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Jueves, 19 de noviembre de 2015
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El poeta Jorge Boccanera habla de Monólogo del necio, su último libro

“La poesía se cocina horas, días, pero se come cruda”

Después de siete años sin publicar un libro de poemas, el autor de Contraseña produce una suerte de regreso circular a sus obsesiones. Boccanera sostiene que, finalmente, lo que queda de una poesía “es lo que el lector va a tener que digerir”.

Por Silvina Friera
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“Hay formas del dolor que provocó la dictadura que todavía no las hemos pensado”, señala Boccanera.

“El tiempo respira. Cicatriz de las horas.” En un verso estalla el “decir” de Jorge Boccanera con toda su potencia expresiva, con ese estado de asombro y exploración sin tregua, con la “humilde cuchara” del poeta que oscila como un péndulo que va de lo posible a lo imposible. No hay forma de eludir los misterios, aunque haya que interrogar el silencio y sólo queden las cenizas de un puñado de preguntas o la levadura del vacío. Después de siete años sin publicar un libro de poemas vuelve Boccanera con Monólogo del necio, en la colección El viento de los locos de la editora Patria Grande; un regreso circular a las obsesiones del poeta: la lengua en llamas de la sordomuda –que remite al título de uno de sus poemarios más emblemáticos–, el estante de las horas –el tiempo definido como “pellejo de palabras”–, el muñón y la mano, la muerte que trabaja a la vista de todo el mundo, las ruinas y las astillas, el espejo y el viaje. “Ayeres recogidos en un vaso quebrado./ Donde hubo un cuenco crece/ un retazo de noche, la sombra de la lluvia./ Un día/ y otro día es empezar de nuevo,/los filos por delante de ese rencor disperso.// Con hilitos de sangre voy a coser/ cada palabra rota”, se lee en uno de los poemas.

Boccanera desbarata los estridentes murmullos del bar de la esquina de Corrientes y Callao, empuñando una inflexión entusiasta desplaza a un segundo plano auditivo el estruendo de la máquina de café. En “Afanes del poeta”, el poema inicial de Monólogo del necio, hay una voz que apela al peine para quitar todo aquello que conspira contra lo despojado, para remover “los piojos del decir”, parafraseando un verso. “Me lleva mucho tiempo ponerme en situación de escribir”, cuenta el poeta en la entrevista con Página/12. “En este libro se revela un poco esa época de vacas flacas, la paradoja de llamarle ganado a lo perdido. Y aparece el trabajo de cuando no se da el poema, cuando la lengua se va convirtiendo en un muñón. Me gusta mucho convivir con el poema cuando está naciendo, verlo de distintos ángulos. No tengo ningún apuro en publicar.”

–¿Esa época de “vacas flacas” fue después de haber publicado Palma Real?

–Sí, después de Palma Real vino un tiempo de muchas pérdidas: se murió mi padre, murieron amigos como (Raúl) Carnota y dos poetas jóvenes: Jorge Arturo, un poeta costarricense, y Francisco Ruiz Uriel, que se suicidó en Nicaragua. Yo he trabajado mucho dando talleres en Centroamérica y México. El libro ya salió en México, está por salir en Italia y acaba de salir por Visor en España. En la edición de Visor, la tapa es una Catrina mexicana, un símbolo tan teatral. Y le hice un poema a la Catrina porque entre los registros que tengo entra mucho lo visual, lo teatral; están esas dos locas barriendo el reloj con dos guadañas y son dos Catrinas vestidas con sus capelinas. En todo eso está el tema de la muerte, que se junta un poco con el tema de las vacas flacas, con no encontrar lo que yo quiero en la poesía.

–”¿Quién escribe?”, se pregunta en el poema que da título al libro, en el que aparece la dentellada, el feroz escribir.

–Algo había dicho, en ese sentido, (José) Lezama Lima: que se acercaba a la poesía con una voracidad muy grande y se alejaba con una especie de rechazo también muy grande. Es como abrazar a un amor de no existe. La poesía tiene algo de fantasmal que se niega y se da; en ese juego hay que encontrarla, en esos residuos que van quedando después de pasar el peine, de sacar el aceite rancio y toda esa piojera del decir. La paradoja de la poesía es que se cocina horas, días, pero se come cruda.

–¿Cómo es eso?

–Cuando el lector lee un poema, no percibe esa cocina; sí percibe la ironía, el yo dramatizado, la imagen sin ninguna artificialidad, pero todo eso ha sido trabajado para que tenga esa fuerza. Hay un poema, “Animales borrosos”, que habla de cocinar todos los animales, incluso en un poema de Palma Real hablo de “la cuchara de Dios mezcla la selva...” hay una cocina de muchos elementos donde entran la percepción, la intuición, lo visual, lo teatral... Sordomuda era un personaje que pedía monedas en una esquina y te mostraba la lengua como si fuera el telón de una película. Y tenías que pagarle con una moneda de oro, pero no había nada en la lengua. El poeta siempre sale perdiendo. La poesía se cocina horas, días, pero después lo que queda es lo que el lector va a tener que digerir. Y cada uno le da una lectura muy distinta.

–Algo recurrente es la palabra “muñón”, que aparece en varios poemas: “muñón obsesionado...” “muñón entre los dientes”. ¿De dónde viene esta recurrencia?

–No sé... quizá en alguna vida perdí una mano y sigo escribiendo con esa mano que falta (risas). Tenés razón; no me había dado cuenta, uno aprende mucho de los lectores... es como si le tuviera que dar la mano a la poesía, pero tengo un muñón. Hay siempre una zona oscura que no podemos atravesar. En un poema anterior digo que a (Raúl González) Tuñón una mano cortada lo lleva de la mano, que tiene que ver con el misterio. Yo quiero estrechar esa mano, la aventura es ir hacia esa mano, yo viajo hacia esa mano, pero esa mano a veces no aparece. Cuando uno encuentra un poema, es cuando logró tocar esa mano. Como si la mano fuera el corazón del poeta, la lengua del poeta. Hay un poema que le dedico a Silvio Rodríguez y que tiene que ver con la mano. El compromiso es llevar a alguien de la mano: “La mano que lleva a un niño de la mano no retrocede nunca”. Esto tiene muchas lecturas posibles porque se puede leer como la búsqueda del nieto que no retrocedió. Y siguen buscando, porque las Abuelas llevan al nieto perdido de la mano.

–El poema más breve del libro se llama “Refinamiento” y tiene un solo verso: “El poeta y su estilo: tarascones al bulto”. No es algo muy frecuente dentro de su trabajo como poeta, ¿no?

–Es cierto, no soy de escribir aforismos, pero a veces tengo una idea y sólo la pueda expresar así. Buscar el poema es como ladrarle a una sombra. Siempre estoy hablando de la poesía que está buscando en esa neblina. En la poesía no se puede esconder nada; hay que trabajar con la ambigüedad. Tuñón usaba mucho una palabra que ya no se usa más: autenticidad. Lo auténtico tenía mucho peso, pero fue una palabra descartada. Ahora se usan muchas palabras como muletillas; juntá la palabra “nada” y la palabra “obvio” y te tenés que matar... Si todo es obvio, no hay misterio ni aventura ni viaje. Mi escritura está hecha mucho del viaje interior y del viaje exterior, y de otras culturas, otros gustos.

–”¿A qué va uno al espejo”, se pregunta en el poema “Astillas”. ¿Qué importancia tiene el espejo en su poesía?

–El espejo es uno de los temas principales de la literatura; empieza con un texto de Edgar Allan Poe, “William Wilson” y llega hasta (Jorge Luis) Borges, y tiene que ver con el tiempo. Yo digo que el tiempo se va pudriendo, que es orgánico, y es el tema de la poesía. El hombre vive y lucha por lo efímero, lo que lo angustia y lo maravilla es el tiempo. El espejo es un símbolo muy fuerte, por eso uno puede jugar para tantos lados: el espejo reúne lo que el viento dispersa, el espejo nos está leyendo a nosotros. Yo me crié en la peluquería de mi abuelo en el puerto de Ingeniero White (Bahía Blanca), que tenía un espejo enorme. La gente se iba y venía por el espejo; era un poco la muerte y la vida. El espejo es sordo, pero te lee los labios (risas). Siempre me impactó una frase, que me olvidé de quién es, que decía que en el espejo se ve la muerte trabajando.

–En Monólogo del necio hay un poema dedicado a Juan Gelman. ¿Llegó a leer algunos de los poemas de este libro?

–Llegó a leer mucho porque con Juan había un trato que incluía todo: desde comernos un mole en la calle en Oaxaca a ir a un mercado en Ciudad Juárez porque vendían unas máscaras de luchadores. Y se compró una para él y otra para su nieto Iván. Una noche me leyó todo Hoy, un libro de poemas que hay que leerlo muchas veces. El tema del poema que le dedico a Gelman está poco tratado. A la gente que iba a pedir información sobre sus familiares desaparecidos, le creaban una expectativa. La viuda de Dardo Dorronzoro, un herrero y poeta que secuestraron en Luján, me llamó para que escribiera un prólogo de un libro y nos hicimos amigos. Ella me contó que a veces se le acercaba alguien y le decía: “Su marido está vivo, va a ir tal día a su casa...”. Aunque ella se daba cuenta de que le estaban mintiendo, le generaban la expectativa. La espera tiene mano de obra esclava; el que espera un dato sobre el hijo tiene una expectativa de vida y tiene que creer y no creer en esa puerta falsa que le están abriendo. La espera es un lugar terrible que me parece que no se ha trabajado. Por eso termino ese poema dedicado a Gelman con “crudos son los trabajos del mientras tanto”. ¿Qué hacemos en el mientras tanto? ¿Cómo se vive? Hay formas del dolor que provocó la dictadura que todavía no las hemos pensado.

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