Las dos orillas vibran en la palma de su mano. Todo se concentra ahí: la sombra de sus pasos, el secreto del papel que vela y se desvela sin aviso, el dorso del verbo, el huracán por la ruta de la muerte perdida, la huella del poema, el silencio que origina un trazo, el resplandor del espacio, el alto viaje del canto, una nota que se fue, la inmutable desbandada del fulgor. “Partir no significa abandonar”, escribe Silvia Baron Supervielle en la introducción de Al margen, su poesía reunida en una edición bilingüe, con prólogo de Eduardo Berti. En la palma de la mano agradecida de los lectores se imprimen “epifanías que consagran un detalle o un instante”, como plantea Berti. Mil páginas exactas que renacen con los ojos abiertos a una prodigiosa concisión y a una austeridad que empezó siendo una necesidad –cuando se instaló en París en la década del ’60 y en un único gesto cambió de lengua, adoptó el francés, se convirtió en escritora– y devino la bella intensidad de un estilo: “ecos y signos/ me incitan a ir/ adonde voy/ a venir de/ donde vengo”. Las flechas mágicas de esta escritora rioplatense se clavan en las pupilas del corazón: “con tinta/ se escribe/ contra/ los gritos/ blancos”.
Voltaire decía que “los poetas no se traducen, ¿acaso puede traducirse la música?” Silvia, en cambio, acometió la aventura de traducir sus propios poemas escritos en francés, excepto aquellos que ya habían sido traducidos por estos pagos de la lengua. “Enseguida me di cuenta de que formaba parte de una creación. Que iba a crear –subraya la poeta, narradora y traductora a Página/12–. Además corregí los poemas en francés, los fui adaptando, aunque no los cambié demasiado. Fue un regreso a la lengua española; y como me conozco y sé que me encanta el dibujo en la página para liberar los espacios y el silencio, entonces me gustó hacerlo en español, porque sabía lo que quería. También fue un descubrimiento: el español es más sonoro que el francés. En la traducción al español tenía que poner un poco más de fuerza en algunos poemas. Tampoco que fuera una cosa muy fuerte, porque no estaba en mis poemas ni yo lo quería. Lo que me gustó muchísimo fue tener la impresión de que escribía en dos lenguas y que era posible que haya dos versiones de un poema con un solo autor. No hay muchos libros como éste, bilingües y traducidos por el autor. Más que una traducción, fue una nueva creación.”
–¿Qué pasó cuando tuvo que confrontar a la poeta y traductora del presente con la autora del primer poemario “Las ventanas”?
–No cambié mucho desde los años ’70. Hay diferencias entre poemas más largos y más cortos y en cómo están ubicados los versos. Quizás en los primeros libros me sentía un poco más libre con el dibujo, no estaba tan consciente. Después, poco a poco, me di cuenta de que me gustaba mucho dibujar como columnas, como grupos, y eso se fue acentuando, para pensar un poco en las diferencias. Se fue acentuando la concentración.
–¿Por qué no hay puntuación ni mayúsculas en sus poemas?
–Empecé así y después no quise cambiar. En un momento dado me dije: “Voy a poner algunas mayúsculas”. Pero preferí dejarlo así para dar la sensación de cosa muy despojada.
–También trasmite la sensación de que el poema no tiene ni principio ni fin. Muchas veces el primer verso empieza con un “si” o un “entretanto”, como si viniera de otra cosa, ¿no? y lo que el lector en realidad está leyendo es apenas la parte que se verbalizó.
–Sí. Me dicen que uso las mismas palabras, pocas, y que al final no se nota porque esas palabras están puestas de otra manera. Son temas muy abstractos: el viento, el aire, las sombras, las líneas, las ventanas, el silencio. Es mi mundo. No sé cómo hacen los demás poetas, seguramente tienen un vocabulario más amplio. A veces al cambiar de lugar una palabra le das otro sentido, ¿no? Hay repeticiones, pero las mismas palabras no significan lo mismo según donde las pongas. Es muy misterioso. Cuando trabajo, siento mucha presión de poner el poema en un lugar en la página, de darle un sentido a todo lo que lo rodea, lo que va surgiendo y me va hablando. ¿De dónde viene eso? Es totalmente misterioso, quizá sean las ganas de hacer un dibujo al mismo tiempo.
–¿Dibuja además de escribir?
–No, pero dibujo escribiendo. Cuando empecé a escribir esos poemas breves me di cuenta de que pasaba algo alrededor de la página.
–En el prólogo de uno de sus poemarios, Arnaldo Calveyra se pregunta de qué silencios están hechos sus poemas, un interrogante muy interesante porque el silencio es constitutivo de su poesía, ¿no?
–Hay un solo silencio que me atrae mucho, el silencio que ves en la pintura, en las naturalezas muertas, donde el cuadro es mudo y en vez de palabras hay formas y colores que no se mueven. Y te dice todo con tanta fuerza... El silencio que a mí me gusta es el que puede expresar mejor lo que siento o lo que quiero decir. O sea que lo tengo que respetar, lo tengo que dejar pasar, que se imprima ahí, al mismo tiempo que las palabras. Son silencios extraños que a veces dicen más que lo que pueden decir las palabras.
–En varias zonas de sus poemas hay una tensión entre lo que se intenta recuperar y lo que se pierde. ¿Son silencios que también portan una carga de perplejidad?
–Es muy lindo lo que estás diciendo. No soy consciente de hacerlo, si lo hago. Vengo de acá, de este borde, de esta orilla, y estoy allá, en otra orilla, entonces siempre me parece que estoy separada en dos orillas. Y trato de que las dos orillas se hablen y se pierdan. Es una ventaja, aunque es un poco nostálgico. Nunca quise olvidarme del español ni tampoco quiero que me consideren una escritora francesa porque no me siento bien ahí. Los silencios de un lado y del otro se cambian. Y se hablan también entre ellos. Puede ser que sea eso, no estoy segura. Lo que está claro es que escribo con la distancia que me separa de algo.
–En “La distancia de arena” se lee: “nada en la ribera real que me encadena/ me arrancará del lugar donde nací”.
–Uno tiene el país de la infancia y de la adolescencia, de los primeros años. Yo me formé acá y mi familia está acá; es un lazo fortísimo. Me hablan de las raíces allá, de arraigarte. ¡Yo no me arraigo más! Mis raíces son mis libros; fui haciendo raíces con las palabras y con los silencios. Pero las verdaderas raíces están acá.
–Entre los poemas inéditos incluidos en Al margen hay un poema bellísimo a su madre. Es curioso porque es el único que claramente está dedicado a ella, a la “presencia impalpable/ y a la realidad de su ausencia...”
–Es el único, sí. Ese poema hace muchísimo que lo escribí y no me animaba a publicarlo. Ahora salió otro libro mío en Francia, Letrres à des photographies (Cartas a fotografías), publicado por Gallimard. Mi madre era uruguaya y vino a la Argentina. Murió cuando yo tenía dos años. Pasó todo este tiempo y siempre viví con las fotografías de mi madre alrededor. Es lindo pensar la fuerza que tienen las fotografías. Un día de tanto mirar las fotografías y de la curiosidad por saber quién era –nunca me hablaban de mi madre– me puse a escribirle cartas. Y es el libro que acaba de salir. A veces algunos periodistas franceses me preguntan cuál es mi verdadero país: Francia o Argentina. Todo mi imaginario sale de acá, del Río de la Plata. Yo puedo decir que soy una escritora del Río de la Plata porque mi imaginario, mi familia, las pérdidas, el imaginario de los escritores y poetas son de acá, es mi mundo. Pero ese mundo lo construí en Francia, escribiendo en francés. Como si hubiera tenido que irme y escribir en francés para que saliera todo. No soy una escritora francesa por el hecho de emplear el idioma francés. Yo me siento una escritora del Río de la Plata. Ese poema lo tenía un poco aparte, pero ahora con las cartas me olvidé del pudor porque salió todo (risas). Me gustó mucho escribir esas cartas. Son 161 cartas a mi madre, cuento cómo está mi madre en la fotografía, lo que me imagino. Y voy inventando.
–¿Preguntó por su madre entre los familiares que tiene acá y en el Uruguay?
–Sí. Y me mandaron muchos datos sobre la familia de mi madre en Uruguay. De ella lo único que tengo es un libro de poemas de Rimbaud escritos en francés y publicados en 1926. Había escrito su nombre en el libro: Raquel García Arocena. Empecé con una carta, con una fotografía que está delante de la mesa donde escribo. Esa fotografía me mira todo el tiempo. Ella me mira como si me pidiese algo.
–¿Por qué no le contaban nada de su madre? ¿O usted no se animaba a preguntar?
–De mi madre no se hablaba: ni de su vida ni de su muerte. Ella murió porque había dado a luz a una beba. Ya éramos dos mujeres: mi hermana tenía cuatro años y yo dos. La beba quedó enferma durante diez años y también murió. No hablaban de ella, para no culparlos mucho, quizá para no lastimarnos. Para no herirnos. Mi padre se volvió a casar y el silencio fue doble. No se pronunciaba jamás su nombre y las fotografías no estaban. Después descubrí las fotografías en álbumes de mi abuela. A veces pienso que para ser completamente libre me fui de acá y agrandé las pocas fotografías que tenía de mi madre y las puse en mi escritorio. Me acompañan esas fotos. Y en los momentos difíciles me dan mucha fuerza.
El libro de poemas de Rimbaud que era de su madre se lo dio un primo en Uruguay. “Me invitaron a Montevideo y hacía mucho que no iba. Entonces estaba en la Feria del libro con mis tías y tíos maternos en primera fila. Y un chico muy joven, el hijo de un hermano de mi madre, me dio el libro: ‘Me parece que lo tenés que tener vos’, me dijo. Y se fue corriendo, porque no quería encontrarse con toda la familia. Siempre quise agradecerle, pero no me dio tiempo”, recuerda Silvia. “Hay un gran autor francés, Gérard de Nerval, que llegó al mundo sin conocer a su madre y no tuvo ninguna imagen de ella. ¡Qué horror no tener ni una fotografía! Es evidente que hay un mundo que se empieza a formar entre las fotografías de seres muy queridos y uno. Casi te diría que se arma un diálogo.”
A las manos de la escritora llegaron unas cintas con las voces de Borges y Victoria Ocampo. La autora de La orilla oriental, que estaba escribiendo las cartas a su madre, se sorprendió especialmente con uno de los diálogos. “¿Usted se acuerda de Ricardo Güiraldes, Borges?”, le pregunta Victoria. Borges le dice que sí. “Fíjese qué extraño, me acuerdo de sus fotografías. Yo lo conozco muy bien y lo recuerdo también, pero a mí me gusta recordarlo por sus fotografías. Como usted comprende, el tiempo pasa, la gente cambia. La fotografía de Ricardo Güiraldes es él. Y eso me pasa con mis padres, qué curioso, ¿no?” Victoria le dice que evidentemente es muy curioso, cuenta Silvia, intentando reconstruir de memoria esa charla que incluyó en Cartas a fotografías.
–“Las palabras me apartan de mi lengua”, dice en uno de los poemas. ¿A qué lengua se refiere?
–Las palabras me apartan de lo que quiero decir y de lo que no se puede decir. Eso es lo que creo que quise poner. A veces uno emplea palabras que están reemplazando algo en vez de estar diciéndolo. Lo que es resulta casi imposible de decir. Uno trata todo el tiempo, pero no es fácil.
–A propósito de este tema, daría la impresión de que en su poesía la música está en un primer plano. Aunque no se desdeña la mirada, para la voz poética parece más limitada. Lo que importa es la vibración, la música. La mirada es más torpe o llega a menos lugares que la música. ¿Coincide?
–Es difícil porque no tengo una idea muy clara. La mirada también tiene imágenes, pero hay que defenderse con las palabras. O con los silencios. Es una especie de búsqueda de poder decir algo que no ha sido dicho, de crear una imagen que una fotografía no puede dar y que de otra manera la podés encontrar. La poesía es un trabajo muy misterioso, más como la entiendo yo con sus espacios. Viene lo que viene.
–No hay razonamiento.
–Para nada. Me gusta lo que está en el espacio, lo que está suspendido, lo que no se mueve.
–¿Publicó todos sus poemas inéditos en Al margen?
–No, hice una selección. Lo más o menos bueno es lo que el autor decide.
–El autor se puede equivocar.
–¿Te parece?
–Kafka quería que se destruyeran sus escritos una vez muerto. Sin Max Brod, que desobedeció ese pedido, quizá no se hubiera conocido ni leído a Kafka.
–Puede ser... es cierto que no me animo a tirar esos poemas porque si algún día me piden algo para una revista puedo mirar ahí, trabajar un poco, rescatar alguno y cambiarlo. Ahora si me agarran eso todo entero y lo publican es un desastre para mí. Me aterra que revisen mis cajones (risas).
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