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Lunes, 8 de abril de 2013
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Los Jaivas festejaron 50 años de trayectoria en ND/Ateneo

Catarsis de folklore y rock progresivo

Por Cristian Vitale

No es fácil condensar cincuenta años en una mirada. Menos aún si se trata de un grupo musical enorme, jugoso y cambiante. No es igual el origen –cuando se llamaban The Highs & Bass y lo único que pretendían era divertirse– que la parte del exilio en Europa. Tampoco lo es un presente de más de diez años sin discos –el último, Arrebol, pertenece a 2001–comparado con los prolíficos setentas, cuando la agrupación publicó seis soberbias obras y se posicionó como clave, llave y concreción de una catarsis única: la del rock progresivo que derribaba fronteras espaciales con el sonido de una región, su variopinto acervo folklórico. En este sentido Los Jaivas fueron excepcionales. Y es en este nivel donde puede intentarse una mirada unívoca. Puede ponerse el ojo y fugar. El de Mario Mutis, ofrendando las honduras de una quena al Machu Picchu. O el del Gato Alquinta parado en sus altas alturas, zampoña en mano. O el de Claudio Parra entre nubes, hurgando en su minimoog lo que el imperio puede ofrecer –como herramienta– para encontrarle un sonido, música a ese lugar que emerge entre los confines del Cuzco.

Aquí la mirada, entonces. Aquí, en la obra que Los Jaivas regalaron al mundo cuando eran cinco –los nombrados, más Eduardo y Gabriel Parra– y se les dio por imaginar una música para dos instancias fundidas en una: los poemas de parte del Canto General de Pablo Neruda y las Alturas del Machu Picchu. El disco salió en 1981 y fue el cenit de este largo trayecto. De ahí que lo hayan traído al hoy, a escala de un ND/Ateneo no del todo completo, y lo hayan ofrendado como el mejor regalo para festejar el cincuentenario. Alturas del Machu Picchu es a Los Jaivas, sin exagerar, lo que Dark side of the moon fue a Pink Floyd, Close to the Edge a Yes, Canto de los pueblos andinos a Inti Illimani o Cantata de Santa María de Iquique a Quilapayún. Es su mejor explicación, su más acabada síntesis.

Hoy no son los mismos, claro, hubo, de aquella formación, dos que murieron –Gabriel Parra y el Gato Alquinta–, y uno que aparece poco –el pianista Eduardo Parra–, pero hay otros dos que sí. Dos que mantienen el legado con acabada precisión –Claudio Parra y Mario Mutis– y una compañía fresca, de sangre joven, que entiende cómo colorear tal pasado sin haber estado allí. Y todos, entre todos, que (se) “tocan todo”: Francisco Bosco (saxo, flautas, ocarinas y trutrucas); Carlos Cabezas (charangos, trutrucas, violín y demases), Alan Reale (guitarra), Parra (piano, maracas), Mutis (bajo) y Juanita Parra en el instrumento de su padre Gabriel: la batería.

La mirada dorsal en acto, entonces: la profundidad ancestral de las trutrucas combinadas de Bosco y Cabezas, que se imbrican en el piano lisérgico de Claudio Parra, y tal alquimia que a su vez se funde con la imagen que proyecta la pantalla colgante: la del especial hecho in situ para la televisión, en el maravilloso sitio “redescubierto” por Agustín Lizárraga, un arrendatario del Cuzco, en 1902, pero “patentado” por el historiador estadounidense Hiram Bingham, nueve años después. Alturas del Machu Picchu, entonces, entregado en dosis: el imponente “La poderosa muerte” con sus largos y oníricos paisajes instrumentales; la no menos descomunal “Aguila sideral”; y el trote nortino de “Amor americano”, un despelote total –por tres– para los sentidos. Un traslado directo e instantáneo al sitio sagrado de los incas. Una forma precisa y holística en su diversidad que no desentona con la idea de comparar a Los Jaivas con la quintaesencia del rock progresivo de la época: a veces parecen Yes, a veces Génesis (el de Gabriel, claro), a veces Jethro Tull, pero siempre a escala andina, con la autonomía que ello implica, y dominado por formas musicales que corresponden a tal fin estético.

La selección de Alturas del Machu Picchu, que se completó con el clásico “Sube a nacer conmigo hermano”, hubiese bastado para justificar presencias. Pero, para ser más fiel con su historia, el hoy sexteto optó por un plano extendido de su devenir, e incorporó dos versiones de otro de sus discos clave: Obras de Violeta Parra (1984). Dos temas en que la chilena rebelde aborda la temática mapuche y Los Jaivas traspasan a sus formas: “Arauco tiene una pena” y una lectura áspera con final bello de “El Guillatún”, rogativa que los indígenas del sur hacen para que las tormentas no arruinen las cosechas y que Parra aprovecha para pedir lo mismo pensando en la Buenos Aires inundada. De esa época, la agrupación también se pasea por “Canción del sur”, ese tema entre tenso y calmo inspirado en la patagonia, que da nombre al disco epónimo de 1977, y del que también recrean “La vida mágica, ay sí”. También “Mambo del Machaguay”, según su segunda versión –la del disco Aconcagua, de 1982–, el infaltable bis “Todos juntos”, el dulzón “Mira niñita” más “Pregón para iluminarse” y “La conquistada”, dos temazos de otro de los discos fundamentales –Los Jaivas, también conocido como El indio– redondearon una noche impecable. Una experiencia para agitar sentidos, de esas que no se olvidan jamás.

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