La cara aindiada y los ojos estrechos de Elvira Orphée son su marca de fábrica. Irradian una belleza exótica, ese esplendor aristocrático que supo encandilar a Italo Calvino. En la mitología personal y secreta de esta escritora tucumana de 89 años, que emigró a fines de los años ’30 a Buenos Aires, hay una lista de enamorados y una obra extrema en su originalidad: esquirlas de crueldad, ternura y humor afiladísimos, con un estilo poético labrado en el cuerpo de voces del habla del noroeste argentino, como fragmentos de una realidad extraña al oído porteño. “Esas maderas las robé en París y las pinté yo”, dice Elvira y señala unos asientos, casi al ras del suelo del living, justo donde está el escritor Leopoldo Brizuela, uno de sus lectores más fieles y organizador del homenaje a la autora de Aire tan dulce, que se realizará en el Festival Luz de Agosto, que comienza mañana (ver aparte). “Nadie en mi familia era como yo. Y lo digo en serio: me juzgaba a mí misma superior a todos ellos”, subraya en la entrevista con Página/12.
–¿Cómo le sienta el homenaje que le están preparando?
–Me suena raro, me digo por qué.
–Pero ha publicado una gran novela como Aire tan dulce...
–¿No me digas? Me hincho (risas).
–¿No cree que merece este homenaje?
–No, no sé si alguien merece un homenaje en el fondo. Bueno... Borges... ¿pero de ahí en más quién? Silvina Ocampo es muy graciosa, tiene un humorismo siniestro. (Héctor) Murena quizá fuera buen ensayista... yo admiro todo aquello que soy incapaz de hacer.
–¿A Borges lo conoció?
–Sí, pero no éramos amigos. Me lo encontré una vez que me dio una buena lección en lo de (Adolfo) Bioy Casares. Me habían invitado a comer a mí y a Borges. Entonces dije: “Mierda, qué es esto, qué carajo es tal cosa”. Y Borges dijo: “Có-mo ha-blan las se-ño-ras a-ho-ra” (risas).
La curiosidad de Elvira hormiguea en sus ojos cuando la fotógrafa dispara la cámara. “No me sale la sonrisa”, se excusa con un atisbo de malicia distinguida. Un turbulento revoltijo de recuerdos juega a las escondidas, pero de tanto en tanto despuntan evocaciones con una tonada tucumana en pausa y una voz acolchada. “Murena estuvo enamorado de mí, pero no me gustaba para nada. Me tendría que haber gustado; era un tipo muy inteligente”, cuenta a años luz del arrepentimiento o la nostalgia por lo que pudo ser. Antes de escribir novelas, garabateó sus primeros poemas en un cuaderno que aún conserva. De pronto se pone de pie y enfila hasta su dormitorio. Hay que observarla caminar ligerito, con una gracia perfumada por un movimiento tan vertiginoso que parece que levitara. Si los azahares tucumanos que tanto extrañó caminaran, lo harían como Elvira.
–¿Cómo hace para caminar tan ligero?
–Y eso que estoy sin dormir anoche...
–¿Se puede saber por qué no durmió?
–Sabe Dios... (risas).
Cuando regresa al sofá, tan veloz como partió en busca de sus primeros garabatos, trae el trofeo: el cuaderno con sus poemas. Necesita los anteojos para descifrar su propia letra, esa que trazó allá antes de los 20 años, a principios de los años ’40. “Ya empieza mal”, dictamina casi sin posibilidad de apelar la sentencia. Pero se anima y lee unos versos de “El jazmín”: “Viste las hojas recogerse para oír madurar su belleza, y cómo madura. Demasiada esencia para tan poca existencia, demasiado atributo para tan poco ser, demasiada belleza para tan pequeña flor”. Murena, que fue su compañero en la carrera de Letras, leyó ese cuaderno. “Me recomendó que intentara escribir prosa. Yo encontré que tenía razón y le hice caso. No podía escribir porque no tenía madurez; escribía pavadas.”
–Suele decir que en la novela tiene que haber poesía. ¿Cuánta poesía cree que es necesaria?
–Ah, eso no puedo decirlo, pero en algún momento una no se puede librar de la poesía. ¿Por qué tiene que ser todo “se despertó a las ocho de la mañana, a las nueve estaba vestida, entonces pasaron a buscarla unas amigas...”? No me gustan las frases planas. Si hay una frase que no dice todo explayado, ésa me gusta.
–¿Cómo hubiera escrito esa escena?
–“Amanecía. Tenía frío. No estaban dispuestas a nada que fuera hecho con el alma.” Y así.
Basta escucharla un rato nomás para recuperar la imagen de esa niña tucumana inquieta, endemoniada, ingobernable. Su madre decidió librarse de la pequeña cuando Elvira tenía once años: ya era hora de que su hija comenzara la escuela secundaria en Nuestra Señora del Huerto. La iniciación que nunca se olvida, ese primer día de clases, tuvo un bautismo de fuego: el encuentro con Leda Valladares en el patio del colegio. “¿Vos sos sietemesina?”, le preguntó al verla a Elvira, tan menudita y chiquita. Nacía una dupla que sería el terror de docentes y compañeros. La profesora de música las llamaba “caudillas de grillos” y “bribonas”.
–¿Cómo fue dejar Tucumán para instalarse en Buenos Aires?
–Sabía que me había ido de Tucumán para siempre. Me hicieron falta los olores, los azahares de septiembre. Pero me quedé encantada de haberme ido porque era tan poco lo que te daba la gente. No era nada. Y estaba en un colegio que hubiera sido la representación de una futura generación de tontas. Mi madre, que era un ser tan virtuoso, me falsificó los papeles porque quería que yo fuera un genio. Con Leda (Valladares) les poníamos animación, pero nos detestaban bastante.
–¿Pero qué hacían para que las detestaran?
–Estábamos rezando: “Y el verbo de Dios se hizo carne...”, entonces nos arrodillábamos y tanto Leda como yo, últimas de la fila, empujábamos. Lo que siempre terminaba en una caída.
A esa jovencita indómita acostumbrada a los calores tucumanos, Buenos Aires le pareció una ciudad insulsa. “El clima era espantoso, friísimo, y en las calles no había azahares; eso me parecía un pecado mortal. Todo era gris. No es que Tucumán tuviera algo menos que gris, no era eso. Era otra cosa: era una poesía que no le veía a esta ciudad. Claro que no podía vérsela porque las grandes ciudades son siempre secretas; tienen otra cosa que con el tiempo la sentís.” El amor llegaría de la mano del pintor Miguel Ocampo, con quien se casó y tuvo tres hijas y a quien acompañó como diplomático en Roma, donde Elvira se hizo amiga de Elsa Morante y Alberto Moravia. “Había tres calles que coincidían en el final de la Piazza del Popolo, tres esquinas –recuerda–: una terminaba en el Café de los Escritores, la otra en una iglesia y la otra el Café de los Pintores. Alguien me llevó al Café de los Escritores y lo que me llamó muchísimo la atención eran los mozos. Sabían todo de todos. Y además uno les decía: ‘Si viene Fulano le dice que yo me fui a equis calle’. Y los mozos transmitían los mensajes a tus amigos que venían más tarde y que ellos conocían.” Italo Calvino se enamoró de Elvira, como Murena y tantos otros más en una lista que ella, por pudor, coquetería o para sembrar el misterio, se niega a revisar. “Elsa Morante me presentó a Calvino, él era muy mujeriego y se tiró el lance. A mí no me gustó, pero no quería ser antipática y le presenté a una amiga, Chichita Singer, con la que se casó.”
“Estaba un poco enojado contigo porque no me escribías”, le revela Calvino en una de las cartas que le envió. El autor de El barón rampante confiesa en otra de las cartas que le gustaría cambiar el mundo en líneas generales, “pero las personas me gustan en cuanto son como son: diversas de mí y de todos”. “Entonces si eres tú misma hasta el extremo, yo también haré lo propio, seré yo hasta el extremo.” Elvira ya había sido ella misma con el primer relato que publicó en 1951 en la revista Sur, “La calle Mate de Luna”, un “extraordinario cuento coral –plantea Brizuela–, sobre las sospechas y chismes que un barrio tucumano va elaborando, a medida que avanza el calor, acerca de una familia de forasteros porteños; chismes basados menos en datos concretos que en una secreta “hambre de realidades abominables que permitan escapar del tedio y liberar el odio acumulado”. Y había publicado el mismo año que viajó a Italia (1956) la novela Dos veranos, un fresco de las clases media y baja tucumanas. En París, donde trabajó como lectora de narrativa en español e italiano para Gallimard, comenzaría a escribir Aire tan dulce, que recién se publicaría en 1966. Después llegarían En el fondo (1971), La penúltima conquista del Angel (1977); y los cuentos de Las viejas fantasiosas, entre otros títulos.
–¿Cómo se llevaba con otro tucumano que vino para Buenos Aires: Juan José Hernández?
–Muy bien, éramos compinches, pero él era un maldito capaz de decir cualquier cosa, pero yo le gustaba porque era una maldita (risas). Eramos muy distintos de lo que se escribía aquí. Eramos originales, quizá por la soledad que hay en las provincias; entonces no tenés más remedio que ser vos mismo. El lenguaje es muy importante para mí. Yo no quería escribir como todo el mundo, eso lo sé. Pero nada más.
–¿Sigue escribiendo?
–Sí, lo que pasa es que soy lenta. Y principalmente soy vaga. Con la infancia que tuve, no podía ser metódica, en el sentido de que estaba siempre enferma. Tuve difteria, peritonitis, estuve dos meses en un sanatorio y cuando me levanté no sabía caminar. Pero me sentó muy bien porque la soledad te obliga a buscar qué hacer sin que nadie más intervenga. Entonces quedaba el pensamiento, nada más. El pensamiento de lo que podrías decir, de lo que podrías hacer, de lo que podrían hacer los otros. La fuente era la gente, a la que no le sacaba cosas directamente porque era una solitaria y me la tenía que imaginar. Yo decía que era una “negra palúdica”. Las dos cosas eran ciertas: tuve paludismo añares. Creo que me siento mejor en la novela que en el cuento porque tengo más tiempo de darla vuelta, de ser Dios, en una palabra.
–¿Qué siente cuando vuelve a leer los libros que publicó?
–No los leo. Si estoy hablando conmigo misma todo el tiempo, ¿para qué leer lo ya escrito? Me digo qué infeliz, no en el sentido de que siento desgracia, sino en el sentido de qué poca cosa sos. Pero es una suerte tenerse en poco altar, ¿no?
–Sí, claro, pero se pasa un poco de rosca...
–No, porque ni siquiera me reprocho. Me digo: “Las cosas son así”. Yo soy bastante múltiple, una no se conoce nunca.
* El homenaje se realizará el próximo 1º de agosto a las 19 en Casa de Letras (375), con la participación de Leopoldo Brizuela, Fernando Noy, Luisa Valenzuela y Oliverio Coelho.
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