Es Ringo. Es Ringo y es cierto, excepto algunos pasajes de su itinerario post Beatles en los que pareció palpar el status perdido (con Ringo, con alguito de Sentimental Journey), nunca pudo superar el imperativo categórico de haber estado ahí, en la mejor banda del mundo. Nunca como solista, ni siquiera un poco y con la ayudita de amigos que lo fueron nutriendo de ciertas canciones: el mismo Lennon con “I’m the greatest” o Harrison vía “Photograph”, por nombrar algunas. Pero es Ringo, el único Beatle posible que faltaba venir a esta Argentina híper receptiva. Y, axiomático, todos los que colmaron el Luna Park estaban ahí por él. Pero Ringo es Ringo, hoy, si se lo ubica en contexto, circunstancia y rol. Nunca fue un compositor prolífico y, aunque tocara la batería como los dioses (cómo olvidarlo en “Rain”), o se animara a cantar para romper con el monopolio Lennon-McCartney –a veces, Harrison– era imposible pensarlo solo. Suponerlo autosuficiente. Reconstruirlo haciendo abstracción de la historia y sus giros. De ahí que el peso específico del nombre de la banda que lo sostiene sea el más sincero de los posibles. No es que Rick Derringer, Richard Page, Wally Palmar, Edgar Winter, Mark Rivera, Gary Wright y Gregg Bi-ssonette sean estrellas en sí (después de todo, quién precisa de qué va una estrella de rock), pero sí son algo con él y, en perspectiva horizontal, él prefirió nombrarlos como estrellas. Como iguales.
Visto así, Ringo es un cartel, casi una marca. Un gancho juguetón. O un eslabón más (con cierta ventaja, claro) de una cadena que no podría tirar lo que tira con cada eslabón por su lado. Y si los All Starr son una conjunción, entonces Ringo (empiria pura) opera como parte. La parte de la cadena que arrastra el factor emotivo, pero además la que lleva en las venas haber estado ahí, haberlo vivido en carne propia. Haber tocado hace más de 40 años (tiene 71) los mismos temas que hicieron arrancar el culo de las sillas a todo el Luna. Por más que no fueran The Beatles, cada quien los fantaseó. Los fantaseó en “Boys”, la gemita de Dixon y Farrell del primario Please, please me; en “I Wanna be your man”, de With the Beatles; “Yellow Submarine”, pese al ridículo chiste de arrojar globos amarillos; “Act Naturally”, de Morrison y Russell (Help!); “Honey Don’t”, el rocanrolazo de For Sale, o en el inolvidable hit de Sargent Pepper`s (“With a little help from my friends”). Y los fantaseó a través de Ringo, porque Ringo coló una trampita: cantó los seis temas que había cantado originalmente en los sesenta y plantó bandera. Mostró, libre y pillo, su autonomía. Apenas (¿apenas?) faltaron “What goes on”, “Don’t pass me by” y el formidable “Octopus Garden” –suyo, además– para que condensara su ser Beatle en totalidad. Fue su aporte. Su momento que se extendió a tres canciones de acervo solista (“Photograph”, “It don’t come easy” y “The other side of Liverpool”) y por ser él, claro, el starr de los alls.
Pero los alls se la tenían que cobrar al starr, y cuando eso sucede (sobre todo si son ocho) el resultado final traduce lo que fue: un recital, aunque emotivo, inolvidable y por momentos de lindo vuelo musical, también desparejo, fraccionado, disperso. Híbrido, si se quiere. O si no, lo más lejano posible a la idea de concepto, porque el generoso acto de Ringo de darle a cada quien su “momento de gloria” derivó binario, casi maniqueo, como si fuera un festival heterogéneo condensado a escala show. De un lado, un Winter que la rompe cuando le toca y deja a todos perplejos (a punto tal de ser el más aplaudido de la noche después del baterista) a través de un cuelgue poderoso, sureño y lisérgico, en el que el hermano albino del albino Johnny alterna teclado, saxo y batería (“Frankenstein”) o un Derringer, legendario violero, que alcanza el cenit rockero, lo más rabioso de la noche a través de “Rock and Roll Hootchie Koo”. Del otro, un Page –ex bajista de Mr Mister– retomando el pop con edulcorante de los ochenta a través de “Kyrie” o “Broken Wings”; o un The Romantics (Palmer) amparándose en dos temas comercialmente oxidados como “Talking in your sleep” y “What I like about you”; y, menos feliz aún, oír que el tecladista Wright compuso la casi intolerable balada “Dream Weaver” inspirado en un viaje a la India con George Harrison.
Nada grave, al cabo. Nada que empañe el hecho único e irrepetible de ver por primera vez a Ringo Starr en suelo argentino... apenas trasluces de una generosidad necesaria. De un don y contra don musical que eclipsó, aun con sus deslices, la amargura del lunes y acabó con una evocación luminosa: “Give peace a chance”.
7-RINGO STARR & HIS ALL STARR BAND
Músicos: Ringo Starr (batería y voz), Rick Derringer (guitarra), Richard Page (bajo), Wally Palmer (guitarra y armónica), Edgar Winter (saxo y teclados), Gary Wright (teclados), Gregg Bissonette (batería) y Mark Rivera (saxo y percusión).
Público: 7 mil personas.
Duración: 120 minutos.
Artista invitado: Fernando Blanco.
Lunes 7 y martes 8, estadio Luna Park.
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