La lluvia se deja oír por Monserrat. El sonido es recio y sobrecogedor cuando golpea sobre superficies metálicas, más asordinado y tal vez perturbador cuando se desliza entre las escasas hojas de los árboles. El viento sacude todo lo que encuentra a su paso. Discreto y ligero, le confiere su eco a la tarde, despierta la imaginación aletargada, sirve en bandeja la promesa cercana de que algo siniestro puede suceder en segundos. No hay nadie caminando por la calle Carlos Calvo. El clima y la escenografía parecen un aliado extraordinario del nuevo libro de Daniel Link, Fantasmas (Eterna Cadencia), un puñado de ensayos que se ocupan de la imaginación, una de las categorías menos exploradas por la crítica en torno de los movimientos estéticos del siglo XX. “Sólo si somos capaces de entrar en relación con la irrealidad y con lo inapropiado en cuanto tal es posible apropiarse de la realidad y de lo positivo”, advierte el filósofo italiano Giorgio Agamben, citado por el autor para entrar al umbral que propone explorar. Los ojos de Cartulina y Tita Merello, las gatas del escritor, emiten un fulgor de sorpresa que pronto se disipa al advertir que no hay peligros inminentes a la vista.
Link define al fantasma como la “figura difícil de asir”, una figura que permanece sin interpelar. Esas unidades que atraviesan lo imaginario esperaron a que Link las interpelara. Los fantasmas son “pura potencia del ser” que chapotean en un espacio agujereado. Estos ensayos se proponen como la segunda parte de Clases. Literatura y disidencia (2005), un proyecto que continuará con un tercer libro. “El estatuto de la imaginación permanece hoy en un hiato teórico-epistemológico-político: de lo que se trata, sencillamente, es de sacárselo de encima, como si fuera el traje de fiesta que la adolescente quiere ocultar a sus padres para resguardar el secreto de que participó de ese baile prohibido”, plantea el escritor. En Fantasmas, Link se abandona felizmente a la calesita de su imaginario y vuelve sobre algunas obras teóricas, la de Barthes, Benjamin, Sartre y Sontag (“una amiga distante a la que podía pedirle un consejo”), para trazar un mapa de imaginarios que van de la infancia postulada en El principito, de Exupéry –la infancia como tragedia de la desaparición, como suicidio colectivo (es notable la lectura que hace Link de este texto)–, al clan “maldito” de los Mann, pasando por la Comala de Juan Rulfo en Pedro Páramo, “una tierra de nadie o un espacio agujereado”, o por la obra de Copi, un escritor que irrumpe en la escena mundial “para proponer una ética y una estética trans: transexual, transnacional, translingúística”.
“El ensayo es un género más libre y menos codificado que permite jugar también con la ficción”, dice el escritor en la entrevista con Página/12. “La ficción es algo de lo que no puedo prescindir; así como en una ficción hay momentos más ensayísticos, en un ensayo también pueden aparecer momentos más narrativos. Un argumento es las dos cosas: una trama y la demostración de algo.”
–¿Por qué se ha rechazado tanto la imaginación?
–Durante mucho tiempo se temió a ese mundo de lo imaginario como un mundo mentiroso, de puro señuelo, donde todo está puesto sencillamente para tranquilizar a las conciencias o, por el contrario, para aterrar. Por lo tanto, eso debe ser desmontado para llegar al hueso duro de lo real. Lo que hemos visto históricamente es que ese hueso duro de lo real termina siendo indigerible, pero también peligroso. Por el camino de lo real se llega a la muerte, a una suerte de vacío atemorizador. Algunos textos “gloriosos” como El Apocalipsis generaban mucho pánico en la gente. Ese temor regresa culturalmente banalizado en películas como El exorcista. La cultura lo que hace es despojar a esos fantasmas de todo riesgo para poder ser consumidos.
El campo de lo imaginario es un territorio muy fecundo. “Y si existiera el infierno, cosa que no sabremos porque es una hipótesis totalmente imaginaria, o si existiera el cielo, o un mundo mejor”, se pregunta el escritor. “Cómo imaginamos un mundo mejor, una mejor manera de relacionarnos entre nosotros donde la felicidad esté al alcance de todos y de cualquiera. Este tipo de cuestiones tienen que ver con la dimensión ética del imaginario, dimensión en fin política. Si alguien piensa que los judíos son ladrones, que desarrolle eso, pero que no lo haga realidad, que no salga con una navaja a matar judíos en un acto por el estado de Israel porque el momento de pasaje a lo real es donde todo se complica y se vuelve extremadamente intolerable. El pasaje a lo real es lo que enturbia. La idea es sostener el universo de la imaginación en sus aspectos más literarios y más zarpados, si querés, pero también en ese otro lugar donde todo adquiere una consistencia ética, donde nos debemos seguir interrogando.”
–En ese sentido, sus lecturas de El principito, Pedro Páramo o el film de Cozarinsky Ronda nocturna son arriesgadas en torno de una consistencia ética.
–Sí, últimamente estoy muy preocupado por el tema de la comunidad, cómo se puede sostener una comunidad en el momento en que sabemos que no hay comunidad posible, que no hay acuerdo posible en términos de identidad colectiva. Creo que hay que trabajar con las pequeñas diferencias que permiten procesos de identificación, pero también de distanciamiento. Me parece que por ese lado todavía es posible construir comunidad. No sé; en todo caso no me resigno a pensar que no se puede.
–¿Por qué no aparece la política asociada con la imaginación, como usted propone en los ensayos?
–Quizá sea por el descrédito del discurso utópico. Cuál es el problema de sostener una utopía, cuáles son las cosas que habría que tener en cuenta para que esa utopía funcione como un juego que tenga reglas más o menos precisas. El otro día daban en la tele, en Animal Planet, un documental sobre los dragones; es muy típico hacer un documental de algo inexistente. Pero si los dragones hubieran existido, cómo hubieran sido, qué hubieran comido, cómo se hubieran relacionado con otros, por qué desaparecieron. Finalmente, se trata de desarrollar una idea hasta sus últimas consecuencias para ver si la idea funciona o no, que es lo que hacen los físicos o los matemáticos. En la política hay una especie de miedo a que si uno cuenta lo que imagina va a ser inmediatamente ridiculizado, van a decir que eso es trivial, que es imposible, que es una tontería, que es utópico. Ahora mismo se me ocurre inventar que en Argentina deberían otorgar documentos de identidad irrestrictamente a cualquier persona que los pida. Alguien dirá que es una idea tonta; en todo caso es sólo una idea, no perjudica a nadie, pone cierto dinamismo en el intercambio de positividades, en las hipótesis de futuro. A mí me apena mucho que en la política actual no se confronten figuras posibles. Todos son enunciados muy abstractos que no quieren decir absolutamente nada, lo cual hace que todo dé lo mismo en última instancia. ¿Cómo hago para elegir entre éste o aquel si los dos están diciendo la misma abstracción? Hay que elegir por adhesión a las figuras, pero yo prefiero adherir a figuras imaginarias y no a figuras físicas. Las dos grandes teorías del siglo pasado, el psicoanálisis y el marxismo, fueron muy críticas con lo imaginario, siempre establecieron un manto de sospecha hacia la imaginación. La persona muy imaginativa es una persona que se fuga de la realidad. El libro trata de colocarse al margen de ese terror a lo imaginario. El pensamiento tiene que tener esa garantía de posibilidad que no llega nunca al acto. Si uno supiera que todo lo que piensa se vuelve realidad, la vida sería terrible.
–Por eso en varios ensayos rescata la pregunta, a veces tan denostada, “qué hubiera pasado si...”, como hace en el trabajo sobre Rodolfo Walsh.
–Es interesante confrontar que “por esta frase que se lee acá” Walsh hubiera ido en tal dirección, o “por esta otra frase” hubiera ido en otra dirección. Es totalmente hipotético, pero no por eso me parece que carezca de interés. Hay muchas novelas de ciencia ficción que están construidas con el qué hubiera pasado si los nazis ganaban la guerra. El planteo contrafáctico sirve para reconstruir un mundo que no fue, un mundo como pura potencia, y en ese punto no veo por qué habríamos de resignar esa posibilidad. No para sostenerla como conocimiento verdadero. Cuando se lee algo de Kafka se dice que es muy moderno y en realidad, no es tanto que sea moderno, sino que uno lo considera participando de una misma esfera. ¿Por qué es posible entender a Kafka más cerca de mí que a Thomas Mann? Porque participamos de un mundo imaginario, nos dejamos arrastrar por la misma fuerza, y eso explica la relación más intensa que uno tiene con ciertos textos del pasado que con otros que fueron escritos ayer.
–Algo de esta cercanía y distancia se explicita cuando le pregunta a Martín Kohan qué lugar ocuparía El Eternauta entre las tres o cuatro novelas que él analizó durante un congreso. Kohan le contesta que no la consideró porque sólo trabajó con textos literarios...
–Con Martín habíamos tenido discusiones previas durante ese congreso en Los Angeles; es una persona a quien respeto, pero con quien no compartimos la manera de concebir la literatura. Ahí me di cuenta de que para él es la autonomía literaria lo que garantiza la posibilidad de negar, pero a mí me parece que es la imaginación lo que te permite negar, no importa la forma literaria con la cual relaciones esa manera de imaginar. En ese punto es cuando recupero fuertemente esas cosas mal comprendidas de Sartre, que definía la imaginación como la posibilidad de negar el mundo. Si no hubiera la posibilidad de imaginar, no se podría negar el mundo, porque no podrías imaginar ese otro mundo alternativo, donde en algún sentido la realidad tal cual es está ausente, donde la cultura deificada puede suspenderse para imaginarse de otro modo.
Link no presenta sus libros ni festeja su cumpleaños. “Me estresa publicar, no soy una persona que publica felizmente. Me cuesta olvidarme de que cometí el error de sacar un libro, y si a eso le agrego la presentación el estrés sería insoportable”, confiesa el escritor. “Presenté mi primera novela y me acuerdo de que la pasé pésimo. Cuando estoy nervioso transpiro muchísimo. Estaba empapado, pero la gente no se dio cuenta de que estaba transpirando y creyó que estaba llorando, porque veían que me secaba la cara. La presentación de un libro es un equívoco; acompaño el libro y todo lo que haga falta, pero no creo que el acto de presentación le agregue mucho. Me pongo nervioso, fóbico. Si gano el Nobel hago una fiesta, pero creo que no va a pasar. No tengo expectativas al respecto.” El escritor revela que tiene “dos novelitas en mente” sobre las que espera avanzar en julio, cuando termine de dar clases en la universidad y tenga la cabeza un poco más despejada. “Siempre trato de estar escribiendo algo, pero sin apuro ni presiones. Para mí escribir es pasarla bien. Después te sacás de encima el libro y ahí aparecen los demás, qué pensarán mis amigos o el público en general”, subraya Link su fobia por la publicación.
–¿Tanto lo afecta la publicación?
–Tanto no sufro, no me voy a hacer el mártir (risas). La publicación es un enigma, pero tampoco uno puede escribir y guardarlo todo, porque si no sos una especie de loco, de maníaco que está siempre escribiendo, pero nunca nadie leyó. Mejor lanzar los libros a la vida pública y que hagan su propio recorrido. Pero tardo dos meses en recuperarme de la parálisis que me genera la publicación. Acostumbrado como estoy a dar clases, todos los años me pongo nervioso, maltrato a mis ayudantes de cátedra y ellos saben que me tienen que dejar solo hasta que se me pase...
“Es pánico escénico, ¿no es cierto Cartu?”, pregunta Link a una de las gatas. Cartulina mueve apenas una oreja, como si le contestara que sí, que es cierto, que él padece de pánico escénico. La gata duerme, ajena a la lluvia, a los fantasmas y a las fobias de este y otros mundos.
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