“De manera que, buenas noches, che bandoneón... que bueno poder verte así, en buenas manos”, se le escucha decir al hombre. Emotiva y melómana, la “autoridad” tanguera de Julio Cortázar legitima in situ el instrumento de Juan José Mosalini y, bajo su sonido, inicia su disco en clave de poema. Se llama Don Bandoneón –la secuencia también se puede ver en un film de la época– y prosigue con una selección de tangazos que suenan sin peligro de extinción: “Mala junta”, “Flores negras”, “El Marne”, “Con el cielo en las manos” y “El Monito”. Así por un lado. Por otro, la historia de versionar gigantes del instrumento y mecharlo con alguna que otra pieza propia (“Improvisación” o “Aller et retour”, por caso) que derivó en un coletazo mayor: “Che, Bandoneón”, y fue imposible retroceder. Mosalini, con o sin la palabra del escritor como sostén, empezó a ser un maestro. A ser un profeta fuera de su tierra (Francia) y a llamar al instrumento según su estado de argentinidad: Don o Che, indefinidamente. “En Don la idea fue mostrar arreglos antológicos de varios bandoneonistas y, sobremanera, el trabajo de escritura del maestro Leopoldo Federico. Me une a él no sólo una amistad, sino una admiración que llegó a su culminación cuando en el año 1964 entré a su orquesta. Yo sí puedo decir que aprendí tocando sus arreglos y los secretos del tango a su lado”, introduce él.
–¿Y Che?
–Fue el resultado de la repercusión de Don. En este caso invité a mis amigos y colegas bandoneonistas a que escribieran obras originales para que yo las interpretara a mi manera y así poder entrar en el pensamiento musical de todos ellos: Binelli, Pane, Mederos, Federico, Piazzolla, en fin.
La data fresca es que ambos discos, grabados originalmente por separado (uno en 1979 y el otro en 1991) y nunca antes publicados en Argentina, fueron reeditados juntos, en formato de CD doble (Acqua Records mediante), y Mosalini cumplió con una vieja aspiración: aunar dos momentos de sí durante sus años en Francia y atarlos a un estadio anterior, cuando el bandoneonista –compositor y arreglador, además– tenía 17 años y debutaba con una serie de hits tangueros (“Guardia vieja”, “Maipú” y otra vez “Mala junta”) grabados mientras probaba un micrófono que iba a ser utilizado en los estudios de Canal 13. “Yo integraba la orquesta estable, como resultado de un premio que había ganado como solista en una emisión de Nace una Estrella. Al final de la grabación, el técnico me hizo dos copias. Una la guardó mi padre y treinta años más tarde la recuperé. Un día, asado de por medio, hice escuchar ese registro a mis amigos y coincidieron en que era importante hacer conocer esa grabación, pese al deterioro en que se encontraba”, cuenta.
–La totalidad del CD, contando esas viejas piezas, condensa 38 temas y marca “otro” Mosalini, al menos distinto al vanguardista que hizo Imágenes y Violento, dos discos del segundo lustro de los ochenta...
–Otro contexto, otra circunstancia, sí. En el caso de Don Bandoneón, tuve que lidiar con varias trabas. En ese momento, fines de los setenta, era irrealizable editar un disco exclusivamente de bandoneón. Decían que no era comercial, y que era aburrido. En pocas palabras, el tango interesaba cada vez menos como resultante del deterioro cultural por la opresión que vivía el país. En consecuencia, casi como una manera de saldar las cuentas, propuse hacer el disco con solos de bandoneón exclusivamente. Cuando fue aceptado, lo primero que hice fue contarle a Cortázar, que dijo esas palabras, y a Federico. Cabe aclarar que hasta la fecha sólo había temas sueltos de manera artesanal que daban vueltas de manera casi clandestina.
–Como partecitas perdidas de su identidad.
–Visiones mías acerca de gente que había tenido como espejo, sí.
–¿Por ejemplo?
–¿Tengo tiempo?
Mosalini necesita tiempo para rearmar un entramado de referentes como si empalmara –autobiográfico– las piezas del rompecabezas que se terminaron uniendo en Don y Che. Reconoce a Baffa –uno de ellos– como un gran padrino y dice que, gracias a él, se integró a las orquestas de Leopoldo Federico y Horacio Salgán, con la que grabó dos discos, uno instrumental y otro acompañando a Edmundo Rivero. A Binelli –hombre de su horneada– lo recuerda como compañero en la orquesta de Pugliese, entre 1969 y 1977 y cofundador del Quinteto Guardia Nueva. De José Basso evoca las extensas y difíciles variaciones que tenía que pilotear como bandondeonista cuando tocaba bajo su batuta y en Piazzolla engloba el sentir de su generación. “Es difícil narrar mi impresión sobre Astor sin tener en cuenta varios parámetros. En lo musical, el norte estaba marcado sobremanera por él: toda mi generación fue Piazzollera. Su tenacidad y originalidad eran un faro para nosotros. Y además me unió una relación que comenzó en 1961. El vio una de las emisiones de Canal 13, donde toqué como solista y me invitó para escuchar el Quinteto en el Café Concert Tucumán 676. A partir de ese momento empecé a asistir a los ensayos y a frecuentarlo en la ocasión que se presentara. Hoy, su música es un lenguaje universal que es tocado e interpretado a la altura de los grandes músicos del siglo XX.”
–Ellos, los tangueros, por un lado. ¿Y el rock? El factor generacional también lo vinculó a Spinetta, por nombrar a uno.
–Conocí al Flaco por pura casualidad, saliendo de una grabación con la orquesta de Federico para el sello Columbia. En otro estudio estaban mezclando una canción y al pasar me puse a escuchar al lado de la puerta entreabierta. El Flaco me vio y me dijo “entrá si querés”. Le extrañó ver a un bandoneonista que escuchara atentamente su música y me preguntó si me gustaba, claro: ciertas canciones suyas tenían un perfume urbano y tanguero y me prendí: grabamos “Los libros de la buena memoria” y después me invitó a tocar en el Luna Park.
–Con Invisible, sí, pero más prolongada fue su experiencia con Rodolfo Mederos y Generación 0, una banda “cruzada”.
–Una experiencia a la que adherí incondicionalmente, porque hablaba de la necesidad de encontrar nuevas formas de expresión. Esta experiencia está ligada estrechamente a lo que se llamó rock nacional, que en esa época estaba fundamentalmente representado por músicos intuitivos. El trabajo era a partir de largos ensayos donde las convenciones y las estructuras de los temas eran fundamentalmente de tradición oral. Quizás ésta sea una de las razones que originaron la falta de comunicación entre los músicos provenientes del tango y los del rock. Si bien hay otras razones que provienen del gran cambio político cultural: los medios de comunicación y las empresas grabadoras cambiaron fundamentalmente de orientación y la música nacional quedó postergada a porcentajes ínfimos. En consecuencia, el gusto y el consumo musical, fundamentalmente de los adolescentes, fueron cambiando, y las referencias estéticas fueron otras.
–Alas haya sido tal vez la experiencia más reveladora de esa simbiosis...
–Tal vez, sí. A Gustavo Moretto, el líder del grupo, lo conocí a principios de los ’70. El quería conocer personalmente a Pugliese y presenciar un ensayo, y la cosa se dio una tarde en Callao 11. Osvaldo estaba particularmente asombrado de que un músico proveniente del rock se arrimara a la orquesta. Y, como resultado de encuentros varios entre Mederos, Binelli y yo saltó la idea de integrarnos a Alas para hacer alguna experiencia. Se concretó en un concierto en el Teatro Coliseo, y fue un suceso impresionante. La sorpresa del público habitual de Alas cuando nos sumamos los tres bandoneones al grupo fue sencillamente alucinante. Hubo momentos de improvisación, pero sobre todo era una propuesta escrita por Moretto que tenía una formación musical sólida y podía permitirse escribir para los tres bandoneones sin problemas...
–¿Qué es eso de que el fueye es portador de los sueños y las fantasías que le hacen vivir “o morir lentamente”?
–De niño, viendo a mi padre tocar el bandoneón, imaginé que dentro del fueye había alguien que silbaba. Mi padre se ocupó de no desilusionarme y seguía conservando en mí esa imagen. A veces me decía “arrimate y despertalo así empieza a silbar”. Muchas veces a lo largo de mi vida, sobre todo cuando perdí a mi padre, he vuelto a soñar esas imágenes. En definitiva, el bandoneón nunca me abandonó, ni en las buenas ni en las malas, por eso digo: el fuelle es portador de sueños y fantasías que me hacen vivir o mejor dicho morir lentamente.
Hoy Mosalini (68 años) vive entre Francia y Argentina. Está en París desde que se exilió durante la dictadura militar (ver aparte) y allí trabaja con varias formaciones (Quinteto, Orquesta Típica, dúo de bandoneón y guitarra), además de enseñar bandoneón en el Conservatorio de Gennevilliers, al norte de París. “Ahora estoy presentando el proyecto de creación de una orquesta estable de tango que probablemente sostenga la ciudad de París. Hoy más que nunca el género es un perfume cotidiano y urbano que corresponde perfectamente a la posibilidad de una actividad regular en conciertos, bailes y actividad pedagógica en los veinte barrios que componen la estructura parisiense”, cuenta. Otro proyecto es encarar un programa de radio de tango itinerante entre ambas latitudes (en diciembre vuelve a la Argentina) con el propósito de mostrar el alcance y la influencia del género en la vida cotidiana. “Y encima hecho del lado de adentro de la familia tanguera, es decir por un músico, que sería yo mismo (risas). Como decía un amigo, ‘la vida no es un tango, pero le pasa raspando`. Quizá sea el titulo de la emisión.”
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