Los libros son como la vida: nunca se terminan del todo. A veces el éxito se transforma en calvario y un escritor “ejemplar” puede basar su prestigio en una mentira piadosa. Hacer justicia no es trabajo exclusivo de la policía. Quién sabe si lo escrito en las primeras páginas será como una profecía autocumplida, si el mundo lector de habla hispana se rendirá al pie de la novela de La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara), del joven narrador suizo Joël Dicker –28 años recién cumplidos–, un nuevo fenómeno global presentado como un cruce de Larsson, Nabokov y Philip Roth. Al menos unos cuantos podrían repetir: “Su libro me tiene atrapado, Dicker, es imposible dejarlo”. ¿Por qué, desde el principio, se tiene la sensación de estar ante una especie de “milagro” de la ficción, al punto de que la herejía pasaría no por abandonar, quedarse en el camino o tirar la toalla, algo tan frecuente en la lectura, sino por no intentar la utopía de leerlo de un tirón, algo casi imposible debido a las 660 páginas? Todo comienza con una llamada a la central de policía. Un diálogo. Una emergencia. Una anciana de la inventada ciudad de Aurora, en New Hampshire, es testigo de un hecho: observa por la ventana de su casa cómo una joven es perseguida por un hombre en el bosque. Es el 30 de agosto de 1975, día en que Nola Kellergan, de 15 años, desaparece. Podría ser el preludio de un policial.
Las apariencias distan de ser ciento por ciento fiables. Luego de más de tres décadas de esta desaparición –33 años exactos, en junio de 2008– aparece el cadáver de Nola en el jardín de uno de los narradores americanos más leídos y respetados, Harry Quebert, de 67 años. La víctima había sido enterrada con el manuscrito de Los orígenes del mal, novela maestra publicada en 1976 que vendió más de quince millones de ejemplares y le permitió a Quebert obtener el National Literary Award y el National Book Award, dos de los premios literarios más prestigiosos del país. Una de las grandes figuras de la intelligentsia norteamericana –profesor universitario que además de dar clases en Burrows impartía numerosas conferencias–, entre lo mejor que había producido los Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX, es acusado oficialmente de haber matado a Nola y a la anciana Deborah Cooper, la última persona que vio con vida a la joven. Desde la cárcel, Quebert padece el oprobio de ser el único culpable de los dos asesinatos sin más pruebas que el manuscrito de su novela, encontrado junto a los huesos de Nola. “Escribir no es matar”, dice el abogado –curiosamente de apellido Roth– que tendrá que defenderlo.
Todo Estados Unidos, tras haberlo admirado, ahora lo abuchea y lo condena. Todos los diarios se refieren al reputado escritor como un depredador sexual por haberse enamorado de Nola cuando él tenía 34 años y por haber escrito esa obra maestra para ella. Inmediatamente, Los orígenes del mal –ahora una brasa que incomoda– es retirado de las librerías y de los programas de estudio. Antes de avanzar, conviene introducir una pieza fundamental del fenómeno Dicker: Marcus Goldman, joven escritor devenido promesa de la nueva literatura estadounidense gracias a su primera novela, un ex alumno del presunto asesino que –mientras combate con la terrible crisis de la página en blanco, ese síndrome que dicen que es frecuente entre los escritores que tienen un éxito inmediato, apremiado por la exigencia de entregar un segundo libro del cual no pudo escribir ni una línea, y amenazado por su editor con una demanda millonaria por incumplimiento de contrato– está convencido de la inocencia de su maestro. Sin Harry, Marcus no hubiera llegado a ser escritor. Siente que ese hombre que ahora es considerado un “criminal bárbaro” le salvó la vida cuando lo conoció en 1998. Que tiene una deuda con él. Que le debe todo.
Marcus, el escritor en crisis, viaja a Aurora y se entrega a una pesquisa literalmente vertiginosa. Pueblo chico, infierno grande. Los vecinos están convulsionados. A poco de andar preguntando, escarbando, tirando del hilo del pasado, ya recibe la primera amenaza: “Vuelve a tu casa, Goldman”, escribe una mano anónima en una nota. ¿Quién o quiénes temen que la investigación tome un curso que los comprometa? ¿Por qué es preferible que Harry Quebert siga siendo el asesino “ideal”? Afortunadamente para Marcus –y los lectores– está el sargento Gahalowood, huraño y terco como una mula, que pronto será como una especie de Watson, acompañante y asistente fundamental a la hora de desentrañar la compleja maraña de malentendidos, mentiras, mascaradas y engaños del caso en cuestión. Que la cuerda policial vibra es innegable. Es uno de los cimientos de la arquitectura de la novela que empieza a escribir Marcus mientras, ávido de información, graba las conversaciones con Harry en la cárcel. Y sin embargo, La verdad sobre el caso Harry Quebert, lejos de retacear el componente policial, pertenece a otra estirpe de libros. Es, sin duda, una novela sobre escritores: el maestro cascoteado –el otrora héroe para la sociedad pero especialmente para su discípulo– es un gran simulador que lanzará su prédica sobre el oficio de escribir y adyacencias. Las frases, pensamientos y reflexiones están diseminados en pequeñas cápsulas –31 consejos en total– a lo largo de la novela, muchas veces bajo la forma de diálogo.
“Harry, si tuviera que quedarme con una sola de todas sus lecciones, ¿cuál sería?”, se lee en el capítulo-lección número 28, en el lapso en que la novela recupera el período de formación de Marcus, en la Universidad de Burrows, entre 1998 y 2000.
–Le devuelvo la pregunta.
–Para mí sería la importancia de saber caer.
–Estoy completamente de acuerdo con usted. La vida es una larga caída, Marcus. Lo más importante es saber caer.
“Escribir y boxear se parecen tanto... Uno se pone en guardia, decide lanzarse a la batalla, levanta los puños y se enfrenta al adversario. Con un libro es más o menos lo mismo. Un libro es una batalla”, define Harry en otra de sus lecciones. “Golpee ese saco, Marcus. Golpéelo como si su vida dependiese de ello. Debe usted boxear como escribe y escribir como boxea: debe dar todo lo que tiene porque cada pelea, como cada libro, puede ser la última.” Dicker escribió esta novela –la sexta y la segunda que publica– convencido de que si se seguían los rechazos –por entonces acumulaba cuatro– se dedicaría a otra cosa. Un giro radical le cambió la vida, el año pasado, cuando un octogenario editor francés, cuyo catálogo es ciento por ciento literario, publicó La Vérité sur l’Affaire Harry Quebert. Se trata de Bernard de Fallois (1926), presidente de Éditions de Fallois, quien canceló sus vacaciones cuando el escritor suizo le envió el manuscrito. En tiempo record puso la novela en las librerías francesas durante el mes de agosto, el momento menos indicado para lanzar una novedad. En una sola semana, con París casi desierta, un pequeño librero vendió 170 ejemplares del voluminoso libro de Dicker con esta propuesta: “Léalo, si no le gusta le devuelvo su dinero”. Dicen que sólo regresaron unos cuantos para pedir otro ejemplar.
El boca a boca comenzó a dispararse y la novela cosechó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa 2012. Sólo por un voto quedó a las puertas de llevarse nada menos que el mítico Premio Goncourt. Pero se alzó con el Goncourt de los Estudiantes y el Premio Lire a la mejor novela en lengua francesa de 2012. En Francia vendió más de 750 mil ejemplares, cifra que ahora se multiplicará por la publicación en 33 idiomas. Alfaguara consiguió los derechos en español de esta obra en la Feria del Libro de Frankfurt del año pasado, tras una subasta muy reñida con ocho editoriales. A mediados del mes pasado se publicó en España, ya está circulando en Argentina, el resto de los países de América latina y Estados Unidos con su importante mercado editorial hispano. De Fallois no se cansa de repetir que Dicker ha renovado las esperanzas en la literatura francesa. Aunque parezca un narrador americano de pura cepa. La anterior novela del narrador suizo, Los últimos días de nuestros padres –ganadora del Premio de los Editores Ginebrinos en 2010–, ambientada en la Segunda Guerra Mundial, fue publicada conjuntamente por el editor francés y Vladimir Dimitrijevic, de la editorial suiza L’Age d’Homme. Para completar los “antecedentes” de Dicker, parece que antes de que la suerte le sonriera, antes del giro radical, un jurado literario se negó a darle el premio al mejor cuento porque daban por sentado que era imposible que un chico de 14 años escribiera algo así. Que forzosamente lo había copiado. El cuento se titulaba “El tigre”, como el relato de Borges.
Aunque las comparaciones se hacen a cuenta y riesgo de la exageración o la desmesura, hijas dilectas del entusiasmo, se ha dicho que La verdad sobre el caso Harry Quebert remeda el estilo de Philip Roth. Es cierto que se podrán encontrar modestos homenajes, como el hecho de que Marcus es judío y nació en Newark –su madre insoportable es otro de los personajes secundarios memorables–, y que el boxeo –que practica el narrador junto con Harry, su maestro– es uno de los tópicos de interés del escritor estadounidense. “Hay homenajes a Roth, pero también a Nabokov, a Steinbeck, a Romain Gary, a Hemingway, a todos ellos”, admitió Dicker durante su gira promocional por España, “porque es un libro sobre un alumno y un maestro. Y por eso era divertido meter homenajes a todos esos escritores”. Entre los narradores que lo han marcado, el suizo colocó bien alto al autor de El mal de Portnoy. “Roth es el único todavía vivo; es cierto que es un escritor clave de la literatura moderna, posiblemente el mayor de los escritores vivos”, subrayó este joven narrador que se declara admirador sin fisuras de la gran novela americana. “Quizás es la literatura que conozco mejor. No digo que sea más importante que otra. Es una cuestión muy personal. A unos les puede interesar más la literatura sudamericana, a otros la china. A mí lo que me gusta de la literatura americana es que cuenta historias. Una historia, una aventura lineal y luego a través de ella una historia de Estados Unidos. Y eso es lo que me parece que la hace más interesante, más rica.”
En el lenguaje a veces apresurado y obvio de las impresiones posteriores a una primera lectura, la novela de Dicker parodia el anhelo de muchos jóvenes escritores de escribir “la gran Novela” con mayúsculas, con grandes ideas, deseo que no es monopolio exclusivo de los norteamericanos. Marcus tiene 30 años, pero aspira a todo o nada. Si no parodia el tópico, al menos lo tematiza con un tono jocoso. “¿Quiere usted ser desde ya una especie de cruce entre Saul Bellow y Arthur Miller?”, lo increpa Harry. “La gloria llegará, no sea impaciente. Yo mismo tengo sesenta y siete años y estoy aterrorizado: el tiempo pasa de prisa, ¿sabe?, y cada año que pasa es otro año que no puedo recuperar. ¿Qué se creía, Marcus? ¿Que iba usted a sacarse de la manga un segundo libro así, tal cual? Una carrera se construye, amigo mío.” Dicker logra, desde la pura ficción, retratar la idiosincrasia de un país que no le resulta ajeno. Ha pasado largas temporadas en Estados Unidos, entre 2006 y 2008, y que haya elegido como presente de la narración un año electoral como el 2008 no es un detalle menor. “El hecho de que fuera elegido Obama era el signo de un cambio que necesitaba Estados Unidos”, afirmó en una entrevista”. “Si hubiera sido elegido McCain, hubiera significado una vuelta atrás. Yo incluso llegué a pensar que si Obama no salía no volvería al país.”
¿Un escritor suizo, entonces, podría ser el autor de la “gran Novela” americana del siglo XXI? El destino de los libros y sus autores es un idilio perpetuo construido desde la fugacidad. Nada más imprudente y errático que intentar oficiar de “meteorólogo literario”. La verdad sobre el caso Harry Quebert es un formidable golpe en la mandíbula de los lectores.
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