) terminó de confirmarlo como uno de los más grandes y le dio la razón a Bob Dylan, que había dicho que, de no ser él mismo, le gustaría ser Leonard Cohen. Otros “fans” incluyen a Sting, Elton John, Willie Nelson, Billy Joel, Bono (todos ellos grabaron en el tributo Tower of Song), Pixies, R.E.M., John Cale y Nick Cave (parte del homenaje I’m Your Fan).
Entre unos cuantos libros más, el cantante encontró tiempo para facturar otro disco notable, The Future (“Democracy”, “The Future”, “Closing Time”), pero tras la gira de presentación se llamó a silencio. Pero lo hizo en serio: en el monasterio budista californiano en el que se encerró a hacer meditación zen recibió como nombre Jikan, que significa precisamente “el silencioso”. Sus años allí lo ayudaron a sobrellevar mejor la depresión, a la que antes, según confesó, había intentado alejar con el Prozac y otra batería de píldoras. Cuando decidió que era tiempo de volver a hacerse oír, trabajó con Sharon Robinson (que había sido la coautora de la impresionante “Everybody Knows”) en el disco Ten New Songs. Luego llegó Dear Heather, hasta ahora su último trabajo en estudio, y en 2008, tras quince años de ausencia, Cohen decidió volver a los escenarios por necesidad: su ex manager lo había estafado y estaba en bancarrota, según declaró. La gira dejó dos “mementos”, el DVD y CD Live in London, y la recopilación de grandes momentos Songs from the Road. Lamentablemente, nunca cantó en la Argentina hasta ahora. ¿Habrá alguna oportunidad todavía? ¿O será tiempo de conformarse con verlo reaparecer sólo para recibir premios? Por lo pronto, en el próximo otoño boreal, cuando ya haya cumplido 77, Leonard Cohen seguramente pisará el escenario del Teatro Campoamor de Oviedo, donde, además de 50 mil euros, recibirá la estatua creada especialmente por Joan Miró. Y será merecidísimo, sin exagerar ni un ápice.
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