Músicos: Robert Plant (voz), Juldeh Camara (ritti, kologo y voces), Justin Adams (guitarra y mandolina), John Baggott (teclados), Liam “Skin” Tyson (guitarra), Dave Smith (batería y percusión) y Billy Fuller (bajo y coros).
Artista invitado: Richard Coleman.
Duración: 90 minutos.
Público: 7 mil personas.
Lugar: Luna Park, jueves 1º de noviembre (repitió anoche).
“¿Y?, ¿por qué no?”, lanza Robert Plant en un castellano aceptable y lo que pretende, parece, es sentar una advertencia: la versión de “Black Dog” que está por encarar, mientras ocurre casi la mitad del set en el Luna Park, será casi indescifrable. El demoledor clásico de Led Zeppelin IV, aquel que le rompió el cerebro a más de una generación, muta. Y muta mucho. Se torna calmo y lisérgico, volado y abierto. Se deja impregnar por el banjo africano de un negro de Gambia (Juldeh Camara) que le extirpa su contundencia original. Por el tacto, también, de una banda –los Sensational Space Shifters– que interpreta a Plant en su coyuntura actual: 64 años, una voz que ya no puede ser como era, y unos giros mágicos que gambetean la impronta del Led Zeppelin primitivo, pero, claro, no la desautorizan jamás. A lo sumo se transluce en músicas –y se nota– el desplante que le hizo a Jimmy Page cuando al guitarrista le dio por reunir otra vez a Zeppelin y Plant contraatacó con un lacónico “fuimos buenísimos mientras fuimos buenísimos”.
Ni dudas caben de eso. Ni del acierto del desplante, ni del camino que Plant decidió tomar excavando vetas profundas con la mística Zepp en la superficie, en el origen. Por el peso fáctico que significa la inexistencia de John Bonham, baterista irremplazable y viejo aliado de Plant en las épocas de Band of Joy. O por la imposibilidad de que los maravillosos Zeppelin pudieran alcanzar el cenit energético de los dorados ’70, pese al noble intento del 2007. Plant se miró orbitando en su propio eje y tal vez ese “por qué no”, que dice tanto en tan poco, refiera también a un devenir planeado. Más precisamente, a la deformación arbitraria de “Black Dog”, que a las guardias de hierro zeppelinianas quizá les cueste aceptar, tanto como a las versiones heterodoxas de la banda que le puso los puntos al rock and roll en otra dimensión espacial y temporal. Porque el desplante llega hasta ahí. Porque el “cambio de paisaje” que el frontman puso como excusa para negarse a volver no anula el pasado. Lo resignifica. Lo sirve en copa nueva. Porque si la disidente versión actual de “Black Dog” es tal, también lo son los giros de la bellísima pieza de blues acústico “Friends” (Led Zeppelin III), densa, mántrica, intensa; la vuelta étnica y mística de “Bron Y aur stomp” (III); los tonos bajos de “Four Sticks” (IV) –nadie hubiese imaginado una quietud colectiva tal, ante uno de los temas más espesos y rabiosos del viejo Zepp– o los vaivenes rítmicos de “Ramble on” (II), tal vez más ajustados a su matriz original, pero no tanto como para pegarlo al mármol del pasado.
Por qué no aceptar, entonces, que Sir Robert Anthony Plant de Staffordshire ya no tiene las mechas rubias por la cintura, ni el poderoso registro vocal de antaño, ni el cinturón ancho con ombligo al aire que lo tornaron icono sexual de masas y chicas rockers de los suburbios, si las pruebas son como un axioma. Por qué no caer en que ya no se clava whiskies por el pico, como en la inolvidable toma de camarines en el Madison Square Garden (The Song Remains the Same), sino que se nutre de dos tazones de té –vaya a saber con qué brebaje– y sahumerios que inundan de aromas la sala. Por qué, al cabo, negarse a que “Whole Lotta Love” (II) no se deje “corromper” por el nuevo estado de cosas y trueque el largo delirio de improvisación y dureza que la eternizó en el imaginario rocker de los ’70, por un entramado musical más austero, fino, ensoñado, acorde con lo que el cantante puede dar en estas coordenadas temporales. En su biorritmo propio y actual, y con una banda –esencialmente acústica, excepcionalmente eléctrica– que en ningún momento pierde la brújula. Al cabo, si el recital del jueves rozó lo impecable no fue porque Plant se exigiera por dar lo que ya no puede –muchas veces se habló de sus cuerdas vocales lastimadas–, sino por ajustarse consciente a una realidad inevitable: la del paso del tiempo y sus efectos. Por “guardarse” para ofrendar al público –tal vez de los más zeppelinianos del mundo– una bellísima y conmovedora versión de “Going to California” (IV) y una exótica visita a “Rock and Roll” (IV), cuya vena central ya no pasa –no puede pasar– por la contundencia y la vertiginosidad, sino por un loop ensoñado que también fue sello distintivo en una de las más notables bandas del rock universal.
En suma: Robert Plan nutrió su tercera visita a Buenos Aires –cuyo segundo capítulo ocurría ayer también a sala completa– con la mitad más uno de temas de Zeppelin (ocho sobre quince) y un resto repartido entre los diversos trabajos discográficos que pergeñó en los últimos veinte años. “Tin Pan Valley”, entre ellos, un tema grabado –al igual que “Another Tribe”– junto al grupo Strange Sensation, que se mostraría como suma y síntesis del Plant acústico, con un ataque demoledor en el medio; o “Spoonful” –vieja gema de Howlin Wolf– como para viajar a sus orígenes; o “All the King Horses”, folk acústico que recuerda a aquellos remansos que Zepp introducía para bajar de sus torbellinos (“Halo of Brown Hair”, por caso), la encantadora y minimal “Enchanter” o la riffera “Fixing to Die”, englobaron al cabo una noche de esas que son únicas. De esas que emocionan, quedan e impregnan. Que trascienden, más allá de bemoles y caprichos.
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