Las palabras rasguñan el sentido común y desmontan las burbujas discursivas de la corrección política. La poeta desbocada no vacila ni se amedrenta. Los poemas rabiosos de Maldad, cantidad necesaria (Milena Caserola, en coedición con Llanto de mudo), de Patricia González López, muerden y van al hueso de peliagudas cuestiones de clase, intentando que las clases sociales con sus conflictos no sean las convidadas de piedra de las textualidades poéticas y narrativas del presente. Uno de los poemas, “La patrona te ama”, mete el dedo en la llaga con una saña inconmensurable: “¡Que se vayan todos los paraguayos/ que nos sacan el trabajo/ ocupan los hospitales/ y no pagan impuestos!/ Que se vayan a su país o al interior que hay menos gente/ y también necesitan mulos./ Que se vayan todos/ ¡menos mi mucama,/ no sabés cómo limpia!/ En todos estos años/ nunca me robó,/ mirá que muchas veces dejé plata en la mesita de luz,/ o los anillos en el baño/ y nunca me faltó nada/ eso que vive en una villa.../ ¡Es una en un millón! Honesta/ Limpita.../ Se viste feo, pobre/ pero, como yo soy muy generosa/ desprendida/ algo de ropa le doy./ Es muy buena/ tan buena que no me pide obra social/ ni jubilación/ ¡Es tan caro pagar las cargas sociales!”.
González López nació el 7 de agosto de 1986. Aunque esta amazona que arroja cuchillos afiladísimos sobre la página en blanco ahora vive en Retiro, se crió en el barrio Los Aromos, en Merlo (Provincia de Buenos Aires). Alumna ejemplar, la chica que todos aborrecen porque se saca siempre 10, empezó a garabatear sus primeros textos a los doce años. “Hice un montón de cosas, como teatro y danza, pero lo único que permaneció fue la escritura”, cuenta la poeta, autora del poemario Indecible (2009) y la novela Dos de azúcar (2010). Más allá de que enumera las influencias de un puñado de poetas tan disímiles como Charles Baudelaire y Olga Orozco y más acá al cordobés Vicente Luy (1961-2012), el chileno Víctor López Zumelzu y el argentino Walter Lezcano, Nietzsche la marcó tanto que no duda en subrayar a Página/12 que la lectura de filosofía ha sido “más importante” que la de poesía.
–¿Para escribir es necesaria una dosis de maldad?
–Sí, sobre todo porque para vivir yo no practico la maldad. Entonces es el permiso que me doy en la escritura. No lastimo a nadie y ya tengo los sentimientos y las emociones procesadas. Me parece una maldad productiva.
–Aunque no hay por qué coincidir con lo que se escribe. ¿Lo normal aburre, como se lee en uno de los poemas de Maldad, cantidad necesaria?
–Sí, sobre todo porque el deseo sale perdiendo. Si lo normal en una relación amorosa es esperar a que te llamen, porque si no te llaman no sé qué... hay un deseo que no se ejecuta porque lo normal es esperar que el chico te escriba o te llame. Hay prácticas de vida normalizadas que si no suceden de una manera determinada se dice que no está bien. La normalidad es muy aburrida porque todos la terminan pasando mal. Ahí trato de romper, que sea todo tan directo que no haya lugar a especulaciones del tipo “qué me habrá querido decir cuando dijo tal o cual cosa”. Está bien que exista el metalenguaje y la lectura entre líneas, pero por lo menos que no haya lugar a dudas para ciertas cosas.
–¿Cómo se rompe con lo normal en poesía?
–Nunca hay que dejar de decir. Nunca hay que callarse porque cuando el otro te lastima no tiene límites. Cuando nos ofenden buscamos la forma de no ofender al que nos está ofendiendo, entonces hay una condescendencia con el que produce dolor que no está buena. Hay que poner en jaque al otro señalándole que uno se da cuenta del daño que está haciendo.
–¿Por qué en la mayoría de los poemas prevalece una voz un tanto desbocada y muy incorrecta, como en “La patrona te ama”?
–Un poeta que no me conoce mucho una vez me dijo que en ese poema la parte crítica es la más trillada. Yo le contesté que de mi vieja no tengo ninguna queja, limpia perfecto. Mi mamá es empleada doméstica y ella padeció todo lo que dice la voz hipócrita de esa clase social empleadora. Yo escucho cómo muchos me hablan de sus empleadas domésticas como si yo fuese una par. Y yo no estoy de ese lado, estoy del otro. Lo desbocado es para romper “el deber ser”: era abanderada, me sacaba diez en el colegio, nunca un aplazo en la facultad, salvo en computación, que me saqué un dos y fue terrible para mí (risas). Después empecé a sacarme esa corrección de encima y a ser más yo misma. Una amiga dice que yo digo “la peor barbaridad con los mejores zapatos”. A veces llego a la desubicación porque no me controlo. Pero ser desbocada es necesario para que se pueda ver en “La patrona te ama” cómo el empleador se siente bondadoso porque le da un resto de torta del cumpleaños al que fue a servir un sábado a la noche y por el cual no pudo estar con sus hijos. Ese mismo sector social de empleadores se queja de los chorros, por la gente de tal villa y los extranjeros, y no se entera nunca que la persona que limpia en su casa seguramente vive en esa villa que está criticando. Encima no les hacen aportes sociales ni le pagan la jubilación. Ese poema lo escribí en tres minutos. A veces digo en joda que soy un poco una resentida de clase. O viví ciertas cosas que no puedo negar. No puedo dejar de defender a un pibe que está todo paqueado.
–En ese sentido, es muy significativo el principio de “Orgía de insultos”: “Chupándose las mejillas/ carcajadas que muerden/ bocas hambrientas./ Ellos mueren,/ no importa”.
–Ese poema lo escribí pensando en los pibes de mi barrio. Hay una mirada de rechazo todo el tiempo; son los pibes que se pueden morir porque son chorros y no hacen ningún aporte a la sociedad. Pero antes de que el pibe caiga en eso, hubo un montón de marginalidad que vivieron: falta de alimentación, de educación, de contención familiar. Hay un montón de cosas que llevan a esos pibes a padecer esa situación, incluso me pudo haber pasado a mí. Pero me pintó por el estudio, por querer ser alguien, y yo tenía muchas ganas de crecer. Pero si no hubiera tenido esas ganas de crecer, podría haber caído en cualquiera.
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