Es histórico. Bob Dylan es un parco. No quiere que le saquen fotos. No habla. No entrega lista de temas. No hace entrevistas ni antes ni después de cada recital. Mantiene, cuando no le da por tirar alguna bomba en palabras, sus fueros íntimos en el más estricto anonimato. Como el Dios cristiano de la Baja Edad Media, Bob Dylan sólo se manifiesta a través de sus obras. Puede que sean reveladoras, geniales, rupturistas o maravillosas, como de hecho lo fueron ciertos discos-faro de la década del ’60 (Highway 61 Revisited o Blonde on Blonde), alguna perla de su período intermedio (Slow Train Coming) o la tardía tríada alucinante que lo reubicó en el panteón de los máximos referentes de la música popular universal (Time Out of Mind, Love and Theft y Modern Times), luego de algunos deslices. O pueden ser desabridas, monocordes, sin sal, “feítas”. Knocked Out Loaded (1986) sería un caso paradigmático, y el casi inescuchable Christmas in the Heart, último disco de su enorme acervo –36, sin contar vivos y compilaciones–, otro. Trasvasado a escala recital, la mecánica pendular es la misma. Robert Allen Zimmerman, de Minnesota, 70 años a la fecha, ha dado shows olvidables –muchos– y memorables –más–. El de Newport, en 1965, por rastrear un mojón clave, fue uno de estos últimos. Varios de la apoteósica gira con The Band, a mediados de los ’70, el de Vélez de marzo de 2008 –por tomar un caso cercano y criollo–, otros.
La retrospectiva dialéctica es ajustada, sintética, escasa, pero sirve a los fines de enmarcar las coordenadas binarias que revelan algo de un músico experto en ocultarse a sí mismo en todo, menos en sus obras. Vélez 2008, entonces. Unas 22 mil personas asisten a un recital de esos que vuelven el péndulo hacia el lado del bien. Ven y escuchan a un Dylan, sostenido en una banda impecable, que se parece más al padre de todos que a un hijo desorientado. Más al que vendrá que al que fue durante la poco convincente, en sonido, repertorio y ánimo, primera visita al país (Obras, 1991). Toca “Masters of War” (1963), salta a “The Levee’s Gonna Break” (2006), se monta en “Just Like a Woman” (1966), sigue su ruta y marca una agenda que deja a los fanas con ganas de volver ya, al otro día. No fue así, pero casi. Hubo un tremendo disco en el medio (Together Through Life), otro en los antípodas (el mencionado Christmas in the Heart) y Dylan volvió, y como muchos deseaban: bajo techo y, mejor aún, en un teatro, el Gran Rex.
Porque una cosa es escuchar su propuesta musical devota de ciertos principios, cercana a la más fiel tradición folk rock eléctrico (y afines) a cielo abierto, y otra, contenida por una calidez acústica intramuros. Primera señal. Segunda, el ánimo. Si hay un factor que determina hacia qué lado correrá el péndulo es precisamente el humor de Bob Dylan. No suele demostrarlo en sonrisas, gestos ampulosos o speechs de recital. En rigor, ni siquiera saluda en la noche debut. No dice nada. Toca. Se manifiesta en la obra. Juega. Guía a la banda como un prestidigitador más allá de todo y de todos. Mueve el pie derecho, siguiendo el compás como señal de aprobación. Y no frunce el ceño, como lo hace cuando está mal. Cambia las versiones sobre la marcha. Se orienta y desorienta. Marca y se desmarca. Se reinventa a sí mismo, en cada canción. Bob Dylan, señores, está contento y ésa es la clave que convierte a la primera noche de su vista a Buenos Aires (repite hoy y el lunes) en inolvidable. De esas que marcan hitos.
El repertorio es, en cuanto a época, similar al de Vélez. Excepto “Tanged Up in Blue”, gema de Blood on the Tracks (1975), Dylan omite todo material compuesto de Self Portrait (1970) para acá y de Time Out of Mind (1997) para allá, y centra el foco en el pasado más pasado, y en el presente más presente. La gira se llama Never Ending Tour y la banda, rigurosamente ataviada de negro como él, suena con precisión de reloj antiguo. Se suceden “It Aint Me, Babe” –certera–, “Things Have Changed” –rústica y sutil–, “Trying to Get to Heaven” –magistral–, “Spirit on the Water” y “Thunder on the Mountain” –apoteósica–. Dylan, depende lo que la canción demande, toca guitarra, su austero y añejo órgano Korg o armónica. Y canta. Su voz está cada vez más rancia y no llega al cenit emotivo –el estribillo, claro– de “Like a Rolling Stone”, como en sus épocas de gloria, pero el tacto de la banda supera la imposibilidad. La visita a la legendaria “Higway 61 Revisited” surca instancias épicas, hay momentos sublimes de improvisación (“Ballad of a Thin Man”, entre los picos) y el bis, apenas uno, pese a la insistencia popular, va a los orígenes de una genealogía sonora que, más allá de ciertos oscuros períodos intermedios, no rompió su devenir. “Blowin’ in the Wind”, la infaltable, es una versión muy libre, demasiado, tanto como el carácter indómito que selló su vida... El que descansa al péndulo, después de todo, en el justo medio.
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