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Martes, 8 de febrero de 2011
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Raúl Barboza presenta El árbol y el colibrí, en el Torcuato Tasso

“Mi genética es guaraní”

A punto de cumplir 73 años, el acordeonista repasará todos los jueves de febrero algunos clásicos más las canciones de su último trabajo. “Todas las melodías que me aparecen, por simples que sean, tienen siempre un correlato en la vida”, afirma.

Por Cristian Vitale
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“No busco hacerme ver. Me da vergüenza, no sirvo para eso”, confiesa Raúl Barboza.

“Viajé mucho, viví lindo”, sentencia Raúl Barboza, a punto de cumplir 73 años. La síntesis aparece al evocar varios mojones ruteros de su vida. Temprano, en 1953, con aquella gira grande que inundó de chamamé el país; añitos después, mediante cruces paisanos, integradores, con Ariel Ramírez, Jaime Torres, Atahualpa Yupanqui, Eduardo Falú y Jorge Cafrune, o, a fines de los ’60 y principios de los ’70, como figura destacada del acordeón en Porto Alegre, la Unión Soviética y Japón, miniescalas mundiales que lo legitimarían, durante la inflexión del siglo, como embajador del chamamé en varias ciudades del globo. Como corresponsal, al cabo, de una forma del sentir musical argentino que aún luchaba por ser en su propio pago. Esto en el orden del “viajar mucho”. En el de “vivir lindo”, Barboza habla de un meticuloso cuidado personal. Dice que no toma “nada raro”, que no se tiñe el pelo, que hace gimnasia porque como músico tiene las mismas obligaciones que un deportista, que prefiere la mandioca al pan “para no engordar” y que lleva un biorritmo cotidiano alejado de los excesos a menudo propios de la bohemia artística. “Cuido mucho el detalle y la prolijidad, no por lo que dirán de mí, sino porque no le quiero fallar al otro, aunque no exista un contrato firmado. Soy de la época en que la palabra tenía un valor. Digo ‘voy, y allí estoy’. Lo demás no está en mi ser.”

Se nota. Las 22 es la hora pautada para comenzar su recital en el Torcuato Tasso, el boliche de Defensa al 1500, donde actuará todos los jueves del mes, y cinco minutos antes corta con buenas maneras la charla con Página/12. Le da tres minutos a la fotógrafa, pasa como un rayo por el baño, y 22 en punto está hechizando al público con su fueye chamánico. “Yo entiendo que la música es un regalo de la vida. Nietzsche dijo una vez: ‘La vida sin música hubiera sido un error’. Y la verdad es que ha sido una gran guía para mí”, había dicho antes de subir a escena. Poco más de hora y media no alcanza, obvio, para mostrar ni siquiera en partículas los casi 60 discos que lleva editados entre la Argentina, Francia, España, Brasil, Japón y Alemania, sino apenas para esbozar algún clásico y presentar ciertas piezas del flamante El árbol y el colibrí, sucesor del crucial Cherogapé, editado hace ocho años. “Este disco es un mensaje que me pide la tierra a mí cuando voy al Rio Grande do Sul, en Brasil, y veo que donde ayer había monte hoy hay soja. Se me ocurrió que el árbol cobró vida y vio que a su alrededor no había nadie. Que sus primos, sus tíos y sus padres ya no estaban, entonces pasó el colibrí, que venía a buscar su ración de azúcar en la flor, y le dijo ‘sacame la semilla, vete al monte lejos y donde encuentres un lugar donde puedas poner mi semilla, hazlo, tal vez veamos florecer un árbol cuando yo no esté más’”, dibuja el acordeonista abriendo una de las puertas posibles para entrar en su obra.

El árbol y el colibrí, que Barboza seguirá presentando –con otra formación– en Europa, es austero y sencillo. Lleno de silencios, giros tímbricos y matices, y con un péndulo que ondula entre versiones de “Los inundados”, “Alma guaraní” o “La tierra sin mal” y nuevas creaciones: “Colores del monte” y “Oración a la Luna”, entre ellas. “Todas las melodías que me aparecen, por simples que sean, tienen siempre un correlato en la vida más que en la naturaleza, porque la naturaleza es una palabra que se ha banalizado demasiado... Es a la vida a lo que apunto con mis composiciones. Y al otro, claro, porque cuando uno tiene deseos de llegar al alma del otro, lo primero que tiene que hacer es despojarse de toda arrogancia. Intentar no hablar fuerte, no atropellarse con notas, y cosas así. Es una manera de ser, una manera de vivir que parte de los consejos que recibí de quienes han vivido antes que yo.”

Barboza alude directamente a sus padres. El, un correntino de Curuzú Cuatiá, de quien heredó la sangre guaraní. Ella, una santafesina que sentaba al joven Raúl (“Raulito el mago”) para decirle cosas como ésta: “Cuando estés en una fiesta en la que haya sillas, nunca te sientes en la que esté más adelante, porque puede venir alguien y decirte ‘señor, éste no es su lugar’. Más bien sentate atrás de todo porque también puede venir alguien y decirte ‘señor, éste no es su lugar, tiene que ir más adelante’”. “Entonces yo nunca busco el mejor lugar, porque el mejor lugar es cuando uno pasa inadvertido”, retoma Barboza. “Si alguien me descubre, bueno, pero no busco hacerme ver. Me da vergüenza, no sirvo para eso.” No parece porteño, pero lo es. Barboza nació en Capital Federal, donde vivió hasta los 21 años. “Aquí es donde me nutrí de Gardel, Oscar Aleman o Canaro de tanto escucharlos en la radio, pero bastaba con que pusieran un chamamé para que me moviera de una manera increíble. Cambiaba todo. Y no era una elección, sino un sentimiento inexplicable: soy guaraní no por elección, sino por algo innato. Mi cultura y mi genética son guaraníes en todos los sentidos. Es el ritmo 6x8 y 3x4 el que me sale. Es Montiel, Cocomarola, Abitbol.”

–¿Cuál es su autonomía estética respecto de ellos?

–Bueno, tal vez por haber nacido en Buenos Aires he tenido la oportunidad de escuchar otras músicas, de sacar algo del jazz. De hecho, trabajo el género con improvisaciones, con momentos de silencios, de espacio, de puentes, de cambios de registro. Busco que la música tenga espontaneidad, por eso el instrumento es como la continuación de mi brazo, pero la esencia está en la fragancia de los azahares de Goya, que son embriagantes en verano, en las mariposas gigantes de Pozo del Indio, en el ruido y el movimiento de las cataratas del Iguazú, en el mirar sorprendido del mono... O en la mirada mansa del indio que se pregunta “¿por qué me hacen esto?”, pero no se queja, no opina, apenas solicita que lo dejen. Mi música representa todas estas cosas.

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