El año pasado, cuando se realizó el anuncio oficial de los shows de The Wall en River, hubo una sensación extraña en el aire: ni en el discurso de los anfitriones ni en el clip que presentaba con lujo de detalles el asunto se mencionó el nombre de Roger Waters, mucho menos el de Pink Floyd. Esa noche de sushi regado con buen vino en el Samsung Studio alcanzó cabal significado una vez que el público argentino entró en contacto con la experiencia que anoche, en la novena cita, cerró por todo lo alto en el barrio de Núñez. Confirma que lo que fijó un nuevo record, ciertamente difícil de superar (9 fechas, 400 mil personas), no es propiamente un concierto de rock, sino la puesta más imponente posible de un clásico del rock.
Sincerémonos: podría estar Roger Waters o un casi perfecto clon y el impacto sería el mismo. De hecho, sólo los puristas extrañan de verdad a David Gilmour, ese toque, ese ataque que eriza la piel y que hace la diferencia entre uno de los mejores guitarristas de la historia del rock y un brillante instrumentista contratado por Roger Waters. O tres. Que no haya confusiones, The Wall es el espectáculo más soberbio que se haya visto en una cancha de fútbol. Una puesta de Broadway llevada a escala de estadio, utilizando recursos sonoros y técnicos al borde de la perfección (incluyendo el ocasional uso de pistas pregrabadas), nutrida por las canciones de un disco esencial. Pero también una propuesta que deja tela para cortar y aristas para analizar.
La versión 2012 de The Wall introduce variaciones con respecto al original si se quiere sutiles, pero que hacen a su esencia. A fines de los ’70, la ópera rock que venía a continuar los senderos de Tommy contaba la historia de un personaje llamado Pink, estrella de rock alienada por su contexto familiar y personal y las presiones del show business, encerrándose cada vez más ante los horrores del mundo. En el disco y en el film de Alan Parker, cargados de psicologismo, el público se identificaba a partir de sus “paredes” personales. Tirar abajo el muro para volver a ser persona y conectar con los congéneres, etcétera. Este The Wall pone el acento exclusivamente en los males del mundo, en la postura política del creador de la obra, que ya no tiene que debatir las cosas con Gilmour: en la primera parte Pink es un muñeco desdibujado, al que hay que delinear con algo más de energía en el segundo segmento para que la secuencia de “The trial” tenga algún sentido. Aquí lo que importa no es tanto qué hace el pobre Pink (originalmente, una cruza entre Syd Barrett y el propio Waters) con el horrendo mundo que le tocó, sino el horrendo mundo que nos rodea. Y lo que Waters opina de él. Pink por ahí anda, manda saludos.
Lo más discutible de esta pared es cuando el líder decide hacer caso omiso de una regla tácita de “no innovar”, y a la actualización de la puesta suma elementos nuevos. En River, esa suerte de “Another brick in the wall Pt. 4” dedicada a Jean Charles de Menezes, el brasileño asesinado por Scotland Yard en Londres y presentado como “otro ladrillo en la pared” sonó traída de los pelos, desconectada de la idea original de la obra. Pero eso pareció solo un detalle frente al brusco viraje que Waters le imprimió al Pink de “In the flesh?”, que no conforme con el uniforme del brazalete de martillos la emprendió contra el público con una ametralladora. Para la vieja guardia de Pink Floyd, esa escena de Waters a los tiros fue un momento de miradas azoradas: Pink era un alienado, un inadaptado social y algunas otras cosas, pero nunca un psicópata asesino de masas.
Al frente de semejante parafernalia, rayana en una megalomanía similar a la del propio Pink, Waters llevó el asunto como un profesional, sin mayores conflictos por el cambio de rumbo que le aplicó a su propia obra... precisamente porque es su obra y cada cual hace con su obra lo que quiere. Menos fluida fue su performance fuera del escenario, desde aquella declaración en Chile y la posterior desmentida sobre Malvinas. El músico no tuvo problemas en reunirse con Cristina Fernández de Kirchner y las Madres, y luego juntarse con Mauricio Macri frente a la inexplicable y onerosa gigantografía de la 9 de Julio (¿una publicidad encubierta de The Wall cubriendo a Sabato?), filmar en una de esas villas a las que Macri desatiende y unos días después hablar favorablemente de “sus iniciativas para la educación” para luego, como se ve en esta página, firmar una bandera contra el cierre de grados escolares que lleva adelante el gobierno porteño. Se entiende que el hombre tenga sus inquietudes y que estuvo varios días en la Argentina, pero el todoterrenismo se vuelve excesivo.
Lo que deja el huracán The Wall, con todo su impacto y su desfile de cifras, es la sensación de, ahora sí, haberlo visto todo en materia de grandes espectáculos. En materia de rock, por fortuna, aún queda espacio para la sorpresa, el desahogo y algo de salvajismo desajustado.
Se terminó la histórica serie de Waters en la Argentina. Muchas gracias por todo. Pero hey, Roger, leave the kids alone.
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