La pregunta planteada al bautizar Why Pink Floyd...? la homérica recopilación lanzada por la banda británica sólo parece apelar al cinismo de propios y extraños: no hay, artísticamente hablando, un porqué satisfactorio que justifique una nueva publicación –convenientemente amenizada con diversos souvenirs sonoros y visuales– de todo el catálogo de Pink Floyd. Tan sólo un contrato suculento tras un largo litigio (ver aparte) y la imposibilidad práctica de registrar nuevo material podrían contestarle, en principio, a ese “Why..”. Sin embargo, la artera jugada empresarial para sacarles más plata a los fans no logra diluir el placer que provoca volver a escuchar los 14 discos grabados por Pink Floyd, más allá de los aditamentos y los espejitos de colores. Y tras releer los 45 años de historia del grupo, acaso surjan otras preguntas –“what”, “who”, “when”, “how”– más pertinentes que el “why”.
Pink Floyd es una de las cinco bandas más grandes de todos los tiempos, junto a Los Beatles, Rolling Stones, U2 y Led Zeppelin (se aceptan impugnaciones, insultos y amables sugerencias para ocupar los otros cuatro lugares). Pero, también, es la banda que encierra en su seno todas las contradicciones que el rock supo parir en su relación con: el show business, el sentido ético del género, la relación con los fans y con la propia obra. Pink Floyd fue/es (es probable que en lo que resta de esta nota las coordenadas temporales fluctúen en una misma oración, a despecho de la corrección gramatical) un milagro de memoria emotiva garantizado en frías oficinas de management; un proyecto aséptico nutrido de experiencias radicalizadas. No alcanza con la solidez de un puñado de canciones inolvidables para explicar la vigencia –aunque más no sea en su condición de intocable pieza de museo– de una banda que logró conciliar las expectativas de hippies coloridos y darks nihilistas, fumones perdidos y caretas irremediables, idealistas y cínicos, lúmpenes y yuppies. ¿Será que sus integrantes asumieron conscientemente la ciclópea tarea de darle a cada cual según sus necesidades? El siguiente párrafo, se verá, intentará dilucidar ese interrogante. Pero no lo logrará.
Dos de sus integrantes históricos, Syd Barrett y Rick Wright, están muertos. Pero uno –adivinen cuál– está mucho más muerto que el otro. El primero de ellos sigue siendo una especie de talismán, muy a su pesar. Cuando su estrella lisérgica se apagó en la locura lisa y llana –hace unos 43 años–, Pink Floyd rompió los muros del underground y se convirtió en una banda gigante. Pero –argumentan los puristas– debió entregar algo a cambio. Nunca volvió a tener la chispa revulsiva de aquellos primeros tiempos. Sin embargo, la combustión espontánea de Barrett logró ser ecualizada más tarde en los sucesivos discos del grupo; una especie de “efecto droga”, resultado de un minucioso y disciplinado trabajo de ingeniería de sonido, le otorgó credenciales de “locura” a una música hecha por artistas que estaban perfectamente en sus cabales. Wright se murió hace tres años casi en silencio. Con no mucho más ruido había vivido musicalmente durante tres décadas. Pero su trabajo en el teclado –siempre le guardó fidelidad al órgano Hammond– podría emparentarse con el de un bioquímico en su laboratorio. Piezas antológicas como “Echoes” y “The great gig in the sky” responden a su sensibilidad de materialista científica. Nick Mason, que todavía vive, es un hombre afortunado que conoció a los músicos indicados en el momento oportuno. No hay mucho más que agregar a su currículum como baterista.
Por último, Roger Waters y David Gilmour. De la tensión entre estos dos tipos que se odian como sólo se pueden odiar dos magnates rockeros salieron las páginas más sublimes de Pink Floyd. Un frágil equilibrio, que por suerte se rompió más tarde que temprano, fue guiando la carrera de Pink Floyd hasta The Wall. Las ambiciones musicales de ambos eran, aparentemente, incompatibles. Mientras Gilmour buscaba anestesiar a sus oyentes con instrumentaciones etéreas y registros climáticos que los condujeran a otra frecuencia anímica, Waters pretendía precisamente lo contrario: activar la conciencia crítica de la sociedad, “despertar” a sus fans a través de canciones que denunciaban a una sociedad sumisa y mecanizada. Lo milagroso fue que ambas posturas pudiesen ser metabolizadas en una misma canción. O en varias: “Confortably numb” (The Wall), “Pigs” (Animals), “Time” (The dark side of the moon), “Have a cigar” (Wish you were here), por citar sólo algunas. O que se ensamblaran, con sus particularidades, en un mismo plano conceptual: el “viaje” que propone The dark side... es, al mismo tiempo, una invitación al escape galáctico y un sereno grito de desesperación terrenal. Durante años, millones de fans zanjaron la contradicción fumándose un buen porro.
Pink Floyd fue una banda clave de dos períodos históricos del rock: iluminó la psicodelia del segundo lustro de los ’60 con The piper at the gates of dawn y escribió el más sutil de los epitafios del hippismo (esto es: sumó a los hippies, ya inminentes profesionales, a su causa artístico-humanística) con El lado oscuro de la luna. El clímax de efervescencia y favor popular, sin embargo, los encontró desfasados respecto de la evolución histórica del género. Cuando Pink Floyd grabó The Wall en 1979 los vientos empujaban para el lado de la new wave. Pero la monumentalismo barroco de Waters debe haber tocado alguna fibra sensible en la humanidad de aquellos tiempos –y de los posteriores– para que hoy, treinta y dos años después, el bajista esté en condiciones de llenar nueve veces el estadio de River Plate. Es probable, de cualquier modo, que la “marca The Wall” –que ilustra sobre uno de los hallazgos del marketing neorockero: la elevación de lo clásico a la categoría de “tendencia permanente” resulta mucho más redituable que la búsqueda de nuevas figuras recambiables– haya superado inclusive la megalomanía de su creador.
Más allá de esa exitosa experiencia disruptiva, Floyd casi siempre supo ajustarse a los requerimientos de cada época. En la era de las óperas rock se despacharon con Atom Heart Mother (más conocido como “el disco de la vaca”), que reforzó sus pretensiones de epifanía cósmica con el añadido, sobre la hora, de una orquesta de cuerdas y vientos y un coro de veinte voces. El relativismo suele filtrarse aun en las lecturas históricas más tajantes. Ejemplo: se dice que el disco Animals fue la tímida respuesta de la banda a la invasión punk. Era un álbum áspero, de tintes orwellianos, ajeno a la nostalgia contemplativa de Wish you were here. Pero dos de sus canciones medulares –“Dogs” y “Sheep”– ya habían sido probadas en vivo, con otros nombres, en 1974, mucho antes de que los Sex Pistols amenazaran con matar a Pink Floyd. Lo que hizo Waters fue rebautizarlas para que adquirieran otro sentido al lado de “Pigs”, que sí era flamante en 1977. Con un mínimo golpe táctico, Waters estuvo en condiciones de gritar eureka: tenía para ofrecer su propia rebelión en la granja y su propio álbum conceptual en tiempos del punk. La jugada no alcanzaba, de todos modos, para frenar lo inevitable: a los 30 años, los integrantes de Pink Floyd ya eran ancianos. Unos ancianos venerables o unos viejos a los que se debía eliminar de la escena. Daba lo mismo. Cierto es que los códigos del rock también conceden premios consuelo: después de los 30 años ya no se envejece más. Hoy Pink Floyd tiene la misma edad simbólica que muchos sobrevivientes del punk.
Uno de los grandes méritos de Pink Floyd fue haber estirado los límites que le imponían las condiciones materiales. Siempre llegó un poco más allá de la convención tecnológica de cada momento. O casi siempre. Cuando dejó de hacerlo se convirtió en una pesada máquina guiada por viejos reflejos perfeccionistas. Pero cuando tuvo a disposición sólo cuatro canales de grabación –recién en Atom Heart Mother trabajó con ocho canales, en Meddle con 16 y en The Dark side... estrenó las 24 pistas que le ofrecían, como gran novedad, los estudios Abbey Road– les arrancó sonidos a las piedras. La psiquis fragmentada de Syd Barrett se traducía en disonancias abruptas, hipnóticas cámaras de eco, sobregrabaciones artificiales de voces.
La flamante remasterización de la obra completa de Pink Floyd invita a repasar la evolución sonora del grupo y deja flotando una idea: con la mejora del sonido se lucen las particularidades innovadoras de discos como The Piper at the gates of dawn o Meddle, y queda más expuesto el aburguesamiento creativo de, por ejemplo, The final cut y A momentary lapse of reason. En estos últimos dos discos, al margen de la coyuntura interna (The final cut es prácticamente un álbum solista de Waters; A momentary... es prácticamente un álbum solista de Gilmour) queda al desnudo la utilización conservadora y autoindulgente de los elementos técnicos a disposición. No hay nada por descubrir con la remasterización. Pero darle una nueva oportunidad a “Lucifer Sam” (1967) permite encontrar detalles en principio “menores”: efectos distorsivos, inquietantes ataques de la guitarra wah-wah de Barrett que antes permanecían inadvertidos. Y –todo debe decirse– hay gemas en la discografía de Pink Floyd, como “Shine on you crazy diamond”, que están a salvo de cualquier variable de packaging tecnológico. Siempre sonaron bien. Quien esto escribe no podrá superar jamás el estado de conmoción que sintió al escuchar por primera vez esa guitarra de Gilmour, lastimando desde la cinta gastada de un casete virgen en un walkman prestado. Pero claro, la subjetividad que se esconde detrás de la anécdota tergiversa cualquier aproximación seria.
Queda para el final la pregunta planteada al principio por la banda y por el sello discográfico, casi como un desafío: “¿Por qué?”. Habrá que declararse incompetente en la materia. Sorprende que, del gélido acuerdo entre dos colosos en decadencia (debe haber pocas imágenes a priori menos “artísticas” que una reunión de conciliación entre los popes de EMI y los abogados de Pink Floyd...) pueda reciclarse indefinidamente la belleza. Pero no es necesario recurrir a la canción “Money” para concluir que Floyd es la banda que mejor utilizó, en provecho propio, las debilidades humanas “denunciadas” a través de su música. Pero tal vez éste sea un buen momento para dejar de lado las disquisiciones éticas y tirarse a escuchar, bien pertrechados, dos o tres discos de esta colección elegidos al azar.
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