“Siempre es difícil contarle a un desconocido que uno no tiene mamá.” La frase dicha por un chico de unos diez años, que tampoco tiene papá, esparce tristeza como una llovizna finita que pincha la piel. El narrador está de vacaciones con su abuela, a la que le dice “mami”, y con un primo mayor, Ramiro, con el que vive peleando, a pesar de tener tantas cosas en común. El protagonista sabe más, “mi abuela me contó lo de mamá”; su primo repite una versión de los hechos que le contaron, tal vez la “única” que entonces puede digerir: “Callate, enano, mi mamá murió en un accidente, la tuya no sé”. La narración es elíptica, horada el sobrentendido y sondea como pocas veces se ha leído en la literatura argentina las tensiones de las infancias-adolescencias de dos hijos de desaparecidos. En otro de los relatos, ese mismo narrador, ahora joven, decide invertir la indemnización que recibió del gobierno para fabricar cigarrillos que se puedan fumar bajo la lluvia. Pero antes recuerda fragmentos de su pasado con una entonación escéptica no exenta de ironía. “En tercer grado mi abuela me mandó a un psicólogo que en una de las primeras sesiones, cuando le pregunté si sabía de qué habían muerto mis padres, me dijo que lo averiguara en casa. Y mi abuela, que hasta ese momento me había dicho que iba a contármelo cuando yo fuera más grande, me lo contó. Así que yo en tercer grado ya era grande.” Los ocho relatos que integran 76 (Editorial Tamarisco), el primer libro de cuentos de Félix Bruzzone, aportan un aire fresco, ambiguo, incómodo, y precisamente por eso indispensable, a los modos de representar distintas experiencias vinculadas con la última dictadura militar. Es la perspectiva del hijo que no reivindica ni condena. Tan sólo busca explorar y recomponer las piezas de una identidad amputada.
En marzo de 1976 desapareció su padre, en agosto nació el escritor y en noviembre desapareció su madre. Esta pátina de “realismo” es apenas la punta de una estrategia narrativa. Bruzzone va más allá de lo visible, de lo real, tal vez intuyendo los derroteros que implica, literariamente, explorar los orígenes. Los cuentos pendulan en finales circulares que parecen construir, deliberadamente, grietas por donde volver a transitar, como en “Fumar abajo del agua”, en el que el narrador se plantea pensar mucho en “todo lo que los jóvenes de mi generación, durante todo este tiempo, fumamos”. El escritor entabla una pulseada corporal y verbal contra su timidez en el bar de Palermo. Los hombros dejan de jugar a las escondidas y poco a poco van formando nuevamente casi una línea recta con la cabeza y la espalda. “Empecé a escribir en el secundario, como tanta gente. Lo primero que escribí fue una especie de relato épico de la conquista española compuesto por versos medio truchos, porque no rimaban. Si no rimaban, para mí eran truchos”, bromea Bruzzone. “Con eso me gané un viaje a España; fue increíble porque todos mis compañeros de la secundaria habían presentado trabajos de investigación sobre la conquista y yo me puse a escribir ese relato para hacer algo. Y resulta que gané”, recuerda el escritor en la entrevista con PáginaI12.
“Fui encontrando qué cosas me gustaban contar, y las formas, pero con el tiempo. Me acuerdo de que escribí una novela corta, Luces bajas, a los 24 o 25 años, que fue lo primero que sentí como algo personal, porque antes copiaba mucho. A pesar de que reconocía marcas de Miguel Briante y Rodolfo Walsh, que eran mis lecturas de entonces, era algo propio. Era una historia de venganza de parientes de desaparecidos. Quería contar mi experiencia como hijo de desaparecidos, pero me fui dando cuenta de que se podía armar algo desde otro lugar”, señala Bruzzone, quien pronto publicará su novela Los topos (Mondadori). Ese otro lugar se explicita en una anécdota que desgrana el escritor. “Cerca de casa, en Don Torcuato, había un predio con una fábrica abandonada. Hace poco demolieron la fábrica; con todos los escombros hicieron un contrapiso, amurallaron el predio y empezaron a poner colectivos de la línea 723. Es una especie de depósito de colectivos abandonados porque no los veo nunca funcionando. Quizá los usen o estén en reparación. Los hijos de desaparecidos de este libro me parece que tienen en la cabeza esos colectivos abandonados”, plantea el autor de 76. “No quieren reivindicar nada, sino que buscan algo previo a cualquier reivindicación, que tiene que ver con la búsqueda del origen o la identidad, saber quiénes fueron sus viejos, pero esto implica la imposibilidad de construir de forma ‘normal’ una familia. Mis viejos terminaron siendo un montón de personas: mi abuela, mis tíos, mis primos, mis amigos, gente que aparece en la vida... uno va buscando filiaciones extrañas, incluso no sé si literariamente no pasa lo mismo.”
Bruzzone trabaja destapando piletas de natación desde 2003 en Don Torcuato, donde vive. “Era maestro de escuela primaria, pero la docencia no era lo mío. No tenía buen manejo de grupo, me generaba demasiado estrés y no rendía, no era buen maestro. Dejé la docencia y estuve un año a la deriva hasta que conocí a mi mujer. Mi cuñado, que justo estaba cambiando de trabajo, me pasó las piletas que él destapaba.” Como el narrador de la mayoría de los cuentos, Bruzzone acumula más información sobre sus padres, aunque sea aún escasa. “En estos días hablé con una uruguaya que fue la única persona que militó con mi mamá. Se cruzaron en Campo de Mayo y estuvieron bastante tiempo juntas. Empecé a buscar información cuando surgió HIJOS, en el ’95 o ’96, pero a todas estas historias es difícil encontrarles el hilo porque hay cosas que se van perdiendo”, admite el escritor. “Hay en los cuentos un juego con armar una identidad que no se puede armar. Lo que empezó siendo un retrato de experiencia, quizás un diario, terminó cobrando otra dimensión.”
–¿Por qué en uno de los cuentos se plantea cierta distancia crítica sobre HIJOS?
–Yo nunca milité en HIJOS, estuve por hacerlo y nunca lo hice, y me di cuenta de que no necesitaba hacerlo. A mí no me interesa hacer algo reivindicativo, la literatura no sirve para eso. La literatura tiene que cuestionar y mostrar tensiones; trabaja más en la dimensión de la representación de las cosas que de las cosas en sí. Con esto no quiero decir que la lucha de los organismos de derechos humanos esté mal ni mucho menos. Al revés, son dimensiones diferentes. La lucha política atraviesa la realidad de una forma y el arte la atraviesa de otra. En los cuentos aparecen estas tensiones respecto de la militancia en HIJOS; incluso en otro de los cuentos, el personaje no sabe muy bien qué pensar de los antropólogos forenses. Yo en particular sí. A mí me ayudaron un montón y gracias a ellos conozco un montón de cosas de mi vieja que jamás hubiera podido conocer. Pero como escritor no me interesa tomar partido.
–Aunque sepa lo que pasó con sus padres, otra tensión que aparece en los cuentos está en el hecho de contar o no contar, en ser adulto ya en tercer grado, ¿no?
–Sí, encima yo iba a un colegio de curas, el San Agustín de Recoleta. Mi abuela me había conseguido una beca porque una tía que militaba en el peronismo conocía a un cura del colegio. Y había de todo: hijos de militares y un chico que era un hijo de un juez, de esos que hicieron la vista gorda durante la dictadura, que cumplía años el mismo día que yo, el 23 de agosto. Mi abuela me hacía festejar con él. Yo ya sabía todo, pero no decía nada. Tenía una historia atípica, no tenía padres, así que ya sentía que me miraban muy raro. Pero una vez la maestra de catequesis me preguntó algo sobre mis padres y yo le dije: “Acá hubo una guerrilla y mis papás estaban en la guerrilla y desaparecieron”. Tenía ocho años y me acuerdo de que uno de mis compañeros me miraba asombrado, me preguntó más, pero no tenía mucho más para decir. Por eso soy más bien callado, tímido, reservado. Lo de ser adulto en tercer grado me parece que era algo que quedaba bien en el cuento... Yo tuve, por suerte, una infancia bastante feliz. Por eso puedo escribir sobre este tema.
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