Lo primero que supo es que los gringos estaban comprando la tierra. Lo segundo, que no había un libro que narrara la llegada de los cercos, alambrados y la irrupción del country patagónico donde antes reinaba la mitología del confín del mundo, sólo apto para espíritus fuertes. La Patagonia recreada por la mirada periodística de Gonzalo Sánchez en La Patagonia vendida (Editorial Marea, cuya segunda edición se presenta mañana a las 20 en la librería Prometeo de Palermo Viejo) es tierra de “concentración y falta de control –dice el autor del libro, viajero compulsivo al sur argentino desde la adolescencia–, de gente interesada en hacer buenos negocios, de falta de marco jurídico que habilita un vale todo”. Como en la prosa de Los suicidas del fin del mundo (de Leila Guerriero), la película Nacido y criado (de Pablo Trapero), las historias de Falsa calma (de María Sonia Cristoff), el aporte de La Patagonia vendida es a una mitología hecha de vulnerabilidades, vidas cortadas antes de tiempo, agotamiento o escasez de recursos naturales, más grises que verde o mucho verde privatizado, en contraste con las imágenes for export o las fantasías de extensión inabarcable para un progreso sin límites.
“La extranjerización –dice Sánchez– es la continuación de un fenómeno de larga data que se agudiza en estos últimos veinte años: el menemismo fue la cacerola donde todo se cocinaba. Menem decía: Vengan a la Argentina que acá lo que sobra es tierra, en medio de discursos de revolución productiva.” Su texto es producto de cronista en tránsito. Si hay un culpable es la vacante dejada por el Estado para que surgieran nuevos líderes demagógicos y terratenientes (Joseph Lewis, Douglas Tompkins, Ted Turner, la familia Benetton) que se apropian de extensiones encerrando lagos, acuíferos o bellezas naturales e imponiendo sus leyes. De lo narrado hasta el momento, la documentalista Mausi Martínez (en Sed, 2005) “recogió el comentario popular –asume Sánchez–, porque su propuesta no fue chequear con evidencias de que Tompkins esté realmente por el agua: vas a buscar la prueba y la prueba no está, es creer o reventar, porque Tompkins no está envasando agua, pero está cerca del recurso. Y lo real es que están encima de los recursos”. Sobre la TV, que se interesó por el fenómeno desde las expediciones de La liga (con Daniel Malnatti y María Julia Oliván) o Telenoche investiga, opina que “muchas veces se queda a mitad de camino, demoniza demasiado. Nadie se plantea hacer el recorrido que hizo Diego Alonso en La liga. Es cierto que Lewis bloquea el acceso a lago Escondido, pero antes estaba la familia Montero, unos paisanos bravísimos que si entrabas te desplumaban. Y el lago se hizo famoso por la llegada de Lewis”.
Comenzó a andar con la certeza del despojo y fue cuestionando su propia hipótesis en el proceso de la búsqueda. “Todos los lugares que se compraron no eran de acceso para la gente. La compra de Tompkins en los esteros del Iberá –explica Gonzalo Sánchez– es de tierras que pertenecían a la familia Blaquier. La tierra de Turner es privada desde 1930.” Aquí, la Patagonia pierde la unidimensionalidad del Paraíso, desdibuja su calificación de fin del mundo para tomar la fisonomía del country o el barrio privado, tan familiares. “Pero es un barrio privado alambrado con montañas y lagos”, dice el cronista. “La película Nacido y criado (de Trapero) y el libro Los suicidas del fin del mundo (de Guerriero) cuentan la otra Patagonia, por fuera del pinito. Lewis nunca compraría en el pueblo de Las Heras (conocido como la capital nacional del suicidio), porque de ahí hay que irse. Trapero también lo retoma: es la tierra de los mineros, lunar, gris, agobiante. La cordillerana es el country.” Dolarizada y prohibitiva para los argentinos, así es la contracara de la panacea turística asociada a la prosperidad. “Caminar sobre el glaciar Perito Moreno cuesta 100 dólares. Para la familia tipo son mil pesos. El operador inmobiliario está interesado en extranjeros, que vienen y gastan. El refugiero ya no quiere mochileros”, sigue Sánchez.
Su recorrido hace escala en cuatro nombres propios, pero no concentra los males de la mutación del territorio y de los hábitos en la invasión de los terratenientes venidos del Norte; prefiere, en cambio, apuntar al Estado ausente, desprovisto de acciones para mediar entre los Benetton y los mapuches o para limitar la concentración de hectáreas que consagraron a Benetton como uno de los mayores propietarios de la Argentina. “Hay una situación coyuntural que es mucho más compleja”, dice. “Me pareció increíble caminar por el lugar que compró Joseph Lewis, quien en el medio de un confín de la Patagonia construyó una mansión extirpada de Beverly Hills, con un orfanato que parece un shopping y que ahora ofrecen para conferencias y retiros de abogados. El lugar tiene todos los tics del ricachón medio grasa, con un jardín de meditación zen, canchas de tenis, establos para cien caballos y los cien caballos, hipódromo, canchas de fútbol con unidad coronaria al costado, con preparadores físicos del Liverpool que durante la Copa Lago Escondido (día en que le permitieron el acceso sólo por unas horas) prueban a los paisanitos.”
De Douglas Tompkins (a quien desde Mausi Martínez a Luis D’Elía calificaron como el dueño del agua, cuyo territorio en los esteros del Iberá controla casi la totalidad del Acuífero Guaraní) recuerda “rasgos de gurú, una cosa mística muy poderosa: habla muy pausado y para todo tiene una respuesta. Nunca es hostil; te lleva a terrenos de confrontación pacífica”. En el diálogo le ofrecía una explicación para todo, resaltaba su propia conciencia ambientalista. Le dijo que compraba tierras para donar o conservar. “Que un americano que hizo su fortuna en el mundo capitalista diga que ahora compra para luego donar al Estado te descoloca. Martínez fue detrás de Tompkins y recogió todas las denuncias que hay en torno al tipo. Yo no soy un militante; viajo dispuesto a dejarme sorprender. Si hay escasez de pruebas vehementes tengo que decirlo.” El registro de su crónica de viaje fue el claroscuro, bajo la hipótesis de que siempre es más fácil aludir al despojo que al descuido interno.
“Tompkins –asume Sánchez– adhiere a una corriente extrema del pensamiento ecologista que incluye hasta el control de la natalidad. El tipo te habla de todo eso, te dice que en su casa de Seattle se planificaban las revueltas contra el Grupo de los 8, y por momentos te parece simpático. Me hace ruido cuando descubrís que tiene algunos negocios agropecuarios. Pero cuando Kirchner era gobernador donó tierra, y ésa es una prueba sólida. No tiene zonas de frontera, no compra tierra fiscal. Se decía que quería armar un corredor desde la Patagonia chilena a la argentina, pero no pasó. En el afán por demonizarlo surge una idea maniqueísta. Extranjeros malos y argentinos víctimas: es el mejor atajo.”
–¿Cómo fue la experiencia en tierra de los Benetton?
–Benetton es el paradigma de la Patagonia vendida: los mapuches son víctimas de todo, del Estado y de estos tipos. Es un choque de visiones entre el derecho a la tierra romano y la cosmovisión mapuche de sentido de pertenencia de la naturaleza. Benetton tiene un millón de hectáreas y el Estado no está fuerte ni es un mediador importante; no busca el diálogo. Además, los políticos saben qué sucede: el gobernador de Chubut bendice que esté Benetton porque cubre un lugar que él no podría tener a su cargo. Inyecta un dinamismo económico a El Maitén y Esquel que no cubrían las familias de la burguesía ganadera argentina cuando tenían el control de esas tierras.
–¿Y en territorio de Turner?
–Lo de Turner es raro: es el mayor terrateniente de EE.UU. y en la Patagonia compró tierra que era de un funcionario de María Julia. Todos se asombran de que se lo hayan vendido dentro de un parque nacional, y eso se puede. Todo se puede. Eso es lo más grave. Si nos tenemos que espantar de algo es de que compran porque el Estado los dejó. Compran lo que quieren, y si está todo permitido lo hacen mucho más rápido.
–¿Por qué el libro es la crónica de su propia transformación?
–Yo no sabía qué libro hacer. Creía lo que salía en los medios, que la Patagonia estaba siendo comprada por millonarios. Y mi gran temor era cómo hablarles a los patagónicos de la Patagonia. Porque el patagónico piensa que el Estado y Buenos Aires se olvidaron de ellos y se acuerdan cuando les conviene: pero ése era el libro que yo no quería hacer.
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