En plena calle Corrientes se mueve a sus anchas entre tantas librerías. Las recorre con la misma pasión con la que navega por los mares, como cuando cruzó el Océano Atlántico en un velero de 60 metros, el Alexander von Humboldt, alternando todos los oficios de a bordo para conocer a fondo ese misterioso mundo del hombre de mar, o cuando se zambulló en las profundidades de la isla Galápagos con un traje térmico de ocho milímetros de espesor para no congelarse. El escritor venezolano Luis Britto García –pelo blanco, barba rala, pequeños anteojos, campera de cuero negra y su boina de navegante en la mano– parece un almibarado Papá Noel con acento caribeño. Tiene una bolsa con el fruto de su pesca: un libro sobre piratas que acaba de comprar. Cuando habla, asoma la punta de una incorrección que sacude los cimientos de la cultura libresca bienpensante. “Para propulsar la lectura lo que se debe hacer es prohibir los libros. Adán y Eva no le hicieron el menor caso al árbol del conocimiento de la ciencia del bien y del mal, hasta que Jehová se los prohibió, y ya conocemos lo que pasó. Debería haber medidas muy estrictas de prohibición de los libros, formar mercados negros y mafias que los distribuyeran para generar una buena cantidad de viciosos. Debería haber clínica de rehabilitación contra el vicio de la lectura y sesiones de terapia para superar ese vicio. Soy un adicto y apenas me he vengado de eso escribiendo”, dice el narrador, dramaturgo y ensayista venezolano en la entrevista con PáginaI12.
De visita en el país, donde participó de la semana del libro venezolano que termina hoy en el Centro Cultural de la Cooperación, Britto García –que subraya que su “iniciativa” de prohibir los libros no debe mal interpretarse– cuenta que curiosamente en su casa de clase media –el padre era maestro– le prohibían leer los pocos libros que había porque “tenía que hacer las tareas de la escuela”. Lo prohibido, claro, es un imán. “Leía clandestinamente, a escondidas, Sandokan. Así que mi formación literaria fue de lo peor”, señala con una sonrisa. También clandestinamente consiguió la Ilíada, la Odisea y la Eneida, pero “yo los leía como relatos de superhéroes, para mí no eran clásicos, eran simplemente unos canallas que hacían trampa utilizando armas mágicas y armaduras inolvidables”. En esa clandestinidad también paladeó muchos comics. Aprendió a dibujar solo y se ganó la vida como dibujante de comics mientras estudiaba Derecho en la universidad, porque “con la literatura no se podía ganar la vida”, agrega.
“Muy frecuentemente los escritores dependen de los ministerios culturales o de un mecenas, pero yo creé un instituto cultural Luis Britto, que es el que trabaja para mantener al escritor que se llama Luis Britto”, ironiza el autor de Por los signos de los signos y Premio Casa de las Américas en dos oportunidades por Rajatabla (1970) y Abrapalabra (1979). “Nunca he tenido que recurrir a ninguna ayuda ni pensión ni ninguna de esas cosas porque yo mismo mantengo mi vicio. Por lo menos soy muy honesto en eso. La literatura es un vicio antisocial y lo menos que puedo hacer es mantenerla yo mismo.” De su infancia evoca las imágenes que tenía de la Argentina a través de las publicaciones que llegaban a Caracas, donde nació en 1940: Patoruzú, Rico Tipo, Billiken y Lino Palacio con Don Fulgencio. “Tenía la imagen de un Buenos Aires muy chejoviano, de solteros que vivían en pensiones y cuando llegaba el invierno sacaban siempre sus abrigos comidos por las polillas. En esas publicaciones escribía César Bruto, que después lo rescató Cortázar para la cita de apertura de Rayuela. Cada latinoamericano tiene una especie de Argentina, a lo mejor ficticia, mitológica, pero la tiene”, subraya el escritor. “Es una paradoja que Borges haya sido considerado un autor europeizante. Como Rubén Darío, está deslumbrado por las baratijas europeas, pero nadie pobló la literatura universal con más gauchos y compadritos que Borges.”
Britto García explica que con el proceso bolivariano ha habido un “poderosísimo” impulso de las ediciones. “Hay una editorial pública, El perro y la rana, que está sacando un libro por día; Monte Avila editores, que editó a muchos argentinos, ahora está publicando, en algunos casos, hasta 35 mil ejemplares. Se editó medio millón de ejemplares de algunos libros básicos de formación venezolana, un pequeño resumen sobre la historia de Venezuela y otro sobre el método científico para ayudar a los estudiantes; y se editó un millón de ejemplares de una edición de Don Quijote con prólogo de Saramago. Ese esfuerzo no soluciona todo porque tenemos un gran problema con los circuitos de comercialización –explica el escritor–. Gran parte de nuestras librerías son privadas y ha sucedido lo mismo que en el resto del mundo: las librerías se han convertido en papelerías, venden útiles escolares, peluches, y difícilmente encuentras librerías donde se vendan libros y haya libreros que sepan.”
Aunque admite que suena demasiado político referirse al libro como instrumento de liberación y de soberanía, sugiere que la literatura está bastante vinculada al libro político. “Ha habido pueblos que se han integrado en torno de un libro. La identidad griega se articuló a través de la Ilíada y la Odisea; la hebrea con la Biblia, todos los pueblos islámicos tienen que ver con el Corán; España quiere reconocerse en el Quijote, y los latinoamericanos nos reconocemos en un conjunto de libros que tienen nexos entre sí, como el Martín Fierro acá, sobre el hombre de la pampa, o el Cantaclaro en Venezuela, sobre un payador que hace una payada contra el diablo. Y eso no nos aleja tanto de otra novela muy sombría, extraña, sobre los hombres de la llanura que es Pedro Páramo en México”, ejemplifica Britto García.
El autor de la novela Pirata y del ensayo Demonios de mar sostiene que la identidad argentina y la venezolana gustan de referirse al hombre de la llanura. “Hay un imaginario que se complace en la llanura o la pampa, como dicen ustedes, en esa libertad fiera del hombre que no tiene fronteras. En el tratamiento de la naturaleza de la mitología americana aparece un momento en que la naturaleza es el enemigo, pero el alma romántica se complace en la naturaleza como expresión de Dios y del infinito. Toda nuestra literatura, quizá pre-romántica o romántica sin proponérselo, trabaja sobre eso, mientras que la literatura positivista aborrece de la naturaleza porque no es todavía domada por el hombre”, compara Britto García. La segunda similitud que encuentra es que ambos países asumen la independencia como epopeyas continentales. “En la batalla de Ayacucho hay tropas que vienen desde Cumaná y desde las islas de Venezuela, pero resulta que también hay argentinos que confluyen en esa batalla. San Martín no se contenta con asegurar la libertad aquí, sino que cruza los Andes y va hasta Perú a entrevistarse con Bolívar en Guayaquil, para delimitar la forma que tendría su colaboración. Tanto Venezuela como Argentina somos países integradores”, aclara el escritor.
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